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EL MAL SE OCULTA EN LOS PEQUEÑOS
DETALLES.
Por mucho que grito y me desgañito, esos malditos hacen
como los que no me oyen. Pero oh, yo sí que los escucho detrás de la puerta.
Puedo notar las vibraciones que producen sus estridentes risas en el aire
mientras que se mofan mí. Pobres ilusos, se piensan que no me entero de nada.
Si supieran lo que podría hacer con ellos y con sus patéticas y frágiles
carcasas… Lástima que mi querida Betsie no esté conmigo aquí ahora. Se iban a
enterar esos malnacidos.
Y vosotros que estáis ahí sentados, apoltronados muy
probablemente en el calor de vuestros hogares, estaréis pensando: Ahí va otro
lunático que estrena suite en el Castle Rock Asylum. Pero no estoy loco.
De verdad que no. Sí, ya sé. Bla bla bla, eso es lo mismo que dicen todos los
que acaban en esta fortaleza confeccionada a golpe de acero y hormigón. Si al
menos me dierais el honor de la duda y tratarais de comprender por todo lo que
he pasado y lo que aconteció en las profundidades de aquella mina, estoy seguro
de que dudaríais de ese veredicto que emitís con tanta ligereza.
¿Sí? ¿De verdad? ¡Oh! No sabéis cuanto os agradezco esta
oportunidad. No pongáis esa cara, que no muerdo. Sólo sonrío de felicidad,
genuina y auténtica alegría. Creedme, jamás os haría daño. Vais a convertiros
en mis confidentes, y posiblemente en la única llave que me permita salir de
aquí.
LA TONADA DEL REO INJUSTAMENTE VILIPENDIADO.
Todo comenzó hace un mes, justo en la base de aquellas
altas y afiladas montañas. Al igual que una dentadura grotesca y desordenada,
protegen la cara más septentrional de Castle Rock, a la vez que
aprovechan de paso, y de forma traviesa para arañar y desgarrar siempre que
pueden, las nubes que osan acercarse demasiado a su cima.
¿Qué no sabéis
de que os hablo? ¡Vamos! No me lo estoy inventando. Castle Rock existe.
Si no como pensáis que iba a estar aquí encerrado. Si cogéis alguna ruta de
carretera de esas que a veces escribe ese afamado escritor… ¿Cómo se llama?
Stephen King creo recordar, veréis que no tiene pérdida. El camino es todo
recto, y se llega enseguida. Aquí, en mi población natal ocurren cosas mucho
más emocionantes de las que seguro un buen número de vosotros, acomodados en
vuestras aburridas vidas, os atreveríais a soñar jamás. Buscad una de esas
guías de las que os hablo si no me creéis. Seguro que no os dejarán
indiferentes. Nunca lo hacen.
Pero no nos desviemos del tema. Como os decía. Mi nombre es
Michael Bigg, como el adjetivo, pero con dos G. Creo que eso lo he leído
en algún lugar antes. Bueno, es igual. El día del hundimiento de la entrada que
conduce a las entrañas de Misery´s Groove, nos encontrábamos trabajando
en su interior una veintena de empleados de la Compañía Torrance. Tan
solo unos cuantos éramos perros viejos en aquella sacrificada profesión.
El resto, un puñado de inexpertos novatos. Esos desgraciados llegaban a
montones todos los años desesperados por aferrarse a un trabajo mal pagado,
largas jornadas en las que nos veíamos constantemente rodeados de mugre y por
desgracia, en condiciones igual de precarias que en cualquier otra mina con la
que puedas toparte en el rincón más apartado del mundo civilizado. Durante el
corrimiento de tierra que provocó el incidente, siete de esos principiantes
quedaron sepultados entre los escombros dentro del mismo ascensor que los
conducía por la garganta de aquella condenada mina. No tuvieron la menor
oportunidad. Los que quedamos con vida conformábamos un bonito número de
supervivientes. Trece si habéis hecho bien las cuentas. ¡También es mala
suerte! Quizás el destino nos estaba preparando para lo que acontecería durante
los días venideros. Misery´s Groove había sido un emplazamiento minero durante
los años dorados –nunca mejor dicho– de la Fiebre del Oro. Aquellos sí que eran
buenos tiempos para la minería. Durante un par de décadas, sacaron de sus
tripas el valioso mineral a espuertas. Muchos se hicieron ricos en tan solo
unos cuantos meses y se fueron a tierras más prósperas. Otros tantos en cambio,
enloquecieron o perecieron en su desesperada búsqueda de su particular El
Dorado. No fueron pocos los que aventurándose en las oquedades más
profundas de aquellos túneles sellaron sus propias tumbas. Tras expoliar las
profundidades de las montañas, y dado fin al filón que allí encontraron,
aquellas minas fueron clausuradas como tantas otras por todo el Estado.
