sábado, 6 de octubre de 2018

La Fiebre del Oro, por David P. Yuste

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            EL MAL SE OCULTA EN LOS PEQUEÑOS DETALLES.
            Por mucho que grito y me desgañito, esos malditos hacen como los que no me oyen. Pero oh, yo sí que los escucho detrás de la puerta. Puedo notar las vibraciones que producen sus estridentes risas en el aire mientras que se mofan mí. Pobres ilusos, se piensan que no me entero de nada. Si supieran lo que podría hacer con ellos y con sus patéticas y frágiles carcasas… Lástima que mi querida Betsie no esté conmigo aquí ahora. Se iban a enterar esos malnacidos.
            Y vosotros que estáis ahí sentados, apoltronados muy probablemente en el calor de vuestros hogares, estaréis pensando: Ahí va otro lunático que estrena suite en el Castle Rock Asylum. Pero no estoy loco. De verdad que no. Sí, ya sé. Bla bla bla, eso es lo mismo que dicen todos los que acaban en esta fortaleza confeccionada a golpe de acero y hormigón. Si al menos me dierais el honor de la duda y tratarais de comprender por todo lo que he pasado y lo que aconteció en las profundidades de aquella mina, estoy seguro de que dudaríais de ese veredicto que emitís con tanta ligereza.
            ¿Sí? ¿De verdad? ¡Oh! No sabéis cuanto os agradezco esta oportunidad. No pongáis esa cara, que no muerdo. Sólo sonrío de felicidad, genuina y auténtica alegría. Creedme, jamás os haría daño. Vais a convertiros en mis confidentes, y posiblemente en la única llave que me permita salir de aquí.
           
            LA TONADA DEL REO INJUSTAMENTE VILIPENDIADO.
            Todo comenzó hace un mes, justo en la base de aquellas altas y afiladas montañas. Al igual que una dentadura grotesca y desordenada, protegen la cara más septentrional de Castle Rock, a la vez que aprovechan de paso, y de forma traviesa para arañar y desgarrar siempre que pueden, las nubes que osan acercarse demasiado a su cima.
¿Qué no sabéis de que os hablo? ¡Vamos! No me lo estoy inventando. Castle Rock existe. Si no como pensáis que iba a estar aquí encerrado. Si cogéis alguna ruta de carretera de esas que a veces escribe ese afamado escritor… ¿Cómo se llama? Stephen King creo recordar, veréis que no tiene pérdida. El camino es todo recto, y se llega enseguida. Aquí, en mi población natal ocurren cosas mucho más emocionantes de las que seguro un buen número de vosotros, acomodados en vuestras aburridas vidas, os atreveríais a soñar jamás. Buscad una de esas guías de las que os hablo si no me creéis. Seguro que no os dejarán indiferentes. Nunca lo hacen.
            Pero no nos desviemos del tema. Como os decía. Mi nombre es Michael Bigg, como el adjetivo, pero con dos G. Creo que eso lo he leído en algún lugar antes. Bueno, es igual. El día del hundimiento de la entrada que conduce a las entrañas de Misery´s Groove, nos encontrábamos trabajando en su interior una veintena de empleados de la Compañía Torrance. Tan solo unos cuantos éramos perros viejos en aquella sacrificada profesión. El resto, un puñado de inexpertos novatos. Esos desgraciados llegaban a montones todos los años desesperados por aferrarse a un trabajo mal pagado, largas jornadas en las que nos veíamos constantemente rodeados de mugre y por desgracia, en condiciones igual de precarias que en cualquier otra mina con la que puedas toparte en el rincón más apartado del mundo civilizado. Durante el corrimiento de tierra que provocó el incidente, siete de esos principiantes quedaron sepultados entre los escombros dentro del mismo ascensor que los conducía por la garganta de aquella condenada mina. No tuvieron la menor oportunidad. Los que quedamos con vida conformábamos un bonito número de supervivientes. Trece si habéis hecho bien las cuentas. ¡También es mala suerte! Quizás el destino nos estaba preparando para lo que acontecería durante los días venideros. Misery´s Groove había sido un emplazamiento minero durante los años dorados –nunca mejor dicho– de la Fiebre del Oro. Aquellos sí que eran buenos tiempos para la minería. Durante un par de décadas, sacaron de sus tripas el valioso mineral a espuertas. Muchos se hicieron ricos en tan solo unos cuantos meses y se fueron a tierras más prósperas. Otros tantos en cambio, enloquecieron o perecieron en su desesperada búsqueda de su particular El Dorado. No fueron pocos los que aventurándose en las oquedades más profundas de aquellos túneles sellaron sus propias tumbas. Tras expoliar las profundidades de las montañas, y dado fin al filón que allí encontraron, aquellas minas fueron clausuradas como tantas otras por todo el Estado.
