Charlotte miraba a su alrededor asqueada. Su madre había
reunido a todas las más altas personalidades de la ciudad y les había invitado
a su casa esa noche para presentar en sociedad a su hermana pequeña Josephine.
Pero lo que planeaba en realidad la señora Pemberley era buscar un apuesto
joven para ella. Charlotte ya tenía casi dieciséis años y que siguiera soltera
era toda una deshonra para la familia. Su padre había fallecido hacía ya cinco
años y sólo habían tenido dos hijas. Y su madre intentaba por todos los medios
que se casara con un hombre de su condición, pero a Charlotte no le gusta
ninguno de los pretendientes que le había presentado; o eran demasiado mayores
o demasiado aburridos. Charlotte quería un joven con buenos modales, apuesto e
inteligente.
Se levantó y se colocó bien la falda del vestido color
marfil que su señora madre había elegido para la ocasión. El corsé no la dejaba
respirar bien, pero ya estaba acostumbrada a su incomodidad. Josephine llevaba
un vestido azul cielo con pedrería que la hacía resaltar sobre todos los
asistentes, que por lo general llevaban prendas en tonos ocres. Su madre se
había decantado por un voluminoso vestido negro con polisón en la parte
trasera.
Se acercó a Josephine por detrás y le hizo cosquillas.
—Mi querida hermanita, que mayor te has hecho ya —dijo
sonriendo—. Padre estaría orgulloso de ti.
A pesar de tener sólo doce años, Josephine parecía más una
dama que una niña de su edad.
—Al igual que de ti. —Josephine abrazó a Charlotte.
—Sabes que a madre no le gusta que hagas eso en público.
—Charlotte le devolvió el abrazo—. Menos mal que no estaba mirando.
Las dos rieron. Charlotte buscó a su madre por el gran salón
de su casa y la vio charlando con un duque francés. Seguro que intentaba que su
hijo la cortejara.
—Creo que madre vuelve a hacer tratos para mandarme a
Francia. Me quiere lejos de su adorada hijita. —La cogió de la mano, como hacía
cuando eran pequeñas—. Puede que mandarme a la otra punta de Inglaterra sea
demasiado cerca para ella.
Josephine rió con ganas, lo que hizo que varias personas la
miraran. Charlotte le apretó la mano para que callara.
—¿Has escuchado lo que ha ocurrido en la ciudad? —dijo
Josephine de repente—. Lorraine me ha
contado que han aparecido dos cadáveres en el Támesis. —Charlotte la miró
escandalizada—. Dice que eran dos mujeres y que estaban descuartizadas,
cortadas a trozos y esparcidas por todo el río.
Josephine hizo un gritito al acabar la frase; Charlotte le
acarició la mano.
—Querida, eso no debe alterarte. —La miró a los ojos y
apartó un mechón de cabello castaño de su rostro—. Además, ¿de donde has sacado
tú ese lenguaje? Ah, ya se, de Lorraine.
Lorraine era la hija de la cocinera que trabajaba en su casa
desde que ella tenía memoria. Era dos años más mayor que Charlotte, y les tenía
mucho cariño a las dos; pero a veces le llenaba la cabeza a Josephine de cosas
absurdas que ocurrían en pleno centro de Londres.
—Sí, y es cierto. También lo leí en el periódico de madre.
Eso si que la sorprendió. Josephine solía leer libros de
princesas y caballeros, y Charlotte no sabía que ya se interesaba por las cosas
que pasaban en el mundo. «Se está haciendo mayor», pensó Charlotte con dulzura.
—Puede que sea cierto, pero no debes preocuparte. Aquí
estamos a salvo. Vivimos en las afueras de la ciudad y nunca estamos solas.
Josephine ladeó la cabeza procesando la información y
asintió.
Frances y Rowena, dos de las amigas de Josephine, se
acercaron a ellas.
—Disculpadme, por favor —dijo escuetamente Charlotte y se
alejó de su hermana y sus amigas.
No es que le cayeran mal, si no que no soportaba la cháchara
insulsa.
Charlotte fue a un rincón de la sala y observó el lugar. El
olor de la comida aún impregnaba la estancia a pesar de que ya hacía una hora
que habían cenado. El ambiente era cálido gracias a las dos chimeneas de carbón
que habían a cada lado del salón. Charlotte suspiró mientras sus ojos verdes se
posaban en todos los jóvenes del lugar. Su
madre revoloteaba por la sala hablando con cordialidad con sus
invitados. Puede que la señora Pemberley fuera severa con sus hijas pero era
innegable de que era una excelente anfitriona.