Aquí es donde entra en acción la Compañía Minera Torrance.
Muchos años después de que esa fiebre no fuese más que los vestigios de un
catarro mal curado, su dueño y accionista mayoritario, decidió que era una
oportunidad única aprovechar todas esas minas para extraer aquellos minerales
antaño desechados, y que ahora demandaban la industria de este nuevo y
floreciente siglo veintiuno. Jack Torrance había sido un escritor suertudo
donde los hubiera. Con un único bestseller, escrito durante un largo y
crudo invierno en el que trabajó como vigilante en un viejo hotel apartado de
toda civilización, sacó dinero suficiente para montar su propia compañía.
Jodidos nuevos ricos.
Gracias al bueno de Torrance, nos veíamos atrapados como él
en su particular infierno de manera irremediable. Los primeros días fueron los
más duros. Ninguno de nosotros nos hubiéramos imaginado ni en un millón de años
aquel desastre. Nos vimos incomunicados del mundo exterior sin apenas un triste
bocado que llevarnos a la boca. Milagrosamente, y por increíble que pueda
parecer, el suministro eléctrico al igual que un pequeño circuito de tuberías
de donde sacábamos el agua necesaria para nuestro trabajo, seguían en funcionamiento.
Pero no todas iban a ser buenas noticias, dadas las circunstancias. De hecho y
para más Inri, el único teléfono operativo se había perdido
irremediablemente junto al montacargas y yacía sepultado bajo una tonelada de
sedimentos. Os podéis imaginar el grado de desesperación al que llegaron muchos
hombres. Enterrados a cientos de metros del exterior y sin tener ni tan
siquiera la certeza de que alguien hubiera empezado con las tareas de rescate.
Yo mientras tanto, prefería mantenerme al margen de todo aquel despropósito que
empezaba a formarse a nuestro alrededor. Los chicos nunca me habían mirado con
buenos ojos. Algunos de ellos incluso me evitaban durante las largas jornadas
que pasábamos trabajando, en teoría, mano a mano, codo con codo. Nunca entendí
del todo ese comportamiento. Esa era la paga extra que recibía a diario. Aunque
si os tengo que decir la verdad, tampoco es que importara demasiado. Puede que
el motivo fuera porque en un par de ocasiones me encontraran hablando solo.
Creedme si os digo que es algo relativamente normal, cuando uno pasa tanto
tiempo en la más absoluta soledad. O tal vez por aquella vez en que noqueé de
un golpe a aquel muchacho imberbe, primo por parte de madre de Herney. Puede
que el chaval no se lo mereciera después de todo. Pero tenía que enseñarle que
las herramientas de un hombre en este oficio son como el coche o incluso como
la mujer de uno: ni se toca, y mucho menos se presta. Sin embargo, al parecer
aquel pelirrojo de tíos abuelos irlandeses no conocía las normas, y tuvo la
ocurrencia de llevarse mi pico sin tan siquiera consultármelo. Después de eso,
el capataz me mantenía ocupado en tareas en las cuales no fuera necesaria una
cuadrilla de trabajadores. Tanto que mejor para mí.
Y después de todo lo ocurrido, allí nos encontrábamos.
Aquel grupo de doce hombres y yo. Una combinación perfecta de rechazo y
desesperanza.
Al tercer día, un grupo de hombres capitaneados por el
tarado de Herney discutían acaloradamente sobre qué hacer al respecto. Aquí
hago un pequeño inciso ya que seguro que os estaréis preguntando, ¿cómo se las
apañaba el bueno de Mickey para medir el tiempo allí abajo? Muy sencillo.