            Aquí es donde entra en acción la Compañía Minera Torrance. Muchos años después de que esa fiebre no fuese más que los vestigios de un catarro mal curado, su dueño y accionista mayoritario, decidió que era una oportunidad única aprovechar todas esas minas para extraer aquellos minerales antaño desechados, y que ahora demandaban la industria de este nuevo y floreciente siglo veintiuno. Jack Torrance había sido un escritor suertudo donde los hubiera. Con un único bestseller, escrito durante un largo y crudo invierno en el que trabajó como vigilante en un viejo hotel apartado de toda civilización, sacó dinero suficiente para montar su propia compañía. Jodidos nuevos ricos.
            Gracias al bueno de Torrance, nos veíamos atrapados como él en su particular infierno de manera irremediable. Los primeros días fueron los más duros. Ninguno de nosotros nos hubiéramos imaginado ni en un millón de años aquel desastre. Nos vimos incomunicados del mundo exterior sin apenas un triste bocado que llevarnos a la boca. Milagrosamente, y por increíble que pueda parecer, el suministro eléctrico al igual que un pequeño circuito de tuberías de donde sacábamos el agua necesaria para nuestro trabajo, seguían en funcionamiento. Pero no todas iban a ser buenas noticias, dadas las circunstancias. De hecho y para más Inri, el único teléfono operativo se había perdido irremediablemente junto al montacargas y yacía sepultado bajo una tonelada de sedimentos. Os podéis imaginar el grado de desesperación al que llegaron muchos hombres. Enterrados a cientos de metros del exterior y sin tener ni tan siquiera la certeza de que alguien hubiera empezado con las tareas de rescate. Yo mientras tanto, prefería mantenerme al margen de todo aquel despropósito que empezaba a formarse a nuestro alrededor. Los chicos nunca me habían mirado con buenos ojos. Algunos de ellos incluso me evitaban durante las largas jornadas que pasábamos trabajando, en teoría, mano a mano, codo con codo. Nunca entendí del todo ese comportamiento. Esa era la paga extra que recibía a diario. Aunque si os tengo que decir la verdad, tampoco es que importara demasiado. Puede que el motivo fuera porque en un par de ocasiones me encontraran hablando solo. Creedme si os digo que es algo relativamente normal, cuando uno pasa tanto tiempo en la más absoluta soledad. O tal vez por aquella vez en que noqueé de un golpe a aquel muchacho imberbe, primo por parte de madre de Herney. Puede que el chaval no se lo mereciera después de todo. Pero tenía que enseñarle que las herramientas de un hombre en este oficio son como el coche o incluso como la mujer de uno: ni se toca, y mucho menos se presta. Sin embargo, al parecer aquel pelirrojo de tíos abuelos irlandeses no conocía las normas, y tuvo la ocurrencia de llevarse mi pico sin tan siquiera consultármelo. Después de eso, el capataz me mantenía ocupado en tareas en las cuales no fuera necesaria una cuadrilla de trabajadores. Tanto que mejor para mí.
            Y después de todo lo ocurrido, allí nos encontrábamos. Aquel grupo de doce hombres y yo. Una combinación perfecta de rechazo y desesperanza.
