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A veces los recuerdos son poco más que mosquitos que zumban
en tu oído. Les intuyes por el rabillo del ojo cuando estás distraído, pero si
te vuelves a encontrarlos, desaparecen como el vaho del cristal un día de
lluvia. Se mezclan y se funden resbalando como gotas en caída libre. Son un run
run sordo apenas audible que te cosquillea los rincones más alejados de tu
mente. Piezas de un puzzle incompleto, azules sin nubes que no son más que
motas y destellos en tu ojo al mirar el cielo. Recordar se hace entonces una
tarea tediosa y desagradable que te provoca migraña. Parpadeas confuso y apenas
atisbas algún resquicio de una imagen incompleta como un sueño del que te
despiertas demasiado pronto.
No sé cuánto tiempo ha pasado. Ni siquiera estoy seguro de
si ha pasado. Tal vez mi mente rota en fragmentos ha perdido los pedazos de
aquel hecho y los rellena con mentiras. Cuando tomo la decisión firme de
recordar, solo puedo intuir una densa neblina y retazos de historia desperdigados
sin orden ni concierto. Estoy loco. Eso dicen ellos al menos. Mi celda
acolchada atestigua que al menos debe ser cierto, o lo fue en algún momento. Ya
no estoy seguro. El tiempo y la memoria aquí pierden su significado. Ayer o
mañana fue o ha sido mi fin. Qué más da eso ya. Sin embargo, algo te contaré
pues me debo a mí mismo coser los fragmentos de esa historia desperdigada como
piezas de loza rota por mi cabeza. Si consigo recordar al menos entenderé por
qué estoy aquí. Aunque puede ser que lleve aquí toda la vida y no me haya dado
cuenta.
Empecemos por el principio. O tal vez sea algún momento de
la mitad de la historia. No pongas esa cara, ¿acaso no te diste cuenta ya con
quién hablas? Mi nombre no es importante y si lo es, lo olvidé hace tiempo,
pero en aras de darte algo de coherencia en esta historia digamos que me llamo
Ernesto.
Parte I.
El teléfono sonó tres veces antes de que Ernesto lograra
desasirse de los brazos de Morfeo y levantara el auricular.
»¿Diga? —ahogó un bostezo.
»Espero que no te hayas dormido, pedazo de capullo, o ya te
puedes ir olvidando de recibir la paga este mes.
Ernesto se despejó de golpe. ¿Qué hora era? Buscó sin éxito el móvil en los pantalones de un traje muy arrugado. Tenía seca la garganta y al tragar se le pegó la lengua al paladar. Carraspeó y contestó a la voz impaciente del otro lado de la línea.
—Señor Ramírez. Por supuesto que no, ya estoy saliendo de
la oficina para ir a su encuentro. Tardaré veinte minutos a lo sumo.
»Diez, y no te olvides la documentación del coche como la
última vez —ladró la voz.
Antes de que Ernesto pudiera murmurar una palabra de disculpa, la comunicación terminó abrupta. Soltó el teléfono con una maldición y se frotó los ojos malhumorado. Idiota, otra vez te has quedado dormido. De esta no te libras, ese imbécil de Ramírez te hará despedir.
Ya no tenía arreglo la cosa, así que se dio una ducha
rápida, se cambió de traje y salió despedido a su cita con aquel cliente.
Llegó, como había supuesto, veinte minutos después. En la
rotonda a la salida del aeropuerto, le esperaban Alberto Ramírez, contratista
para servirle a usted, y la pareja austriaca que no hablaba ni papa de
español y que entendían un inglés un tanto peculiar, salpicado de palabras
en alemán. Alberto hablaba animadamente con la pareja que le miraba como si les
hablara un marciano de color rosa chicle. El hombre sonría sin parar mientras
su mujer no dejaba de mirar la montaña de maletas tras de sí, como si quisiera
cerciorarse de que no iba a bajar la nave nodriza del tipo que tenían enfrente
para robarles hasta el pasaporte.
Ernesto bajó del coche con los papeles bajo el brazo y su
mejor sonrisa puesta. La mujer le miró como si de repente un ángel hubiese
bajado del cielo a recogerles.