Porque aunque estaba prohibido por las normas de la empresa, yo siempre llevaba
escondido el reloj de bolsillo que mi padre me dejó como único legado cuando
falleció de una cirrosis galopante. Como buen escritor, el señor Torrance era
de la opinión que el tiempo era una distracción para cualquier tipo de labor,
fuera o no ociosa. Era mejor que una sirena ubicada junto al elevador –que
ahora también yacía hecha pedazos– nos marcara los descansos, las comidas, así
como el momento de picar la entrada y salida de nuestra jornada. Por
supuesto, esta información me la reservé para mí desde el momento que nos vimos
atrapados. No pensaba compartir mi herencia con ninguno de aquellos borregos.
Cosa de la que me alegré más tarde. Chico listo, Mickey. Chico listo.
Sin que se dieran cuenta, me escabullí hasta un rincón para
escuchar más de cerca su conversación.
–Yo creo que ha llegado el momento de que hagamos algo por
nosotros mismos. Debemos de llevar días, puede que semanas aquí encerrados– esa
afirmación hizo que me entrara la risa floja, aunque procuré que nadie se diera
cuenta. Por el momento era preferible evitar más líos–. Ni siquiera sabemos
tienen un plan de rescate. Varios de nuestros compañeros han muerto. Y si no
hacemos algo, pronto seremos muchos más.
Herney Wilkes era quien había decidido llevar la voz
cantante de su grupo de acérrimos seguidores. Por sus gestos, pude ver que al
menos la mitad de los chicos aprobaban la frenética verborrea en la que se
habían convertido sus palabras.
–¿Qué sugieres, Herney? ¿Qué hagamos un túnel tan sólo con
picos y palas como lo hacían nuestros abuelos? Recuerda que la maquinaria
pesada ha desaparecido junto al montacargas– intervino Charlie Barlow,
posiblemente uno de los más veteranos de la plantilla, además del enlace
sindical dentro de la mina.
–¿Y qué cojones propones tú? ¿Qué nos quedemos aquí de
brazos cruzados esperando una ayuda que no sabemos si llegará? Y mientras
tanto, vamos viendo como nos debilitamos hasta que no seamos capaces de
levantar ni un pequeño martillo.
–Yo tampoco he dicho eso. Pero tal vez sea mejor reservar
nuestras fuerzas para más adelante. Esa es mi opinión– respondió de nuevo
Barlow con cara de pocos amigos, a la vez que se mesaba un bigote largo y
blanco que le tapaba prácticamente todo el labio superior.
–¿Qué opinas tú, Michael?
La pregunta me
cogió por sorpresa. ¡Diantres! De repente sentí como todas las miradas se
abalanzaban sobre mí como un puñado de polillas contra las llamas de una
hoguera. El responsable de aquellas palabras fue un chico menudo y sudoroso
llamado Randall. Al parecer era el único que me tenía en cuenta dentro de aquel
grupo. Hacía muy poco que se había incorporado a la plantilla y yo fui el
encargado de aleccionarle en su primer día sobre las normas de seguridad allí
abajo.
–¿De verdad
habéis pensado tener en cuenta la opinión de ese cretino?– bramó hecho una
furia aquel mastodonte sin cuello que era Herney.
Preferí
dejarlo correr. Ya le había herido en su orgullo una vez. Incliné la balanza
hacia el lado que me decía que no entrara con él en nuevas polémicas. Me limité
a agachar la cabeza y a sacar un cigarrillo de mi pechera. Aun en esa postura,
pude sentir la mirada de decepción que me dedicó Randall al descubrir mi
traición. Debió de pensar sin duda que era un cobarde.
–Eso pensaba–
continuó satisfecho más para sí que para nadie en concreto–. Bien, creo que ha
llegado el momento de someterlo a votación.
Al parecer fue
en lo único que se pusieron de acuerdo. Dicha votación se hizo a mano alzada.
Sin remilgos, sin secretos. Siete votos a favor, cinco en contra y una
abstención. La mía. Me limité a observar con desdén como avanzaban los
acontecimientos. Sabía por lo ocurrido tan solo un momento atrás que mi opinión
estaba bien lejos de ser tenida en cuenta.
Se decidieron
finalmente por hacer turnos y comenzar a excavar en la roca lo antes posible.