            Al tercer día, un grupo de hombres capitaneados por el tarado de Herney discutían acaloradamente sobre qué hacer al respecto. Aquí hago un pequeño inciso ya que seguro que os estaréis preguntando, ¿cómo se las apañaba el bueno de Mickey para medir el tiempo allí abajo? Muy sencillo. Porque aunque estaba prohibido por las normas de la empresa, yo siempre llevaba escondido el reloj de bolsillo que mi padre me dejó como único legado cuando falleció de una cirrosis galopante. Como buen escritor, el señor Torrance era de la opinión que el tiempo era una distracción para cualquier tipo de labor, fuera o no ociosa. Era mejor que una sirena ubicada junto al elevador –que ahora también yacía hecha pedazos– nos marcara los descansos, las comidas, así como el momento de picar la entrada y salida de nuestra jornada. Por supuesto, esta información me la reservé para mí desde el momento que nos vimos atrapados. No pensaba compartir mi herencia con ninguno de aquellos borregos. Cosa de la que me alegré más tarde. Chico listo, Mickey. Chico listo.
            Sin que se dieran cuenta, me escabullí hasta un rincón para escuchar más de cerca su conversación.
            –Yo creo que ha llegado el momento de que hagamos algo por nosotros mismos. Debemos de llevar días, puede que semanas aquí encerrados– esa afirmación hizo que me entrara la risa floja, aunque procuré que nadie se diera cuenta. Por el momento era preferible evitar más líos–. Ni siquiera sabemos tienen un plan de rescate. Varios de nuestros compañeros han muerto. Y si no hacemos algo, pronto seremos muchos más.
            Herney Wilkes era quien había decidido llevar la voz cantante de su grupo de acérrimos seguidores. Por sus gestos, pude ver que al menos la mitad de los chicos aprobaban la frenética verborrea en la que se habían convertido sus palabras.
            –¿Qué sugieres, Herney? ¿Qué hagamos un túnel tan sólo con picos y palas como lo hacían nuestros abuelos? Recuerda que la maquinaria pesada ha desaparecido junto al montacargas– intervino Charlie Barlow, posiblemente uno de los más veteranos de la plantilla, además del enlace sindical dentro de la mina.
            –¿Y qué cojones propones tú? ¿Qué nos quedemos aquí de brazos cruzados esperando una ayuda que no sabemos si llegará? Y mientras tanto, vamos viendo como nos debilitamos hasta que no seamos capaces de levantar ni un pequeño martillo.
            –Yo tampoco he dicho eso. Pero tal vez sea mejor reservar nuestras fuerzas para más adelante. Esa es mi opinión– respondió de nuevo Barlow con cara de pocos amigos, a la vez que se mesaba un bigote largo y blanco que le tapaba prácticamente todo el labio superior.
            –¿Qué opinas tú, Michael?
La pregunta me cogió por sorpresa. ¡Diantres! De repente sentí como todas las miradas se abalanzaban sobre mí como un puñado de polillas contra las llamas de una hoguera. El responsable de aquellas palabras fue un chico menudo y sudoroso llamado Randall. Al parecer era el único que me tenía en cuenta dentro de aquel grupo. Hacía muy poco que se había incorporado a la plantilla y yo fui el encargado de aleccionarle en su primer día sobre las normas de seguridad allí abajo.
–¿De verdad habéis pensado tener en cuenta la opinión de ese cretino?– bramó hecho una furia aquel mastodonte sin cuello que era Herney.
Preferí dejarlo correr. Ya le había herido en su orgullo una vez. Incliné la balanza hacia el lado que me decía que no entrara con él en nuevas polémicas. Me limité a agachar la cabeza y a sacar un cigarrillo de mi pechera. Aun en esa postura, pude sentir la mirada de decepción que me dedicó Randall al descubrir mi traición. Debió de pensar sin duda que era un cobarde.
–Eso pensaba– continuó satisfecho más para sí que para nadie en concreto–. Bien, creo que ha llegado el momento de someterlo a votación.
Al parecer fue en lo único que se pusieron de acuerdo. Dicha votación se hizo a mano alzada. Sin remilgos, sin secretos. Siete votos a favor, cinco en contra y una abstención. La mía. Me limité a observar con desdén como avanzaban los acontecimientos. Sabía por lo ocurrido tan solo un momento atrás que mi opinión estaba bien lejos de ser tenida en cuenta.