—Señores Bricks, me alegro de conocerles por fin —les saludó Ernesto en un
alemán muy correcto y neutro—. Les pido me disculpen el retraso, el tráfico es
horrible a estas horas de la noche.
El señor Brick asintió con una sonrisa tan ancha que podría
saltar las costuras de sus comisuras y darle vuelta a la cabeza. La señora
Brick estuvo a un tris de tirársele al cuello para darle un beso en un arranque
de inmenso alivio. Por fin podrían coger el coche alquilado e irse a comer
“tapas typical spanish”.
Alberto le miró con una mezcla de alivio y furia en su
rostro rojo como un tomate por el esfuerzo de chapurrear un inglés más cercano
al balbuceo de un niño de año y medio que a un verdadero idioma. Los Bricks
firmaron los papeles, cogieron el coche y se largaron a una velocidad que
superaba claramente las normas de circulación. Pero eso ya no era problema de
Ernesto.
La mirada de enajenado mental que le echó Alberto Ramírez,
“señor Ramírez para ti pequeño mierdecilla”, sí que era un problema.
Alberto y Ernesto estarían en igualdad de condiciones el día que la empresa de
alquiler de coches para la que ambos trabajaban decidiera que Ernesto había
superado los seis meses de prueba. Hasta que ese momento llegara, Alberto
Ramírez “señor Ramírez para ti” seguiría siendo su superior directo y el
responsable en última instancia frente a la junta directiva. Esta situación,
junto con el hecho de que Alberto Ramírez veía amenazado su puesto y sueldo
como contratista, hacía que no guardase muy buenos pensamientos hacia su nuevo
compañero.
—¡Dónde coño estabas joder!, se suponía que habíamos
quedado a las 9 en punto. Ya no sabía que más decirles a esos dos guiris para
que no me fusilaran. ¡Te lo dije la última vez, no pienso poner mi culo para
que me den por ti ni una vez más! —rugió Alberto alzando tanto la voz que un
par de viajeros se le quedaron mirando.
—De veras que lo siento, señor Ramírez —dijo Ernesto tragándose las
ganas de escupirle en su rojo careto de pez— pero el tráfico...
—¡A mí no me la pegas capullo!, te has quedado dormido en
el sofá y se te había olvidado la cita que teníamos con esos dos alemanes.
—Austriacos —empezó a decir Ernesto, pero la furibunda mirada que le
lanzó Ramírez hizo que cerrara la boca al instante.
—Sólo por eso te vas a ir a tomar por culo a recoger el
Opel Corsa negro que dejó el inglés ese patizambo tirado en el polígono sur en
la calle Bertín “nosecuantos” y lo llevas al concesionario. Ese gilipollas
perderá la fianza y estoy seguro que podremos cargarle también abandono del
vehículo. Va a ser el único punto bueno de este jodido día.
Mientras Ramírez seguía parloteando a gruñido limpio,
Ernesto notó como un nudo corredizo le bajaba por la garganta y se instalaba
cual fardo lleno de piedras en la boca de su estómago dándole ganas de vomitar.
Un sudor frío y pegajoso le cubrió todo el cuerpo llevándose el poco color de
sus mejillas.
El Opel Corsa negro del año 2013, era un coche fuerte y robusto, de impecable tapicería de terciopelo negro a juego con la chapa impoluta sin ralladuras visibles, con un motor tan silencioso que más que rodar se deslizaba a escasos centímetros del suelo. Aquel coche le producía a Ernesto una sensación de vértigo y malestar solo comparables a estar expuesto a una fuente de radiación de baja frecuencia. Su sola presencia ya le daba náuseas, pero cuando estaba dentro la cosa iba a peor. Se sentía mareado, desorientado y confuso como si el coche hubiera dado diez vueltas de campana con él dentro. Un latido sordo, pausado y doloroso le palpitaba en las sienes mientras conducía aquel vehículo que parecía levitar sobre el asfalto.
Estar dentro de ese coche era como estar caminando por un
campo de minas, con la certidumbre de que en cualquier momento algo va a salir
mal y una de esas condenadas bombas te pagará el pasaporte al otro barrio. Solo
que, en vez de pisar una pelota de sangre y muerte, pisaba un embrague que
siempre estaba tan frío que le calaba a través del zapato hasta llegar a lo más
profundo de su alma.