Esas rotaciones, pudiesen gustarme más o menos nos incluían a todos. La
democracia había hablado. El trabajo se planificó minuciosamente, tratando de
dejar los menos cabos sueltos posibles. Aunque bien era cierto que la salida
estaba hacia arriba, existían algunos túneles que no se habían tocado desde que
fueron sellados hacía más de un siglo. Y un par de ellos posiblemente llevaran
al exterior por la cara más baja de aquella muralla de piedra que eran las
montañas. O eso era en lo que confiaban aquel atajo de cortos de mente. Se resolvió
que comenzaríamos por aquellas galerías para ver a donde nos conducían. El tajo
se llevaría en turnos de tres horas para intentar frenar dentro de lo posible
la extenuación a la que sin duda nuestros cuerpos llegarían tarde o temprano
ante la falta de alimentos. Los grupos de trabajo se formaron por cuadrillas de
dos personas, salvo yo por supuesto, que me quedaba sólo en aquel asunto. De
nuevo la cuestión del tiempo. Ese recurso tan valioso y del que carecían. ¿Cómo
harían para guiarse y saber así cuándo habían cumplido con su pactada jornada?
Sencillamente no lo sabían. Eso era lo más divertido de todo. Así que debían de
fiarse de su reloj interno, lo cual resultaba del todo absurdo. Por lo general,
terminaban tan enfrascados en lo que hacían que normalmente solían dedicar
mucho más tiempo del acordado tras la reunión. Por suerte, como dije antes, yo
mantenía escondido mi pequeño y dorado regalo con manillas de latón. El resto
podían buscarse la vida como mejor les viniera en gana.
Así pasaron
otros cuatro días. Eso contaba un total de siete desde el encierro obligatorio
al que nos sometía la montaña. Seguíamos sin saber si alguien estaba allá
arriba intentando sacarnos de nuestro cautiverio, pero desde luego si era así,
lo estaban haciendo de una forma tan discreta y delicada que no había forma de
averiguarlo. Algunos hombres comenzaban a sentir la fatiga del trabajo y se
notaba que la impaciencia comenzaba a hacer mella en sus esperanzas. Muchos de
ellos de hecho, se pasaban la mayor parte del tiempo tumbados en un rincón,
esperando tan sólo a que llegara de nuevo su turno.
Fue
precisamente ese día, cuando apenas quedaba una hora para acabar mi jornada de
trabajos forzados, cuando sucedió lo inesperado. Habíamos avanzado bastante en
el desescombro y ampliación del túnel número uno. He de decir que los chicos se
lo habían tomado muy en serio. ¡Como para no hacerlo! Lentamente, y sin que nos
diéramos cuenta, el trabajo nos había conducido en un suave descenso que se
pronunciaba cada vez más a medida que continuábamos con la excavación. En ese
momento me encontraba extrayendo unas gruesas rocas que se habían desprendido
tras estar picando y cavando de forma mecánica, más que por pura convicción. El
caso es que una vez retirados aquellos pedruscos de cantos peligrosamente
vivos, me topé con una superficie que me era totalmente nueva y desconocida
hasta el momento. La luz que portaba mi casco era insuficiente para adivinar
qué tipo de material podía formar aquel espacio que parecía sorprendentemente
liso. Pasé mi mano un momento sobre su superficie. Mi primera reacción fue
apartarla al instante. Por increíble que pudiera parecer, estaba extrañamente
caliente. Esperanzado lo siguiente que pensé es que había dado con una fina
capa de sedimentos que sin duda estaban en contacto con el sol de la mañana al
otro lado, y eso hacía que se calentara de aquella forma tan peculiar. Miré mi
reloj para cerciorarme. Las dos y diez de la tarde. Sin duda había alcanzado la
salida. Me sorprendió una extraña sensación de tristeza y añoranza. Como a
aquel que está a punto de abandonar un sitio querido. ¡Que locura! Lo siguiente
que se me ocurrió es que, muy a mi pesar, había llegado el momento de avisar al
resto. Así que me dispuse a correr hacía el pasillo central que conducía a la
sala en la que nos habíamos instalado temporalmente.
Algo hizo que
me detuviera de golpe. ¿Era posible aquello? No, sin duda me lo había
imaginado.