Se decidieron finalmente por hacer turnos y comenzar a excavar en la roca lo antes posible. Esas rotaciones, pudiesen gustarme más o menos nos incluían a todos. La democracia había hablado. El trabajo se planificó minuciosamente, tratando de dejar los menos cabos sueltos posibles. Aunque bien era cierto que la salida estaba hacia arriba, existían algunos túneles que no se habían tocado desde que fueron sellados hacía más de un siglo. Y un par de ellos posiblemente llevaran al exterior por la cara más baja de aquella muralla de piedra que eran las montañas. O eso era en lo que confiaban aquel atajo de cortos de mente. Se resolvió que comenzaríamos por aquellas galerías para ver a donde nos conducían. El tajo se llevaría en turnos de tres horas para intentar frenar dentro de lo posible la extenuación a la que sin duda nuestros cuerpos llegarían tarde o temprano ante la falta de alimentos. Los grupos de trabajo se formaron por cuadrillas de dos personas, salvo yo por supuesto, que me quedaba sólo en aquel asunto. De nuevo la cuestión del tiempo. Ese recurso tan valioso y del que carecían. ¿Cómo harían para guiarse y saber así cuándo habían cumplido con su pactada jornada? Sencillamente no lo sabían. Eso era lo más divertido de todo. Así que debían de fiarse de su reloj interno, lo cual resultaba del todo absurdo. Por lo general, terminaban tan enfrascados en lo que hacían que normalmente solían dedicar mucho más tiempo del acordado tras la reunión. Por suerte, como dije antes, yo mantenía escondido mi pequeño y dorado regalo con manillas de latón. El resto podían buscarse la vida como mejor les viniera en gana.
Así pasaron otros cuatro días. Eso contaba un total de siete desde el encierro obligatorio al que nos sometía la montaña. Seguíamos sin saber si alguien estaba allá arriba intentando sacarnos de nuestro cautiverio, pero desde luego si era así, lo estaban haciendo de una forma tan discreta y delicada que no había forma de averiguarlo. Algunos hombres comenzaban a sentir la fatiga del trabajo y se notaba que la impaciencia comenzaba a hacer mella en sus esperanzas. Muchos de ellos de hecho, se pasaban la mayor parte del tiempo tumbados en un rincón, esperando tan sólo a que llegara de nuevo su turno.
Fue precisamente ese día, cuando apenas quedaba una hora para acabar mi jornada de trabajos forzados, cuando sucedió lo inesperado. Habíamos avanzado bastante en el desescombro y ampliación del túnel número uno. He de decir que los chicos se lo habían tomado muy en serio. ¡Como para no hacerlo! Lentamente, y sin que nos diéramos cuenta, el trabajo nos había conducido en un suave descenso que se pronunciaba cada vez más a medida que continuábamos con la excavación. En ese momento me encontraba extrayendo unas gruesas rocas que se habían desprendido tras estar picando y cavando de forma mecánica, más que por pura convicción. El caso es que una vez retirados aquellos pedruscos de cantos peligrosamente vivos, me topé con una superficie que me era totalmente nueva y desconocida hasta el momento. La luz que portaba mi casco era insuficiente para adivinar qué tipo de material podía formar aquel espacio que parecía sorprendentemente liso. Pasé mi mano un momento sobre su superficie. Mi primera reacción fue apartarla al instante. Por increíble que pudiera parecer, estaba extrañamente caliente. Esperanzado lo siguiente que pensé es que había dado con una fina capa de sedimentos que sin duda estaban en contacto con el sol de la mañana al otro lado, y eso hacía que se calentara de aquella forma tan peculiar. Miré mi reloj para cerciorarme. Las dos y diez de la tarde. Sin duda había alcanzado la salida. Me sorprendió una extraña sensación de tristeza y añoranza. Como a aquel que está a punto de abandonar un sitio querido. ¡Que locura! Lo siguiente que se me ocurrió es que, muy a mi pesar, había llegado el momento de avisar al resto. Así que me dispuse a correr hacía el pasillo central que conducía a la sala en la que nos habíamos instalado temporalmente.
Algo hizo que me detuviera de golpe. ¿Era posible aquello? No, sin duda me lo había imaginado.
Me dispuse a retomar el ascenso. Pero de nuevo lo oí, ahora con total claridad. Por un instante, no supe que hacer. Mis piernas se clavaron al suelo como dos estacas golpeadas con fuerza contra el mineral que había bajo mis pies. Una vez más algo me llamaba. Pero la voz sonaba extraña como dentro de mi cabeza. Lentamente, y con el miedo galopando en mi pecho me giré hacia el final del túnel. Un pavor y una extraña paz formaron un almizcle que embargaron mis sentidos. Fue una sensación rara que no sabría muy bien cómo interpretar. La pared que cubría aquel extraño muro pulido casi hasta la perfección había desaparecido. En su lugar se veía la entrada de lo que parecía una gruta. Una luz espectral salía de su interior invitándome a acompañarla.