Lo último que quería Ernesto era tener que ir a recoger
aquel coche a un punto oscuro y solitario como quería Alberto y tener que rodar
los 15 kilómetros que les separaban del concesionario. Pero no se le ocurrían
más excusas que le salvasen de verse de patitas en la calle si se negaba.
No tuvo más remedio que aceptar.
Parte II
El taxi le dejó en la rotonda de entrada al polígono a
escasos metros de donde comenzaba la calle Bertín Osborne. Era una calle de
subida y Ernesto, que había tenido que pagar de su bolsillo el trayecto, no
quería pagar para que el taxista le diera una vuelta a medio polígono, luego
girar y entrar por aquella calle de un solo sentido. La callejuela estaba
poblada por almacenes de chinos, cerrados a cal y canto a esas horas de la
noche. Una iluminación escasa y parpadeante parecía sugerir que estaba
adentrándose en una película de terror de serie B.
Sudaba copiosamente a pesar de la brisa fresca de la noche.
Estaba nervioso y por qué no decirlo, asustado. Hubiera preferido meter el
brazo en la boca de un dóberman rabioso a tener que ir hasta allí a recoger el
maldito coche.
Cuando llevaba alrededor de diez minutos de caminata
vislumbró la silueta del Opel Corsa abandonado en mitad de la calle con la
puerta del conductor abierta. A escasos metros del vehículo, una farola
corroída por la herrumbre y el paso de los años derramaba sobre él una
mortecina luz parpadeante de color blancuzco. El coche sin embargo estaba
envuelto en una negrura absoluta. La luz de la farola le eludía como si los
fotones adivinaran que aquel coche era malas noticias y no osaran horadarlo. Un
escalofrío violento hizo que Ernesto diera un respingo. No quería subirse allí,
ni siquiera quería acercarse. Su mente gritaba enloquecida que diera media
vuelta y dejase en paz aquel trozo de metal en su silencio.
Se paró a escasos metros del coche para serenarse y alejar
de su cabeza todos aquellos funestos pensamientos. Reconocía que odiaba a aquel
coche, pero solo era un trozo de maquinaria, nada más. No podía hacerle
físicamente daño. No había nada mal con él. Ya lo había comprobado a costa de
su bolsillo. El coche estaba perfectamente, más que eso, estaba como nuevo. Y
él no era un niño de teta que se dejase llevar por todas aquellas historias de
viejas y terrores supersticiosos. Era un hombre adulto. Un hombre adulto a
punto de quedarse sin trabajo en plena crisis económica, por el amor de dios.
Fue directo hacia el coche relegando las advertencias de su
mente a la parte más alejada y comprobó que todo estaba en orden. Arrancó el
motor con las llaves de emergencia y esto se puso en marcha con un suave ronroneo.
Pisó el acelerador y salió del polígono sin percances. Pensó con acierto que lo
más rápido sería tomar la autovía en vez de atravesar la ciudad plagada de
semáforos, aunque para ello el trayecto se alargara un poco más.
La idea racional de que el coche no era más que un trozo de
maquinaria dispuesta a doblegarse a su mano de conductor experto le relajó
bastante. Lo suficiente para que no cayese en la cuenta del zumbido que
provenía de las entrañas del vehículo hasta que pasaron unos diez minutos y tres
kilómetros de travesía. Una sensación de malestar se alojó en la boca del
estómago. Una idea absurda se coló por un resquicio de su mente. Alguien le
estaba siguiendo.
—Déjate de tonterías joder —se dijo a sí mismo muy
enfadado—. Esto es una autovía, idiota, si hubiera alguien siguiéndote le
habrías visto.
Miró por el retrovisor varias veces. La noche era más
oscura pero no vio ningún faro que delatara la presencia de otro vehículo ni
siquiera en la lejanía. No había nadie a su alrededor. Estaba solo. ¿De dónde
venía entonces aquella delirante idea de que no lo estaba?, era una sensación
sólida, un hecho físico, como un pellizco en el antebrazo. Alguien le estaba
siguiendo. El miedo, como tentáculos de niebla gélida se adhirió a su cuerpo
haciendo que sus dientes castañetearan. El interior del coche estaba helado.