También prestó atención a las conversaciones; la mayoría
giraban en torno a los últimos cotilleos, pero algunas personas hablaban de los
asesinatos que Josephine le había dicho minutos antes.
—Dicen que los cadáveres estaban completamente desfigurados
—dijo una mujer oronda sin dejar de mover su abanico de encaje—. Oh, es
espantoso. —Empezó a abanicarse con más fuerza.
—Leí en el periódico que los cuerpos estaban medio devorados
—comentaba un empresario con un gran bigote gris.
—La hija del señor Wilson me dijo que las dos mujeres
estaban destrozadas, que incluso los peces no tenían nada que comer en esos
cuerpos. Sólo quedaban sus huesos… —aseguraba uno de los invitados consternado.
«Lo que está claro es que están muertas, por lo demás, no
tienen ni idea de lo que les pasó», pensó Charlotte con preocupación. «A
nosotras no nos puede ocurrir nada, esas cosas sólo suceden en la ciudad».
Miró de nuevo a los invitados de su madre y vio a un apuesto
joven que jugueteaba con una copa de vino. Tenía el pelo rubio muy claro
cortado pulcramente y sus ojos eran dos océanos azules. Llevaba un elegante
traje negro y una camisa blanca con el cuello subido hasta las mejillas; una
pequeña corbata roja le daba el toque de color a su perfecto atuendo. No le
conocía, y nada más verle, no pudo apartar sus ojos de él.
—¿Estás en las nubes, chiquilla? —Su madre la sobresaltó con
su voz chillona.
—Hola, madre. —Hizo una pequeña reverencia—. Sólo observaba.
¿Quién es ese joven de allí? —Señaló con la cabeza hacia el chico misterioso.
—Ah, es Harland Merryweather. Él y su familia se han mudado
hace poco a la ciudad. Su abuelo era un lord —dijo con satisfacción remarcando
esa última palabra.
—Ha estado hablando con su padre, ¿verdad madre? —A
Charlotte no le hacía falta esperar la respuesta, sabía que así era.
—Claro, he charlado con todos mis invitados. El señor
Merryweather es un hombre muy cortés. Tiene tres hijos, Harland es el mayor de
todos. Y está soltero.
Por una vez, a Charlotte no le incomodó que su madre
intentara emparejarla con aquél joven.
—Ven conmigo —dijo su madre agarrándola de la mano—.
Deberías conocerle.
Charlotte no opuso resistencia; le daba vergüenza acercarse
a él, y con la ayuda de su madre lo iba a conseguir. Harland estaba con su
padre y con dos chicos más jóvenes que seguramente fueran sus hermanos.
—Señor Merryweather, quería presentarle a mi hija mayor,
Charlotte —anunció su madre con su mejor sonrisa.
—Es un placer señorita. —Le besó la mano con cortesía—. Es
evidente que ha heredado su belleza.
Charlotte y su madre tenían el cabello castaño rojizo, a
diferencia de Josephine, que lo tenía castaño como su difunto padre. La
diferencia más notable la tenían en los ojos; tanto ella y su hermana tenían
los ojos verdes de su abuela paterna.
—Es usted todo un galán —contestó la señora Pemberley con su
mejor sonrisa—. Creo que nuestros hijos deberían… conocerse, ¿usted que opina?
Charlotte podría enseñarle nuestro hogar a Harland.
—Estoy de acuerdo con usted. —Miró a su hijo—. Harland,
acompaña a la señorita Pemberley.
Harland la miró y Charlotte se sonrojó. «¿Qué me ocurre? Me
sonrojo como una simple colegiala».
—Será todo un honor. —Harland le tendió la mano con
caballerosidad.
—Acompañadme por favor. —Cogió la mano del joven y un
escalofrío le recorrió toda la espalda. El cálido tacto de su mano la hizo
estremecer y Charlotte notó un nudo en su estómago.
—Si le pa…parece bien, podría enseñaros nuestro jardín, es
el orgullo de mi señora madre —balbuceó Charlotte, nerviosa.
—Claro, me encantaría salir y ver las estrellas con usted.
Fueron los dos juntos hacia el jardín trasero de la casa; su
madre le sonreía en la distancia mientras hablaba con el señor Merryweather. Su
hermana, al verla con Harland, le guiñó un ojo con complicidad.
Al salir al gran jardín el aire fresco de la noche le azotó
el rostro con delicadeza. El cielo estaba totalmente despejado y miles de luces
blancas les miraban. La luna era una enorme esfera que iluminaba la oscuridad.