–¡Ven a mí, Michael!
Me pellizqué la muñeca con las uñas hasta hacerme sangre para estar seguro de que no estaba soñando.
Sin saber lo que hacía, di la vuelta y me adentré en las profundidades de aquel agujero de luz. Me sentía como hechizado por el conjuro de algún antiguo druida que socavaba mi voluntad.
El espacio que se abría ante mí, brillaba con mayor intensidad una vez te encontrabas en su interior. Sin embargo, allí no había ninguna clase de iluminación, ni natural ni artificial. Al menos que yo pudiera localizar. Sus paredes parecían del mismo material que la que había desaparecido. Un gran orificio al fondo, tan negro como el alma del más cruel de los demonios de las huestes de Satanás, parecía observarme. Di unos pasos en su dirección sosteniendo todavía el pico en mi mano.
–No tienes nada que tener, Michael. No voy a hacerte daño.
De nuevo la voz, esta vez con más fuerza, retumbó dentro de mi cabeza. Solté el pico y me sostuve los oídos con ambas manos temiendo que la pulpa que conformaba mi tejido gris se me escapara por las orejas. Cerré los ojos un instante. Cuando los volví a abrir, un terror que parecía haber salido de la obra más oscura y tenebrosa de aquel escritor con tendencias cósmicas de Providence me observaba con su único ojo.
Un gritó se deslizó por mi garganta. Noté una ligera presión en ella. Parecía que dos manos invisibles me aferraran con fuerza la tráquea impidiéndome pedir auxilio.
–¿Por qué me temes? ¿Acaso no me has creído cuando te he dicho que no te haría daño?
Aquella voz de nuevo.
Me deslicé sintiéndome desfallecer hasta quedar sentado en el suelo.
Lo que tenía ante mí no podía ser real. Aquella criatura parecía más bien un parásito como aquellos que había visto en un par de ocasiones en las revistas médicas cuando tocaba visita al dentista. Su cuerpo infecto, de un color gris ligeramente viscoso, se asemejaba a un gusano gigante. Su rostro, si es que podía llamarse así, estaba compuesto únicamente por ese ojo que me escrutaba y una boca en la que podían caber perfectamente dos hombres robustos de pie, uno junto al otro.
–¿Qui… quién eres? ¿Y qué es lo que quieres de mí?– conseguí responder a duras penas.
Algo parecido a una risa, pero llena de borbotones, como si saliera de la garganta de un ahogado sumergido en lo más profundo de una ciénaga, consiguió ponerme los vellos de punta.
–Mi nombre es mucho más antiguo de lo que los hombres sois capaces de recordar. El qué no es importante. El cómo sí que lo es. Llevo aquí encerrado bajo esta montaña desde que tus antepasados decidieron que ya no les era de utilidad. Pobres ilusos. Ninguno de ellos se dio cuenta de que en realidad eran ellos los que me servían a mí.
Volví a hacerle de nuevo la pregunta.
–¿Pero… qué es lo que quieres de mí?
–Necesito tu ayuda. Llevo demasiado tiempo aquí abajo, y necesito alimentarme para poder recuperar de nuevo todo mi poder.
–¿Alimentarte? ¿Cómo? Pero si ni siquiera puedo salir de aquí. ¡Estamos encerrados!
–Debes confiar en mí. Puedo hacerte muy rico, tanto como jamás habrías soñado. Respecto a lo segundo, no debes de preocuparte. Si haces todo cuanto te diga, saldrás de aquí vivo y de una pieza.
–Pero eso… eso no es posible. ¡Debo haberme vuelto loco!
–¿Y quién no lo está hoy día? ¿De verdad piensas que toda aquella chusma que bajaba aquí en busca de oro estaba en su sano juicio?