Me dispuse a
retomar el ascenso. Pero de nuevo lo oí, ahora con total claridad. Por un
instante, no supe que hacer. Mis piernas se clavaron al suelo como dos estacas
golpeadas con fuerza contra el mineral que había bajo mis pies. Una vez más
algo me llamaba. Pero la voz sonaba extraña como dentro de mi cabeza.
Lentamente, y con el miedo galopando en mi pecho me giré hacia el final del
túnel. Un pavor y una extraña paz formaron un almizcle que embargaron mis
sentidos. Fue una sensación rara que no sabría muy bien cómo interpretar. La
pared que cubría aquel extraño muro pulido casi hasta la perfección había desaparecido.
En su lugar se veía la entrada de lo que parecía una gruta. Una luz espectral
salía de su interior invitándome a acompañarla.
–¡Ven a mí,
Michael!
Me pellizqué
la muñeca con las uñas hasta hacerme sangre para estar seguro de que no estaba
soñando.
Sin saber lo
que hacía, di la vuelta y me adentré en las profundidades de aquel agujero de
luz. Me sentía como hechizado por el conjuro de algún antiguo druida que
socavaba mi voluntad.
El espacio que
se abría ante mí, brillaba con mayor intensidad una vez te encontrabas en su
interior. Sin embargo, allí no había ninguna clase de iluminación, ni natural
ni artificial. Al menos que yo pudiera localizar. Sus paredes parecían del
mismo material que la que había desaparecido. Un gran orificio al fondo, tan negro
como el alma del más cruel de los demonios de las huestes de Satanás, parecía
observarme. Di unos pasos en su dirección sosteniendo todavía el pico en mi
mano.
–No tienes
nada que tener, Michael. No voy a hacerte daño.
De nuevo la
voz, esta vez con más fuerza, retumbó dentro de mi cabeza. Solté el pico y me
sostuve los oídos con ambas manos temiendo que la pulpa que conformaba mi
tejido gris se me escapara por las orejas. Cerré los ojos un instante. Cuando
los volví a abrir, un terror que parecía haber salido de la obra más oscura y
tenebrosa de aquel escritor con tendencias cósmicas de Providence me observaba
con su único ojo.
Un gritó se
deslizó por mi garganta. Noté una ligera presión en ella. Parecía que dos manos
invisibles me aferraran con fuerza la tráquea impidiéndome pedir auxilio.
–¿Por qué me
temes? ¿Acaso no me has creído cuando te he dicho que no te haría daño?
Aquella voz de
nuevo.
Me deslicé
sintiéndome desfallecer hasta quedar sentado en el suelo.
Lo que tenía
ante mí no podía ser real. Aquella criatura parecía más bien un parásito como
aquellos que había visto en un par de ocasiones en las revistas médicas cuando
tocaba visita al dentista. Su cuerpo infecto, de un color gris ligeramente
viscoso, se asemejaba a un gusano gigante. Su rostro, si es que podía llamarse
así, estaba compuesto únicamente por ese ojo que me escrutaba y una boca en la
que podían caber perfectamente dos hombres robustos de pie, uno junto al otro.
–¿Qui… quién
eres? ¿Y qué es lo que quieres de mí?– conseguí responder a duras penas.
Algo parecido
a una risa, pero llena de borbotones, como si saliera de la garganta de un
ahogado sumergido en lo más profundo de una ciénaga, consiguió ponerme los
vellos de punta.
–Mi nombre es
mucho más antiguo de lo que los hombres sois capaces de recordar. El qué no es
importante. El cómo sí que lo es. Llevo aquí encerrado bajo esta montaña desde
que tus antepasados decidieron que ya no les era de utilidad. Pobres ilusos.
Ninguno de ellos se dio cuenta de que en realidad eran ellos los que me servían
a mí.
Volví a
hacerle de nuevo la pregunta.
–¿Pero… qué es
lo que quieres de mí?
–Necesito tu
ayuda. Llevo demasiado tiempo aquí abajo, y necesito alimentarme para poder
recuperar de nuevo todo mi poder.
–¿Alimentarte?
¿Cómo? Pero si ni siquiera puedo salir de aquí. ¡Estamos encerrados!
–Debes confiar
en mí. Puedo hacerte muy rico, tanto como jamás habrías soñado. Respecto a lo
segundo, no debes de preocuparte. Si haces todo cuanto te diga, saldrás de aquí
vivo y de una pieza.
