Todo el barrio había sido invadido
por un curioso ejercito de pesadilla: diablillos armados con tridentes de
plástico, esqueletos de huesos fosforescentes, brujas de puntiagudas narices de
goma, vampiros a los que aún no se le habían caído los primeros dientes de
leche, momias envueltas en papel higiénico… todas aquellas pequeñas criaturas
eran liberadas en esa noche del año con un único objetivo: hacerse con la mayor
cantidad de dulces de los incautos mortales que osaban abrirles la puerta de
sus casas. “Truco o trato” vociferaban a coro los monstruosos seres a la víctima,
que debía decidir si entregarles una buena cantidad de chucherías o, por el
contrario, debería aguantar las bromas de aquellos insatisfechos personajillos.
Carl formaba parte de aquella
legión de criaturas de la noche que arrastraban sus abultados sacos repletos de
deliciosos dulces que devorarían nada más volver a sus casas. Este año el
pequeño había decidido convertirse por unas horas, en la abominable creación
del doctor Víctor Frankenstein. Su madre le había maquillado concienzudamente,
y tras haberse enfundado en el harapiento disfraz, se dispuso a disfrutar de
aquella espectral noche. Además, ese año era diferente, su madre le había
permitido realizar la ruta del dulce, solo. Eso sí, debía de recordar las
normas que todos los Halloween, su madre le repetía.
—No te alejes mucho del barrio, no
aceptes caramelos de desconocidos, y no te olvides de volver antes de las nueve
de la noche.
Con aquellas tres reglas rondándole
por su cabecita, el pequeño monstruo de Frankenstein continuó con su dulce
empresa.
—Truco o trato —exclamó a viva voz
en cuanto la puerta se abrió.
—¡Vaya! Pero si un adorable
monstruito ha venido a verme –comentó la adorable señora Hayes, arrugando el entrecejo
al fijarse en que nadie acompañaba al niño— ¿Y tu mamá? ¿Te ha dejado salir
solo?
—A mamá le duele mucho la cabeza y
me dejó salir solo porque me ha dicho que ya soy lo suficientemente responsable
como para recorrer el barrio yo solito por una noche. Pero tengo que volver
antes de las nueve y no parar en casas de desconocidos —respondió el muchacho
levantando su bolsa, expectante por saber que dulces le tocarían esta vez.
—Vaya, que bien, Carl. Pues aquí
tienes, caballerete —dijo la anciana mientras arrojaba en el saco del niño un
par de piruletas de curiosas formas—. Uno de estos días tienes que volver a
visitarme, Carl. El pequeño Monty se muere de ganas de jugar contigo y que le
acaricies. Te prepararé una tanda de galletas caseras, que sé que te encantan.
¿Qué te parece la idea? ¿Te gusta?
—Claro que sí —respondió con una
cándida sonrisa nada más escuchar la invitación de la mujer, quién le prometía
otra tarde de diversión con su juguetón perrito y una deliciosa merienda de
premio.
—Bueno, ya puedes marcharte
diablillo, que estarás deseando conseguir más dulces, ¿verdad? Saluda a tu
madre de mi parte y ten mucho cuidado.
El niño agradeció a la señora Hayes
su amabilidad y se dirigió hacía la próxima parada de la ruta. Pasó de largo la
casa del señor Sullivan; el huraño anciano era más intratable de lo habitual
aquella noche del año, y no era la primera vez que el pequeño Carl sufría las
vejaciones del desagradable hombre. Así que continuó bajando por la calle,
siendo bañado por la mortecina luz de las llamas de las velas que contenían las
sonrientes calabazas linterna que los vecinos habían dejado como parte de una
de las más antiguas tradiciones de aquella noche.
Carl decidió tomar un atajo para
llegar a la próxima casa, así que se dirigió a un callejón que por el día
parecía tranquilo y transitable, pero que por la noche había adquirido una
tenebrosa aura que erizó los vellos de la nuca del niño al instante. Tras unos
instantes de duda, Carl se mantuvo en el sitio, reticente por adentrarse en aquella
profunda oscuridad. ¿Quién sabía los horrores que podían esperarle ocultos en
aquel callejón? ¿Quién podía asegurarle que no acabaría dentro del saco de
aquel pérfido hombre al que todos los niños temen? ¿O en el estómago de
cualquier monstruo que había decidió aprovechar aquella propiciaría noche para
probar un tierno bocado de infante?
Pero cuando finalmente entró en el
callejón, deseó no haber salido de casa solo.
No era un fantasma ni una bruja lo
que encontró en aquel lugar. A pesar de eso, el miedo siguió ocupando el cuerpo
del muchacho nada más ver a Jack y su banda.
Todos temían a Jack. Era el matón
del barrio, y aquel título se lo había ganado a puñetazo limpio.
—Vaya, vaya. ¿Pero que tenemos
aquí? Si es un enano que nos trae chucherías a domicilio —dijo en cuanto se
percató de la presencia del intruso, escupiendo el mondadientes que estaba
mordisqueando.