Me quedé mirando el orificio que debía ser su boca. Era hipnótico y repugnante por igual. De la comisura de sus bordes caía una extraña sustancia pulposa. El interior no era mucho mejor. Parecía un pozo inmenso y oscuro del que asomaban varias hileras de agujas que debían de actuar como dientes.
Al fin, resignado, me decidí a responder.
–De acuerdo, ¿Qué es lo que necesitas?
–Tráeme a tus compañeros. Sólo así podré ayudarte.
–¿Qué? – por un momento la cabeza me dio vueltas.
Una cosa era que no soportara a esos bastardos… pero, ¿Llevarlos donde esa cosa para que posiblemente los devorara vivos? Aquello era algo muy distinto.
–Pero… No puedo hacer eso.
–¿Por qué? Es que acaso no te tratan como si fueras peor que basura? ¿Crees que ellos no te harían algo así si pudieran? Piénsalo. No eres para ellos más que un maldito insecto al que pisotear con su bota siempre que se lo permitas.
–¿Y tú como sabes eso?– protesté en algo que terminó convirtiéndose en un gemido.
–Yo sé mucho más de lo que crees.
Decidí arriesgarme.
–¿Y si no…?
–Morirás con los demás.
Aquel gusano monstruoso y abyecto tenía razón. No me quedaba otra que jugármela y confiar en él. De lo contrario, todos acabaríamos muertos. Y visto así, mejor ellos que yo.
–De acuerdo. Lo haré.
Me levanté casi de un salto. A continuación me dispuse a girarme para subir y desandar el camino.
–¡Espera!– bramó como si estuviera a punto de escapar y dejarlo atrás para siempre.
Me volví de nuevo y lo miré de frente, intentando no sucumbir a los espasmos del horror que me causaba su sola presencia.
En ese momento, su cuerpo comenzó a convulsionarse. Parecía una de esas atracciones de feria que se cerraba con una lona sobre la cabeza de los pasajeros mientras los coches que iban debajo se movían a toda velocidad. Siempre había pensado que ese tipo de trabajos debían de ser idea de un sádico o cuanto menos de un demente. Tras unos segundos algo salió despedido de dentro del agujero que formaba su boca y resonó bruscamente contra mis pies. Observé por un momento aquel objeto del tamaño de un balón de Fútbol. Estaba cubierto por la misma pringue repulsiva que coronaba el contorno de su boca. Me agaché un poco para observarlo y pude comprobar que el olor que rezumaba no era mucho mejor. Cogiendo un trapo que llevaba siempre en el bolsillo lo limpié lo mejor que pude. Un brillo peculiar, y que conocía muy bien me llenó de perplejidad. ¡Oro!
–Usa eso como cebo– dijo aquella larva infame. –Cuando todo haya terminado, tendrás mucho más del que eres capaz de imaginar.
Unos minutos después me encontraba llegando a la abertura en la que aquellos desesperados descansaban sobre la dura y fría piedra. Me sentía extrañamente mareado. Parecía que mis pies flotaran sobre la superficie que pisaban.
–¿Ya has terminado?– Escupió Herney de forma brusca. Ni siquiera se fijó en el bulto envuelto en el sucio trapo que sostenía entre mis manos.
Asentí ligeramente con la cabeza. Abstraído todavía en mis pensamientos.
Aquel cabeza-buque de Herney por fin se dio cuenta y señaló el pedazo de metal precioso.
–¡Espera! ¿Qué es lo que llevas ahí?
Durante unos segundos le enfrenté la mirada. Tenía el mismo gesto estúpido y pendenciero de siempre en sus ojos. Eso fue lo que terminó de convencerme.
–Es… oro.
–¿Qué dices maldito loco?
Una estampida de voces sonó a coro, haciendo que el eco de sus palabras restallaran por toda la estancia.
–Oro– repetí mientras apartaba el paño que cubría aquel pedrusco.
Los rostros de los que habían ido apretujándose a mí alrededor mostraban muecas de asombro y codicia por igual. En ese momento parecía que poco importaba ya si hallábamos la salida.
–¡Trae aquí!
Una mano codiciosa me arrebató el fragmento de mineral de entre los dedos.
–¡Es cierto, es oro!– escuché decir a Winslow, que era quien la tenía ahora entre sus manos.
–¿Dónde la has encontrado, muchacho?– Terció Barlow, el sindicalista.