Le llegó el aroma de las rosas y la hierba recién cortada.
—Es un lugar hermoso —dijo Harland con voz melosa—. Como
usted.
—Sois muy gentil. —Charlotte miró hacia al suelo, nerviosa.
—No esperaba encontrarme a alguien interesante en esta
fiesta. Mi señor padre siempre quiere ir para ver si encuentro una buena
esposa. Quién me iba a decir que al mudarnos a Londres su deseo se iba a hacer
realidad. —sonrió. Charlotte nunca había visto nada tan hermoso.
—Yo… —empezó a decir Charlotte, pero Harland le puso uno de
sus dedos en los labios.
—No diga nada más. Sólo asienta si está de acuerdo, ¿lo ha
entendido señorita Pemberley? —Charlotte asintió con los ojos abiertos como
platos. «¿Por qué dejo que haga lo que quiera? ¿Por qué no me aparto y le
abofeteo por su descaro?» —. Bien, he esperado mucho tiempo para encontrar a
alguien como usted. Y no quiero dejarla escapar. Mañana por la noche, espéreme
aquí mientras hablo con su señora madre de nuestro compromiso. ¿Está conforme?
Charlotte asintió. Un joven de familia noble, inteligente,
apuesto, encantador… era osado, pero tenía algo que hizo que fuera toda suya
desde que lo vio.
—Excelente entonces. —Harland apartó lentamente el dedo de
sus labios y sonrió con picardía—. Mañana por la noche, a las diez, salga al
jardín. Yo diría que sobre las once ya podrá pasar a ver la… reacción de su
familia. Y sellaremos nuestro compromiso con un beso.
Charlotte tenía las mejillas encendidas. Siguió con la mirada
a Harland mientras se alejaba de ella y entraba de nuevo en la casa. El resto
de la fiesta fue un sin fin de miradas de curiosidad de su madre y hermana. No
podía dejare de sonreír bobaliconamente en toda la noche, y cuando se marcharon
todos los invitados, su madre le hizo un interrogatorio.
—¡Dios es misericordioso y te ha encontrado un marido! —Su
madre estaba eufórica; nunca la había visto tan feliz.
—Felicidades hermana, parece un buen partido. —Josephine la
abrazó con alegría.
—Mañana a las diez vendrá a hablar con usted madre, espero
que todo vaya a la perfección —dijo Charlotte con entusiasmo.
—Sí, sí. Todo irá perfecto, querida. —Su madre se marchó a
sus aposentos con una enorme sonrisa en los labios.
Charlotte no pudo dormir en toda la noche. Estaba muy
nerviosa, Harland era un joven encantador y estaba encantada de que se hubiera
fijado en ella. Todo iba demasiado rápido, pero eso no le importaba. Desde que
lo había visto sólo podía pensar en él; su corazón le pertenecía.
El día transcurrió con normalidad. Se levantó temprano y fue
a desayunar a la cocina. Tomó unas tostadas recién horneadas con mermelada de
fresa y miel, huevos pasados por agua, pastel de carne, leche fresca y una
manzana. Lorraine le preguntó por el misterioso joven de la noche anterior.
«Josephine no ha tardado nada en contárselo», pensó y le relató todo lo
acontecido la noche anterior.
Después fue a la biblioteca a leer, hizo calceta con su
hermana, comieron crema de verduras y cerdo asado; a las cuatro en punto
tomaron el té diario con su señora madre, acompañado de galletas variadas y
sándwiches de pepinillo.
Cuando el cielo se oscureció, Charlotte estaba a punto de
darle un ataque de nervios. Decidió seguir leyendo en el salón al lado del
confortable calor de la chimenea. No cenó, no podía comer nada más, y esperó
con paciencia a que se hiciera la hora. Aquella noche era la que el servicio
tenía fiesta, por lo que habían preparado aperitivos fríos antes de marcharse a
sus casas. Dejó el libro y cogió un reloj de bolsillo que descansaba en una de
las mesas de la sala, una delicada obra de arte de plata y oro que antaño había
pertenecido al señor Pemberley y empezó a juguetear con él, nerviosa. En cuanto
el enorme reloj de madera anunció las diez de la noche salió a toda prisa al
jardín.
Se sentó en uno de los bancos blancos que su madre había
mandado hacer a un ebanista cuando aún vivía su padre y esperó, ésta vez con
impaciencia, el momento en el que volvería a entrar en su hogar.
Miró hacia el cielo, la noche era hermosa y el aire, fresco.