Sentía sus dedos entumecerse aferrados con terror reverencial a aquel volante
de cuero negro como la pez. Había alguien allí con él. Alguien le acechaba.
Alguien que quería hacerle daño. De forma instintiva aceleró aún más, iba por
encima del límite de velocidad, aunque Ernesto ni se dio cuenta. El Opel Corsa
parecía suspendido sobre el pavimento, estático.
Otra idea peregrina se coló en las tinieblas de su terror.
Una idea que iluminó la negrura en la que se movía a tientas. Todo aquello era
culpa de Ramírez. Sí, Ramírez. Aquel lameculos era el culpable de todas
sus desgracias. Desde el primer día que entró a trabajar para los jefes, aquel
tipejo de cara de pez había buscado su ruina, mandándole a hacer los recados
más tediosos o los clientes más complicados y luego él se había llevado los
laureles de los tratos que Ernesto había cerrado. Maldito hijo de perra.
Apuesto que hiciste lo impensable para que el cabronazo que alquiló esta
chatarra lo abandonase en el culo del mundo para obligarme a venir a por él a
las tantas de la noche.
La rabia crecía en su interior. Oh si, seguro que había
sido Ramírez el que lo orquestó todo para dejarle a él aquel muerto y decir que
toda la culpa la tenía él, Ernesto Pedrazo Gómez. Él y solo él se había buscado
el despido mientras Ramírez ascendía al monte Olimpo a recoger su merecido
premio de trabajador entregado del mes. La velocidad aumentaba conforme
Ernesto se iba enfureciendo más y más. No sentía ya aquel gélido frío que
empañaba de pequeños cristales los elevalunas del vehículo. Un punto blanco
como el brillo de una estrella lejana apareció en la oscuridad. La voz de su
cerebro volvió sibilina. Deberías matarlo. Matarlo bien muerto. Si ese
estúpido desapareciera de la faz de la tierra, nadie le echaría en falta.
Nadie, piénsalo. Y tú, serías libre para que los jefes te vieran de verdad.
—Sí —pensó—. Nadie le echará de menos. Ojalá, ojalá se fuera
al infierno donde pertenece ese asqueroso. Si tuviera…
La palabra “muerto” rebotaba por su cabeza como una pelota
de tenis en un frontón. Si tuviera las agallas para limpiarme ese pedazo de
mierda de la suela del zapato, todo sería más fácil. A la palabra muerto se
le había agregado otra más inquietante aún, “asesinato”. Un muerto que no
hayan no es asesinato. Un muerto que nadie encuentra no es asesinato. Un tipo
que desaparece no es un muerto. Un tipo asqueroso no es un asesinato. Un
mierdas no es asesinato. Un muerto no es un muerto si merece morir…
La retahíla de palabras cada vez rebotaba con mayor fuerza
y velocidad por su cabeza. Empezó a agobiarse al darse cuenta de que era
incapaz de pensar en otra cosa. Muerto, muerte, asesinato, muerte, mierdas,
tipo de mierda, muerto de mierda, muerto, asesitipo de muerto, muertipo de
asesimierdas, matalo, matalo, mataló matalomatalomatalomatalomatalomata…
Se tapó los oídos intentando acallar el coro de palabras
que vociferaban aquella cacofonía infernal dentro de su cabeza y soltó el
volante justo cuando una luz blanca más brillante que el día le envolvió por
completo en el silencio que precede a la explosión.
El camión chocó frontalmente contra el Opel corsa negro
tragándoselo como a un insecto.
Parte III
Cuando despertó, Ernesto tenía la madre de todas las
resacas. Le palpitaban las sienes, la boca le sabía a perros muertos y veía
destellos tras los párpados cerrados. Un lacerante dolor de cabeza se había
instalado entre sus hombros trayendo el martillo taladrador con él. Sentía como
si se hubiera estampado contra un camión. ¡El camión! Repentinamente
recordó y abrió los ojos.