Carl apretó fuertemente la bolsa al
escuchar aquello y dio media vuelta preparado para huir raudo de aquel problema
en el que había entrado de cabeza. Pero al hacerlo, se estampó de lleno contra
un muro de pura grasa de noventa y tantos kilos; el rollizo “Gordi” Gordon,
seguía fiel a su particular “dieta” híper calórica.
—¿A dónde crees que vas, gusano? —preguntó
lanzándole su pestilente aliento directo al rostro del pequeño mientras le
tendía su gigantesca mano derecha— Dame la bolsa, ahora.
El niño se abrazó a la bolsa
mientras negaba imperiosamente con la cabeza.
—Creo que vamos a tener que
apretarle las tuercas —comentó sarcásticamente el líder de aquel trío de
indeseables, consiguiendo arrancar violentas carcajadas de sus compinches con
aquel ingenioso chascarrillo.
Carl se apartó lentamente de Gordon
el gordinflón, pero a sus espaldas, Jack y su mano derecha, Earl Barker,
estaban preparados, y se lanzaron directamente a por la bolsa de caramelos del
niño.
El pequeño Frankenstein opuso una
fiera resistencia, pero era una batalla perdida de antemano. No pudo evitar que
aquellos camorristas le arrebatasen su dulce botín y le regalasen un violento
empujón que le hizo besar, literalmente, el suelo. No pudo evitar reprimir un
sollozo que precedió al incontrolable llanto que fue animó a continuar las
burlas de aquellos despreciables pubescentes, quienes abandonaron aquel lugar
entre maliciosas risas, satisfechos tras aquel deleznable acto.
Carl permaneció encogido en el
suelo, llorando desconsoladamente un buen rato en aquel solitario callejón.
—¿Carl?, ¿eres tú?
El niño levantó la vista del suelo
al escuchar la voz, encontrándose con un pálido rostro surcado de terribles
heridas sangrantes.
—¿Jerry?
El zombi en el que se había
convertido su mejor amigo le tendió una mano que su compañero asió con fuerza.
—¿Qué te ha pasado, Carl? ¿Por qué
estás llorando? —preguntó Jerry cuando ya estaba en pie y se fijó en su
terrible aspecto.
—Jack y su pandilla, me han rodeado
y me han quitado las chuches –explicó el muchacho entre sollozos, mientras se
sacudía el polvo de su disfraz y se enjugaba las amargas lágrimas con la remangada
manga de la vieja chaqueta de su abuelo—. ¿Y tú que haces aquí, Jerry?
—Pasaba por aquí y he visto a esos
idiotas salir del callejón riéndose, y cuando me acerqué más, escuché a alguien
llorar y decidí ver de quién se trataba. Lo siento, Carl.
—Me han quitado la bolsa que tardé
tanto tiempo en llenar de caramelos. No es justo —musitó el niño dando un
furioso pisotón al suelo—. Malditos.
Al zombi le dolió ver la expresión
que mostraba el rostro de su amigo. Así que decidió ayudarle.
—Tranquilo, Carl. Sé que hacer para
que vuelvas a conseguir más chuches en un solo trato —afirmó con una cálida
sonrisa que le cruzó el maquillado rostro.
El jovencito Frankenstein miró con
una mirada inquisitiva a su putrefacto compañero.
—Verás, hay un hombre a pocas
manzanas de aquí que reparte caramelos sin necesidad de hacerle truco o trato.
Ya verás, es genial –informó mientras tomaba la mano de su amigo y lo sacaba de
aquel callejón—. Vamos antes de que se le ocurra marcharse.
Los dos muertos vivientes no
tardaron en encontrar al misterioso hombre reparte caramelos; un corro de niños
que rodeaban a una encapuchada figura delataba su presencia.
Los niños no tardaron en marcharse
completamente satisfechos, y Carl y Jerry se acercaron al hombre que se
ocultaba tras el tronco de un gigantesco roble, a pocos metros del tenebroso
cementerio local.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? Dos
compañeros de ultratumba —dijo aquel hombre nada más ver acercarse los dos
pequeños- ¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Unos matones han quitado a mi
amigo la bolsa de caramelos, y quería saber si podrías ayudarlo —respondió
Jerry, tan sociable como siempre.
Carl trató de descubrir la
identidad de aquel enigmático personaje, pero bajo la capucha solo se encontró
una sonriente máscara de calabaza que, irracionalmente, inquietó al niño.
—Pues tienes suerte pequeño
monstruito. Ya he repartido la mayoría de las chucherías, y estaba a punto de
volver a mi refugio hasta el año que viene, así que, ¿por qué no te quedas con
los dulces que quedan en mi bolsa?
Carl permaneció quieto y en
silencio un buen rato, la voz de su madre repitiéndole que no debía aceptar
caramelos de desconocidos resonaba en su cabeza a todo volumen. Pero la idea de
volver con las manos vacías a casa acabó venciendo, y el niño aceptó la bolsa
que el encapuchado le ofrecía, ante la asombrada mirada de Jerry.