En sus pensamientos veía la alegría en el rostro de su madre, por una vez
estaría orgullosa de ella; su hermana, la abrazaría y llorarían juntas de la
emoción. Charlotte miraba de vez en cuando el reloj de su padre hasta que las
manecillas marcaron las once. Se levantó del banco con torpeza, suspiró y entró
al salón intentando aparentar tranquilidad con el reloj de su padre entre sus
manos para que le diera suerte.
Pero al entrar el reloj cayó al suelo y se hizo añicos ante
el dantesco espectáculo. Todo estaba lleno de sangre, tanto el sillón lavanda
de su madre como el sofá color crema donde se sentaba siempre con Josephine. El
reguero llegaba hasta el comedor y Charlotte, dubitativa, decidió seguirlo
aterrada.
Al entrar en él, la mesa estaba puesta. Lo primero que vio
Charlotte fue una gran bandeja de plata con los restos de su madre sobre ella.
Estaba partida en pedazos pequeños, desnuda. Su cabeza estaba colocada en un
lugar de honor en la mesa; sobre un plato en el sitio donde su madre siempre se
sentaba. Las copas estaban a rebosar de un líquido rojo espeso que no era vino.
Los comensales eran la familia Merryweather. El patriarca estaba a la derecha
de la cabeza de su madre devorando un trozo de brazo demasiado pequeño para ser
de la señora Pemberley; sus dos hijos menores se encontraban en frente de él, y
no había rastro de Harland. Charlotte miró a la mesa contigua, en la que el
servicio ponía los platos que no cabían en la mesa principal. Allí estaba el
cuerpo de su hermana pequeña, también desnuda, y con una incisión desde el
esternón hasta la ingle que dejaba todo su interior al descubierto. Movió la
cabeza levemente y Charlotte pudo comprobar que seguía aún con vida.
—¡Por dios! —Charlotte emitió un gemido de horror. Y
mientras sus ojos se llenaban de lágrimas se llevó las manos a la boca.
—Querida, has llegado. —Harland salió de entre las sombras y
se puso a su lado—. Y puntual, así me gusta.
—¿Pero qué...? ¡¿Por qué?! ¡¿Qué sois?! —dijo Charlotte
aterrorizada.
Harland hizo una fuerte carcajada dejando ver unos dientes
manchados de sangre. Charlotte recordó la sonrisa que la había enamorado la
noche anterior; no se parecía en nada a esa expresión cruel que tenía ahora en
su rostro. «Pero no puede ser…
¿Cómo alguien tan galante, tan… normal, se había convertido
en ese ser monstruoso?». Estaba cada vez más asustada y confusa.
Harland se puso delante de ella e hizo una reverencia.
—Querida, el qué ya lo está viendo. Teníamos hambre y
debemos alimentarnos. El porqué, bueno, estábamos ya cansados de comer siempre
cosas de poca calidad en las zonas más humildes de la ciudad. Intentamos probar
suerte y vuestra familia era perfecta. Nos encanta el sabor de la carne
femenina en nuestro paladar. Y de clase alta nada más y nada menos. Y sobre qué
somos… buenos, nos han llamado de muchas formas. Monstruos, asesinos…
Caníbales, esa es la más correcta. Venimos de una larga estirpe de antropófagos
que lleva siglos vagando por el mundo, alimentándose de carne humana. Pocas
veces tenemos la suerte de toparnos con un festín tan… suculento. —Sonrió y se
acercó a Charlotte. Estaba temblando— Por cierto, te debo un beso.
La cogió fuertemente de los brazos y la besó con fuerza.
Empezó a sentir un fuerte dolor en sus labios y mientras Harland se apartaba de
ella le iba desgarrando la boca y la lengua. Masticó con ganas el trozo de
carne que le había arrancado mientras su padre y sus hermanos reían. Charlotte
se llevó las manos a la boca y notó cómo un líquido caliente le recorría los
dedos.
Se estaba ahogando por culpa de la saliva y la gran cantidad
de sangre que estaba perdiendo. Cayó al suelo de rodillas, mareada por el
dolor.
—Que suerte que hayas venido justo en éste preciso instante.
—Vio los zapatos de Harland cerca de ella; levantó la cabeza y empezó a llorar
con más fuerza; llevaba dos grandes cuchillos en sus manos—. Tú querida… tú
eres el postre.
Charlotte intentó gritar con todas sus fuerzas, pero no pudo
al faltarle la lengua. En cuanto Harland empezó a cortarla en pedazos, se
desmayó envuelta en un gran charco escarlata.
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