–Al fondo del túnel– dije sin más a la vez que me encogía de hombros.
Todos los hombres sin excepción parecieron recuperar la vitalidad perdida y con paso apresurado comenzaron a bajar por la galería. La trampa había surtido efecto. La mosca iba camino de la red de la araña.
Yo por mi parte, me limité a seguirlos a una distancia prudente. No era capaz de imaginar lo que allí estaba a punto de ocurrir.
Cuando llegué de nuevo a la cavidad, no había ni rastro de aquel ser nauseabundo. Aquel espacio se encontraba ahora en total oscuridad. Todos miraban alrededor como un atajo de desesperados buscando el origen de aquel tesoro.
–¿Nos estás tomando el pelo? Aquí no hay nada…
Rugió Herney con un trasfondo de desesperación en su voz. Su razón había sucumbido a la codicia. Parecía muy enfadado y a punto de golpear al primero que se interpusiera en su camino.
–Lo he encontrado en ese hueco de ahí– dije señalando la caverna que había al fondo y que había ocupada anteriormente por el ente.
Herney frunció el ceño. Un par de hombres se sumaron a él. Lentamente se acercaron hasta el orificio, orientados únicamente por las linternas de los cascos. Algo hizo que retrocedieran por puro instinto.
De pronto, y sin previo aviso, un alarido inundó todo el espacio que se abría ante nosotros. Uno de los hombres pareció ser arrastrado hasta perderse en el interior de aquel hueco. Sus compañeros se replegaron sin comprender muy bien qué era lo que ocurría. Entonces, la luz volvió a inundar cada rincón de aquella tumba improvisada. El ser hambriento salió al fin de su guarida. Desde donde me encontraba pude ver la absurda expresión de Hervey cuando aquella cosa se lanzó a por sus piernas y lo derribó violentamente. Un fuerte chasquido rebotó en las paredes y fue seguido de un agudo grito, más parecido al de una colegiala que al de un hombretón como él. El resto de la compañía, trataban de huir sin sentido alguno, como pollos sin cabeza. Pude ver como Randall no sé qué, ese novato infeliz, ponía una mueca de puro terror con los ojos amenazando con saltar de las cuencas. Sus fluidos corporales al igual que el de muchos otros comenzaban a derramarse, flojos por aquel dantesco espectáculo. Aquel parásito gigantesco se lanzó a por otros dos, y con una terrible embestida los engulló. Su cuerpo temblaba de placer como si cada bocado que se llevaba a aquellas horribles fauces le provocara un orgasmo. Mientras tanto, el resto de compañeros intentaban buscar la salida en vano. El hueco había vuelto a desaparecer como por arte de magia. El monstruo reptaba a una velocidad impensable para su tamaño. Atacaba y desgarraba con sus numerosos colmillos sin compasión. La sangre comenzaba a formar pequeños charcos sobre el duro suelo de roca. Uno de los novatos se resbaló en uno de ellos y cayó de espaldas. Su cabeza rebotó produciendo un terrible lamento que sonó como la cáscara de una nuez bajo el peso de un mazo. El gusano sediento de más carne, de más sangre con la que llenar su cuerpo todavía exangüe, se abalanzó sobre su cadáver. De otra sacudida arrastró lo que quedaba de él dentro de su boca.
Tan sólo quedábamos cuatro. Randall, Barlow el sindicalista, otro novato más y yo. Por un momento tuve una revelación y temí que todo aquello no hubiera sido más que un engaño. Que aquella cosa fuera a devorarme a mí también. Una furia empezó a corroer mis entrañas hasta trepar e invadir todo mi cuerpo. Mientras Randall corría desesperado con su pala en la mano hacia la criatura, –imagino que en un loco intento de acabar con ella– yo me adelanté a sus movimientos. Levanté con fuerza mi pico y con un grito de rabia, lo estrellé contra el lateral de su cabeza. No hizo falta mucho más. Cayó de lado inerte, con la herramienta incrustada profundamente en el hueso. No se volvió a mover. El ser ya acaba de tomar buena cuenta del novato, y un reguero de sangre, como si de un aspersor se tratara, cayó por encima de nuestros hombros. Sólo quedábamos Randall y yo. El chaval me miraba como un cervatillo indefenso y acorralado. Me acerqué lentamente hacia él. Ya no importaba si aquella larva descomunal me devoraba o no. Tan sólo sentía la necesidad de acabar el trabajo.