–Pero eso… eso
no es posible. ¡Debo haberme vuelto loco!
–¿Y quién no
lo está hoy día? ¿De verdad piensas que toda aquella chusma que bajaba aquí en
busca de oro estaba en su sano juicio?
Me quedé
mirando el orificio que debía ser su boca. Era hipnótico y repugnante por igual.
De la comisura de sus bordes caía una extraña sustancia pulposa. El interior no
era mucho mejor. Parecía un pozo inmenso y oscuro del que asomaban varias
hileras de agujas que debían de actuar como dientes.
Al fin,
resignado, me decidí a responder.
–De acuerdo,
¿Qué es lo que necesitas?
–Tráeme a tus
compañeros. Sólo así podré ayudarte.
–¿Qué? – por
un momento la cabeza me dio vueltas.
Una cosa era
que no soportara a esos bastardos… pero, ¿Llevarlos donde esa cosa para que
posiblemente los devorara vivos? Aquello era algo muy distinto.
–Pero… No
puedo hacer eso.
–¿Por qué? Es
que acaso no te tratan como si fueras peor que basura? ¿Crees que ellos no te
harían algo así si pudieran? Piénsalo. No eres para ellos más que un maldito
insecto al que pisotear con su bota siempre que se lo permitas.
–¿Y tú como
sabes eso?– protesté en algo que terminó convirtiéndose en un gemido.
–Yo sé mucho
más de lo que crees.
Decidí
arriesgarme.
–¿Y si no…?
–Morirás con
los demás.
Aquel gusano
monstruoso y abyecto tenía razón. No me quedaba otra que jugármela y confiar en
él. De lo contrario, todos acabaríamos muertos. Y visto así, mejor ellos que
yo.
–De acuerdo.
Lo haré.
Me levanté
casi de un salto. A continuación me dispuse a girarme para subir y desandar el
camino.
–¡Espera!–
bramó como si estuviera a punto de escapar y dejarlo atrás para siempre.
Me volví de
nuevo y lo miré de frente, intentando no sucumbir a los espasmos del horror que
me causaba su sola presencia.
En ese
momento, su cuerpo comenzó a convulsionarse. Parecía una de esas atracciones de
feria que se cerraba con una lona sobre la cabeza de los pasajeros mientras los
coches que iban debajo se movían a toda velocidad. Siempre había pensado que
ese tipo de trabajos debían de ser idea de un sádico o cuanto menos de un
demente. Tras unos segundos algo salió despedido de dentro del agujero que
formaba su boca y resonó bruscamente contra mis pies. Observé por un momento
aquel objeto del tamaño de un balón de Fútbol. Estaba cubierto por la misma
pringue repulsiva que coronaba el contorno de su boca. Me agaché un poco para
observarlo y pude comprobar que el olor que rezumaba no era mucho mejor.
Cogiendo un trapo que llevaba siempre en el bolsillo lo limpié lo mejor que
pude. Un brillo peculiar, y que conocía muy bien me llenó de perplejidad. ¡Oro!
–Usa eso como
cebo– dijo aquella larva infame. –Cuando todo haya terminado, tendrás mucho más
del que eres capaz de imaginar.
Unos minutos
después me encontraba llegando a la abertura en la que aquellos desesperados
descansaban sobre la dura y fría piedra. Me sentía extrañamente mareado.
Parecía que mis pies flotaran sobre la superficie que pisaban.
–¿Ya has
terminado?– Escupió Herney de forma brusca. Ni siquiera se fijó en el bulto
envuelto en el sucio trapo que sostenía entre mis manos.
Asentí
ligeramente con la cabeza. Abstraído todavía en mis pensamientos.
Aquel
cabeza-buque de Herney por fin se dio cuenta y señaló el pedazo de metal
precioso.
–¡Espera! ¿Qué
es lo que llevas ahí?
Durante unos
segundos le enfrenté la mirada. Tenía el mismo gesto estúpido y pendenciero de
siempre en sus ojos. Eso fue lo que terminó de convencerme.
–Es… oro.
–¿Qué dices
maldito loco?
Una estampida
de voces sonó a coro, haciendo que el eco de sus palabras restallaran por toda
la estancia.