No vio nada. Todo estaba demasiado luminoso para su mareado
organismo. Cerró los ojos con fuerza mientras sentía que le subía una arcada
caliente y las náuseas hicieron acto de presencia. Haciendo un esfuerzo por no
vomitar, decidió seguir unos instantes con los ojos cerrados mientras su cuerpo
se iba haciendo a la luz y a la consciencia. Palpó suavemente a su alrededor,
parecía que estaba aún sentado en el coche. Por alguna razón que no logró dilucidar
el asiento estaba muy húmedo. Ernesto pensó que se había orinado encima sin
darse cuenta. Su propio aliento le daba arcadas, olía a bicho muerto, bajo la
lengua tenía un regusto dulzón a comida pasada. No recordaba haber almorzado ni
bebido. A decir verdad no recordaba nada de nada.
En su mente todo era algodón. Blanco como la cegadora luz
que le aguijoneaba tras los párpados cerrados. Pensó en lo último que
recordaba, pero el esfuerzo sólo consiguió que le estallase de dolor el ojo
derecho por el dolor de cabeza. Inspiró con profundidad para calmarse, pero un
olor a podredumbre le hizo devolver el aire con brusquedad. Pero qué
demonios… se estaba empezando a asustar de verdad.
Una horrible y malsana sensación de peligro se instaló en
la base de su columna. Tenía escalofríos y temblaba de incertidumbre. Debía
abrir los ojos pero le aterraba lo que pudiera encontrar. ¿Y si estaba
herido? ¿Y si estaba atrapado entre los amasijos retorcidos del Opel Corsa
negro mientras en la cabina del camión había un tipo despanzurrado con los
sesos manchando el cristal delantero del coche?— pensó. El corazón de
Ernesto latía desbocado como un corcel asustado en estampida. ¡Abre los ojos
joder! se increpó cruelmente, pero no lo hizo. Había empezado a
hiperventilar y las ganas de vomitar volvieron con saña. Se obligó a eliminar
de su dolorida cabeza los olores y la hiriente luz que le rodeaba y abrir
lentamente los ojos. Todo estaba borroso. Creyó que se había quedado ciego pero
la bruma se fue disipando. Varios rayos de sol incidían sobre el coche haciendo
que todo brillase más de lo esperado. Así que cuando vio toda aquella sangre no
fue capaz de aguantar la nueva arcada que le sobrevino y el contenido de su
estómago se mezcló con la sangre del salpicadero.
No recordaba haber salido del coche ni haberse desmayado
pero se despertó en un suelo de barro y matojos a medio metro de la puerta
abierta del Opel Corsa negro. Se puso en pie lentamente sin dejar de mirar
aterrado aquel vehículo infernal. El coche aparecía cubierto de sangre, ambos
asientos delanteros estaban empapados hasta el punto de que el del conductor
goteaba incesante sobre la alfombrilla llena de vómito y tierra. La chapa del
coche sin embargo estaba perfecta, no había señales de choque y rastro de
ningún camión por mucho que Ernesto rebuscó por los alrededores. Su cuerpo, al
igual que la carrocería del vehículo, estaba intacto. Tenía aún puesto el traje
de chaqueta de la noche anterior pero ahora estaba totalmente arruinado. Aparte
de las salpicaduras de sangre y vómito, presentaba rasgaduras en hombros
rodillas como si él se hubiera enganchado con algo y al tirar la tela, esta
hubiese cedido.
La migraña amenazaba con sumirle en un estado de dolor
desquiciante. Ernesto logró a duras penas sobreponerse. Se acercó al coche,
aunque la sensación de horror era tan vívida que pensó que se moriría allí
mismo. ¿De dónde ha salido la sangre? No llegaba a entender, su cerebro
era incapaz de entender. Tan ofuscado estaba que su cabeza puso el piloto
automático y la parte racional de Ernesto se dejó hacer hundiéndose blandamente
en la semi consciencia.
Miró en derredor y comprobó que estaba en una especie de solar lleno de rastrojos y maleza, perfecto para tapar el coche y que no se viera desde la carretera. No estaba seguro de su ubicación exacta pero no creía encontrarse muy lejos de algún núcleo urbano.
Miró en derredor y comprobó que estaba en una especie de solar lleno de rastrojos y maleza, perfecto para tapar el coche y que no se viera desde la carretera. No estaba seguro de su ubicación exacta pero no creía encontrarse muy lejos de algún núcleo urbano.