–¿Por qué?– era lo único que repetía una y otra vez aquel infeliz.
Lo miré a los ojos y saqué un cuchillo oculto en el cinturón. Tras un instante que pudo haber sido un día completo respondí.
–Porque puedo…
Tres semanas más tarde, el equipo de rescate consiguió llegar hasta el fondo de la mina. Apenas tenían esperanzas de rescatar a nadie con vida. Su sorpresa fue mayúscula cuando encontraron a un hombre semidesnudo y cubierto de la cabeza a los pies de una sangre que parecía no ser suya.
Mi estado era deplorable. Pero algo más había cambiado dentro de mí. Ese ser, dios, llamadlo como queráis, cumplió con su palabra. Pero además me hizo algo más. Algo cambió en mí. Esa cosa consiguió que sobreviviera, pero a cambio algo mutó en mi interior.
El resto de la historia ya la sabéis, o al menos una parte. Tuve tiempo de poner el oro a buen recaudo antes de que entraran. Cuando me preguntaron, traté de explicar lo ocurrido. No pintaba nada bien para mí. Por supuesto, no me creyeron. Pero por otro lado, tampoco encontraron ni a aquel ser ni tampoco a mis compañeros. Decidieron darme por loco, y me abandonaron aquí sin más.
Esta es mi historia, y espero que le deis un buen uso.
Por la cuenta que os trae…

            LA ÚLTIMA NOCHE EN CASTLE ROCK ASYLUM.
Joder, ¿Qué ha sido ese sonido? Estaba a punto de quedarme frito. No veo absolutamente nada. Cualquiera diría que estoy dentro de la negra y apestosa boca de un lobo. ¿Habéis sido vosotros? No, que tonterías digo. Y para colmo, esos miserables ni siquiera se molestan ya en encender las luces del pasillo. Si no fuera porque la luna está llena, no podría distinguir nada. Por suerte, todavía hay esperanza. Algo de claridad se filtra por el cristal de seguridad instalado en la puerta. Parece que mi vista comienza a acostumbrarse, pero sigo sin adivinar que ha podido producir ese ruido. Resultaba extrañamente… metálico.
¿Qué por qué sonrío ahora como un lunático? Eso me ha dolido. Creía que después de relataros mi historia, eso último ya no era necesario. Mirad y fijaos bien. ¿No veis nada raro en la puerta? Exacto. Está abierta. Pero, espera. ¿Y si es una trampa de esos bastardos para darme otra paliza? Extraña forma de divertirse que tienen esos hijos de mala madre. Habrá que ir con cuidado. La hoja de metal que parecía tan pesada en apariencia ha cedido con demasiada facilidad bajo la palma de mi mano. Me cuesta creer que esa especie de zarpa huesuda y varicosa que tengo frente a los ojos sea mía. Nada. No se ve a hay nadie en el pasillo. ¿Dónde se habrá metido todo el mundo? Ni siquiera escucho al resto de chiflados babeando y partiéndose la crisma contra los muros que por seguridad, les protegen de sí mismos. Parece que hoy es tu día de suerte, Mickey. Te han dado permiso para abandonar tu lujosa habitación de paredes acolchadas para salir al patio a jugar con el resto de tus amiguitos.
Pero… ¡Oh! ¿En serio? Que detalle tan bonito.
Esto sí que no me lo esperaba. Alguien me ha dejado un regalo apoyado junto al marco de la puerta. Y hasta sigue conservando ese bonito brillo bermejo en una de sus afiladas puntas. Igualito que si lo hubieran acabado de usar. Por esta vez, creo que voy a dejarlo correr. Ahora que la tengo de nuevo entre mis brazos, parece más ligera. Pero no os equivoquéis, sigue siendo tan robusta y parece estar igual de sedienta de sangre como el primer día. Quizás debí deciros antes una cosa, pero no lo creí necesario. Esa cosa es, que siempre pongo nombre a todas mis herramientas.
Que bien que lo vamos a pasar ahora que por fin estamos juntos de nuevo, ¿no es cierto, mi querida Betsie?



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