Dedicado
al gran maestro, Stephen King.
"Pennywise" by John Aslarona
El parque estaba a rebosar de niños
que reían y se divertían a la luz de aquel pálido sol otoñal. Pero había una
niña que no sonreía, que no se divertía en aquel reducto de desbordante
felicidad infantil. Sentada en aquel solitario y viejo columpio, Charlotte Gray
se balanceaba apáticamente sin apartar la vista del banco que tenía enfrente,
ni de la mujer que no dejaba de acunar al sonrosado bebé que sostenía entre sus
brazos. Desde que habían llegado al parque, hacía poco más de una hora, su
madre no le había hecho el menor de los casos. Aunque eso no era nada nuevo. No
desde que Samuel nació. Desde entonces, ella había quedado relegada a un
segundo plano. Todas las atenciones eran para aquel diminuto renacuajo babeante.
Sus padres apenas hacían caso a Charlotte desde hacía varias semanas. Todo se
resumía en Samuel, Samuel, Samuel.
Las manos de Charlotte apretaron
con fuerza las cuerdas del columpio hasta que sus deditos comenzaron a palidecer.
El odio que le tenía a su hermano pequeño empezaba a ser visceral y
preocupante.
La niña decidió apartar aquellos
malos pensamientos que no dejaban de acecharla continuamente y se entregó a la
tranquilizante tarea de columpiarse cada vez más y más alto. Pero a pesar de
eso, sus ojos no dejaban de clavarse en el rostro de su hermano, quien, en la convulsa
imaginación de Charlotte, le sonreía de manera grotesca con aires de
superioridad.
Fue entonces cuando la pequeña
escuchó la voz.
—Charlotte. Charloootte.
La niña dejó de balancearse para
atender a la misteriosa llamada.
—Estoy aquí, Charlotte.
Su cabeza comenzó a inspeccionar
todo el parque en busca del poseedor de aquella juguetona voz. Pero allá donde
miraba, solo encontraba a jubilosos niños que jugaban bajo la atenta mirada de
sus padres.
—Aquí, Charlotte.
Su mirada se posó entonces en el
límite del parque; allá donde comenzaba el profundo y amenazador bosque. En ese
lugar, la estaba esperando el payaso.
La niña observó al extraño
personaje con cierto interés: Su cara completamente blanca, su nariz roja, su
extravagante y colorido traje, su sonrisa carmesí…
—Hola, Charlotte —le saludó el
payaso moviendo graciosamente los dedos de su enguantada mano derecha.
A la mente de Charlotte acudieron los
recuerdos de una tarde similar a aquella, hacía ya, un par de años. El circo
había llegado a la ciudad, y su padre decidió llevarla a aquel curioso espectáculo.
La pequeña estuvo atenta a todas las actuaciones que se desarrollaban ante sus
ojos: los imposibles movimientos de las contorsionistas orientales, la respetable
temeridad mostrada por el domador de leones, la increíble destreza del lanzador
de cuchillos…
Pero entonces, hicieron acto de
presencia en el escenario unos personajes que obligaron a la pequeña Charlotte
a refugiarse bajo los brazos de su progenitor: los payasos del circo daban
comienzo a su esperado espectáculo.
Durante su actuación, la niña
observó desconcertada, como todos los espectadores se reían con aquellos siniestros
seres de inquietante sonrisa permanente. No podía entender como el público era
capaz de aguantar la mirada a esos deformes rostros. Cuando el espectáculo
terminó, su padre, que se había fijado en la horrorizada expresión reflejada en
el rostro de su pequeña, decidió hacerla enfrentarse a su irracional temor. Se
acercó al grupo de artistas circenses antes de que abandonaran la carpa, y
llevó a su hija de la mano a rastras a verlos. Ella, se escondió tras el
robusto cuerpo de su padre nada más ver como se acercaban a aquel grupo de demenciales
rostros.
—Tranquila, ellos son nuestros
amigos, cariño. Solo quieren hacerte reír y divertirse contigo. No van a
comerte —comentó su padre tratando de tranquilizarla.
—Nunca haríamos eso. Los niños nos
sientan fatal; como las verduras —le informó uno de los payasos.
A su espalda, uno de sus compañeros
imitó el nauseabundo estruendo que produciría una sonora flatulencia. Lo que
provocó que Charlotte dejase escapar una tímida risita que no pasó
desapercibida por los bromistas, que continuaron durante un buen rato
divirtiendo a la niña mediante diversos chistes y bromas. Al final del día,
Charlotte había pasado de temer a los payasos a adorarlos.
Pero el payaso, que continuaba
repitiendo incesantemente su nombre, no se parecía en nada a ninguno de sus
congéneres que la divirtieron aquella tarde otoñal. La pinta de aquel personaje
era más… inquietante.
La niña comenzó a dar unos cuantos temerosos
pasos de espaldas en dirección contraria, intimidada. Pero en cuanto el payaso
se percató de las intenciones de la pequeña, buscó la forma de persuadirla.
Charlotte no se preguntó como
demonios los había ocultado hasta entonces, porque en cuanto el payaso volvió a
mostrar la mano que había estado ocultado detrás de la espalda, lo hizo
portando una multitud de bamboleantes e hipnotizantes globos de todos los
colores.
—¿Te gustan, Charlotte? Flotan,
todos flotan.
Pero la niña ya no le escuchaba. No
apartaba la vista de los danzarines globos. Quería, NO, NECESITABA
conseguirlos.
La roja sonrisa se ensanchó cada
vez más a cada paso que daba la pequeña.
—Flooootan. Todos flotan —continuó
diciendo enigmático el personaje mientras agitaba vistosamente los globos,
apremiando a la pequeña— Y tú también flotarás.
La niña alargó las manos con
intención de hacerse con los coloridos y deseados juguetes, pero fue entonces cuando
el hechizo se rompió. El, antes, afable rostro del payaso, se transformó súbitamente
en una horrenda y monstruosa máscara arrancada de la peor de las pesadillas.
Sus bestiales ojos se clavaron en Charlotte mientras abría la boca para mostrar dos filas de mortales y puntiagudos
dientes que reclamaban la tierna carne de la pequeña.
Antes de que pudiese gritar, los
ojos del amenazador engendro, sumieron a Charlotte Gray, en la más fría y terrible
de las oscuridades. Lugar del que nunca podría escapar.
En un visto y no visto, la cándida
niñita y el misterioso payaso habían desaparecido. Solo quedaron todos aquellos
globos que flotaron hacía el cielo que, en aquellos momentos, estaba tiñéndose
de negro a causa de unos funestos nubarrones.
El terror había vuelto de nuevo a
Derry para cernirse sobre sus habitantes más jóvenes. Un terror milenario. Un
terror inmortal. Un terror insaciable. Un terror con forma de payaso.
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