Cuando subió el pequeño terraplén por donde el Opel corsa
debía haberse despeñado ya eran las cuatro o las cinco de la tarde. Una luz
anaranjada sucia y plomiza lo teñía todo con un cariz de irrealidad. Se cerró
el traje para que no se viera su camisa manchada por la sangre y comenzó a
andar por el asfalto. Cuando encontró la cabina telefónica, las primeras gotas
de lluvia salpicaron el atardecer de tormenta.
El taxista que le recogió, ya calado hasta los huesos,
charló animadamente sobre lo rápido que había cambiado el clima hasta que se
fijó casi por casualidad en una mancha rojiza que se extendía con celeridad por
la manga de Ernesto, tras lo cual puso ojos de sorpresa y cerró la boca al
momento. Ernesto estaba tan aturdido por los destellos que lanzaban los faros
de los coches con los que se cruzaban que la cabeza le iba a estallar de un
momento a otro. El taxista balbuceó un “¿se encuentra bien?” tan bajo
que casi no lo oyó. Un lacónico sí fue su respuesta, tras lo cual ambos
se sumieron en un silencio incómodo.
Llegaron a la casa de Ernesto cuando ya había anochecido
por completo y la llovizna se hubo transformado en una tormenta tropical con
ventisca y relámpagos incluidos. El taxista recibió su dinero y no vio la hora
de alejarse de aquel tipo tan extraño. Fueron veinte minutos de mutismo en los
que por el rabillo del ojo pudo examinar a aquel hombre. La inquietud crecía a
punto de transformarse en verdadero miedo cuanto más lo miraba. El individuo
que al subirse al taxi le había parecido azorado y cansado estaba maltrecho de
veras, tenía la tez cerosa y grasienta, ojos hundidos y mirada perdida. Se le
vino a la cabeza que parecía un ahogado. Ese pensamiento horrible le
estremeció.
Ernesto entró como una exhalación en su apartamento y cerró
la puerta con llave. En la más completa oscuridad llegó hasta el baño, se quitó
toda la ropa dejándola tirada en el suelo y se metió en la ducha donde estuvo
restregándose con la esponja durante al menos media hora con saña para eliminar
cualquier vestigio de sangre. Aprovechó aquel rato para palpar a fondo su
cuerpo pero no encontró ninguna herida que originase la pérdida masiva de
sangre que manchaba su ropa, el coche y a él mismo. Calculaba que por lo menos
debía haberse derramado dos litros y medio de sangre para encharcar los
asientos que estos gotearan sobre las alfombrillas, amén de la que había en el
salpicadero y en su propia persona.
Estaba aturdido y muy asustado. No recordaba nada aparte de
conducir el coche de vuelta al concesionario. Entonces todo se volvía borroso y
punzante en su mente. Algo de estar muy enfadado, algo de un camión que se le
echaba encima pero nada más. Un gran vacío denso y asfixiante se derramaba por
los resquicios de su mente enfebrecida. ¿Qué había pasado el resto de la
noche? Un enorme agujero negro que se lo tragaba todo.
Todavía a oscuras entró en el salón. Ernesto vivía en un
estudio no demasiado grande. Cama, armario, mesa, sofá y en una esquina una
pequeña cocina y una nevera completaba su exiguo ajuar. La luz de la farola de
enfrente se colaba por las rendijas de la persiana bañándolo todo con una luz
mortecina y parpadeante. Rumbo a echarse en el sofá, se fijó casi por
casualidad que sobre la encimera puesta el fuego apagado había un gran perolo
tapado. El dolor de cabeza se había cronificado en algún lugar por encima de
los párpados y ahí pinchaba con saña sus cansados ojos, provocándole estallidos
de dolor y destellos brillantes que iban y venían. La visión de la olla sobre
la encimera empezó a palpitar como una sorda advertencia en su mente. ¿Qué
puñetas hace eso ahí? —pensó alarmado—. No recordaba haberla puesto antes de irse, ¿para qué
iba a hacerlo? además, llevaba más de 24 horas fuera de casa. ¿Había vuelto
en algún momento de la noche para poner la olla aquella sobre el fuego?