—Bueno chicos, disfrutad de los
dulces. Y feliz Halloween —se despidió bajando por la calle, mientras su capa
aleteaba a causa de una fuerte brisa que se levantó en aquel momento.
—¡Qué suerte has tenido! —exclamó
su zombificado amigo.
—Ya, son demasiados caramelos para
comerlos yo solo. ¿Quieres unos pocos? —le ofreció al comprobar el dulce
cargamento.
—¿Que si quiero? —Jerry comenzó a
rebuscar y a sacar golosinas de la bolsa sin pensárselo dos veces.
—Creo que va siendo hora de volver
a casa —comentó Carl tras echar un vistazo a la hora reflejada en su reloj de
pulsera de Bob Esponja.
—Sí, mi madre se pondrá hecha una
furia si llego muy tarde. Gracias, Carl. Nos vemos mañana.
Los dos niños se dirigieron a sus
respectivas casas. Paseando por las calles, ahora solitarias de felices niños.
Tan solo algunos adultos las transitaban para dirigirse a las fiestas de
mayores de sus vecinos.
Quedaban pocos metros para llegar a
su casa, pero el pequeño no pudo evitar introducir su mano en su nueva bolsa de
chuches para sacar de ella una chocolatina que desenvolvió rápidamente. Y en tan
solo dos mordiscos, la boca de Carl estaba llena de un chocolate con un
desagradable sabor que provocó que su rostro se arrugase. El pequeño
Frankenstein se preguntó de donde demonios habría sacado el encapuchado aquella
asquerosa chocolatina. Y rezó para que los demás caramelos no tuviesen el mismo
sabor.
Cuando acababa de llamar al timbre
para que su madre le abriese la puerta, Carl comenzó a sentirse terriblemente
mal. Al principio solo fue un violento rugido que provenía del interior de su
estómago, pero pronto la cosa fue a peor y notó como le ardían las entrañas. Se
llevó las manos a la barriga y se dejó caer de rodillas mientras gritaba de
puro dolor. En ese momento, su madre abrió la puerta y se encontró a su hijo
con el terror marcado a fuego en su rostro.
—¿Qué te pasa, cariño? —exclamó
alterada la mujer mientras se agachaba junto a su agonizante pequeño.
Entonces, Carl comenzó a vomitar
sangre, tiñendo de escarlata el gracioso felpudo de los Watterson.
—Carl, Carl —las lágrimas se
agolpaban en los ojos de la desconcertada mujer, que contemplaba desesperada,
como su hijo seguía expulsando sangre a chorros—. ¡Una ambulancia! ¡QUE ALGUIEN
LLAME A UNA AMBULANCIA, POR FAVOR!
Pero ya era demasiado tarde, el
niño se dejó caer en el sangriento charco que acababa de formar. Muerto.
El grito de dolor que emitió la
destrozada madre se escuchó por todo el barrio.
Por
supuesto, aquella no fue la única muerte de aquella trágica noche de Halloween.
Justo cuando Carl Watterson estaba vomitando sus entrañas por todo el porche,
la dulce Belinda Mars, de tan solo cuatro años, mordió una manzana de caramelo
en la que le esperaba una afilada sorpresa: varias cuchillas de afeitar que se
alojaron dolorosamente en sus encías. Y como ese, decenas de casos similares.
Varios niños murieron, y otros muchos resultaron heridos de gravedad. Cuando la
policía pudo preguntar a los supervivientes quién les había entregado las
fatales golosinas, todos respondieron lo mismo: El hombre encapuchado de la
máscara de calabaza.
La puerta se abrió, y una oscura
figura entró con gesto cansado en la casa; estaba agotado. Se dirigió con pasos
lentos por el corredor a oscuras hacía la cocina. Allí, pasó por delante de una
mesa repleta de frascos llenos de mortales venenos y matarratas, puntiagudas
agujas y afiladas cuchillas de afeitar, unos guanteletes con los que introducir
los agudos objetos, y otras muchas herramientas con las que preparó aquella
oscura remesa de dulce muerte. Se arrancó la máscara y desabrochó la capa, y
tiró su característico disfraz al cubo de basura; ya se desharía de aquello
junto a las demás pruebas más tarde.
Se arrastró hacia el salón, donde
se dejó caer rendido en el sofá. Al poco, a sus oídos llegó el grito de dolor
de una mujer que hizo esbozar al hombre una macabra sonrisa de oreja a oreja,
al poder comprobar que su maléfico trabajo comenzaba a dar sus trágicos frutos.
Rebuscó en sus bolsillos y desenvolvió el envoltorio de un caramelo con forma
de calabaza que saboreó con repugnante regodeo.
—Feliz Halloween a todos —susurró
aquel monstruo, dando por finalizada aquella aterradora noche.
2 comentarios:
Este relato se podría resumir en "El dolor de panza será la menor (y la última) de tus preocupaciones".
Doy gracias por vivir en España y no tener que sacar a los niños a recoger chuches ;-)
Muchas gracias hehehehe :P
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