Le aterraba la idea de mirar dentro de la olla. Era una
tontería por supuesto. Tenía ropa manchada de sangre, un coche lleno de la
misma sustancia oculto entre la maleza en un solar a las afueras de la ciudad,
más de 7 horas de absoluto vacío en su cabeza y le preocupaba ¿una olla? Pero
había algo perturbador en la presencia de aquel perolo sobre la encimera, algo
tan fuera de lugar que hacía que mirar hacia la cocina le provocaba mareos y
taquicardia. Ernesto observaba la olla con repugnancia, como una cucaracha que
encuentras en mitad de la cocina y no te da asco matar pero no quieres que se
escape. Se acercó a la cocina con el corazón latiéndole desbocado en la
garganta. Levantó la tapa con cuidado y miró el interior.
Un aullido rasgó la oscuridad. Ernesto trastabilló y cayó
hacia atrás mientras la olla caía con él esparciendo su contenido en el suelo.
La puerta de su apartamento se rompió en un millar de astillas cuando los
antidisturbios entraron en tropel a través del marco destrozado y le apuntaron
con sus armas semi automáticas, gritándole que no se moviera ni hiciera ninguna
tontería. Uno de ellos encendió la luz y todos vieron horrorizados que en el
suelo en medio de un charco de agua había una cabeza cercenada. La policía
detuvo a un Ernesto catatónico que no dijo ni una palabra ni se opuso a ser
esposado.
« Nota de Prensa “El caso
del caníbal español” 18 de Marzo de 1998 ».
La policía de investigación requisó cuatro tuppers llenos
de sangre y vísceras, parte de un brazo y una pierna metidas en el congelador y
tres cubos llenos de restos humanos y huesos troceados que habían sido ocultos
dentro del armario entre la ropa. Se encontró a tres kilómetros de la ciudad,
un Opel Corsa negro totalmente empapado en sangre y restos tanto de la víctima
como huellas y restos orgánicos del presunto asesino.
La víctima identificada como Alberto Ramírez, fue hallada
descuartizada en el piso del asesino que después de matarle, le cortó la cabeza
y la puso a hervir dentro de una olla. Se encontraron un montón de vísceras en
botes pero el corazón y parte del cerebro nunca fueron halladas. La policía
sospecha que el presunto asesino pudo haberlas ingerido en un intento de acabar
con las pruebas. El juicio ha comenzado empañado por la querella interpuesta,
por los abogados de la empresa para la que trabajaban asesino y víctima, contra
el periódico local por difamación. Dicho periódico publicó que el asesino fue
inducido a acabar con su víctima debido a que ambos estaban en periodo de
prueba de tres meses para el mismo puesto dentro de la empresa.
« Nota de prensa 22 de
Diciembre de 2001, encontrada en la celda del recluso número 34 parcialmente
masticada ».
... y lo más delirante llegó cuando el asesino dijo que el
Opel Corsa donde supuestamente había acabado con la víctima a martillazos le
había obligado a matarlo. El coche maldito me ordenó que lo matara, eso dijo
sin pestañear. Aquel coche negro tenía un alma negra, estaba poseído por el
diablo. ¿Te imaginas? Al final el abogado de oficio le consiguió enajenación
mental por estrés y le metieron en un psiquiátrico de máxima seguridad. Veinte
años le cayeron y aquí sigue en el manicomio de Castle Rock. Metido en una celda
acolchada, riendo y gritando incoherencias. Claro que sí. Después de todo está
más loco que una mochila de grillos. No encontraron nada malo con el coche por
supuesto. No. Ni un solo rasguño en su carrocería negra y suave, no señor, ni
uno solo. Toda aquella historia hilarante que contó el asesino sobre un camión
fantasma, o voces que susurran odio puro al oído, o un flamante coche de
carrocería negra, asientos de terciopelo y aviesas intenciones, eran solo eso,
palabrería de un asesino demente.
Y qué si de vez en cuando un tipo se vuelve loco y mata a
toda su familia tapando el tubo de escape de un coche alquilado o si se matan
tres adolescentes en una carrera ilegal con un coche que no era suyo, o si un
niño muere atropellado por un tipo que se suicida lanzándose al vacío con su
coche negro.
Todo eso no son más que desvaríos de un perturbado.
Fin de la nota de prensa.
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