–Oro– repetí
mientras apartaba el paño que cubría aquel pedrusco.
Los rostros de
los que habían ido apretujándose a mí alrededor mostraban muecas de asombro y
codicia por igual. En ese momento parecía que poco importaba ya si hallábamos
la salida.
–¡Trae aquí!
Una mano
codiciosa me arrebató el fragmento de mineral de entre los dedos.
–¡Es cierto,
es oro!– escuché decir a Winslow, que era quien la tenía ahora entre sus manos.
–¿Dónde la has
encontrado, muchacho?– Terció Barlow, el sindicalista.
–Al fondo del
túnel– dije sin más a la vez que me encogía de hombros.
Todos los
hombres sin excepción parecieron recuperar la vitalidad perdida y con paso
apresurado comenzaron a bajar por la galería. La trampa había surtido efecto.
La mosca iba camino de la red de la araña.
Yo por mi
parte, me limité a seguirlos a una distancia prudente. No era capaz de imaginar
lo que allí estaba a punto de ocurrir.
Cuando llegué
de nuevo a la cavidad, no había ni rastro de aquel ser nauseabundo. Aquel
espacio se encontraba ahora en total oscuridad. Todos miraban alrededor como un
atajo de desesperados buscando el origen de aquel tesoro.
–¿Nos estás
tomando el pelo? Aquí no hay nada…
Rugió Herney
con un trasfondo de desesperación en su voz. Su razón había sucumbido a la
codicia. Parecía muy enfadado y a punto de golpear al primero que se
interpusiera en su camino.
–Lo he
encontrado en ese hueco de ahí– dije señalando la caverna que había al fondo y
que había ocupada anteriormente por el ente.
Herney frunció
el ceño. Un par de hombres se sumaron a él. Lentamente se acercaron hasta el
orificio, orientados únicamente por las linternas de los cascos. Algo hizo que
retrocedieran por puro instinto.
De pronto, y
sin previo aviso, un alarido inundó todo el espacio que se abría ante nosotros.
Uno de los hombres pareció ser arrastrado hasta perderse en el interior de
aquel hueco. Sus compañeros se replegaron sin comprender muy bien qué era lo
que ocurría. Entonces, la luz volvió a inundar cada rincón de aquella tumba
improvisada. El ser hambriento salió al fin de su guarida. Desde donde me
encontraba pude ver la absurda expresión de Hervey cuando aquella cosa se lanzó
a por sus piernas y lo derribó violentamente. Un fuerte chasquido rebotó en las
paredes y fue seguido de un agudo grito, más parecido al de una colegiala que
al de un hombretón como él. El resto de la compañía, trataban de huir sin
sentido alguno, como pollos sin cabeza. Pude ver como Randall no sé qué, ese
novato infeliz, ponía una mueca de puro terror con los ojos amenazando con
saltar de las cuencas. Sus fluidos corporales al igual que el de muchos otros
comenzaban a derramarse, flojos por aquel dantesco espectáculo. Aquel parásito
gigantesco se lanzó a por otros dos, y con una terrible embestida los engulló.
Su cuerpo temblaba de placer como si cada bocado que se llevaba a aquellas
horribles fauces le provocara un orgasmo. Mientras tanto, el resto de
compañeros intentaban buscar la salida en vano. El hueco había vuelto a
desaparecer como por arte de magia. El monstruo reptaba a una velocidad
impensable para su tamaño. Atacaba y desgarraba con sus numerosos colmillos sin
compasión. La sangre comenzaba a formar pequeños charcos sobre el duro suelo de
roca. Uno de los novatos se resbaló en uno de ellos y cayó de espaldas. Su
cabeza rebotó produciendo un terrible lamento que sonó como la cáscara de una
nuez bajo el peso de un mazo. El gusano sediento de más carne, de más sangre
con la que llenar su cuerpo todavía exangüe, se abalanzó sobre su cadáver. De
otra sacudida arrastró lo que quedaba de él dentro de su boca.
Tan sólo
quedábamos cuatro. Randall, Barlow el sindicalista, otro novato más y yo. Por
un momento tuve una revelación y temí que todo aquello no hubiera sido más que
un engaño. Que aquella cosa fuera a devorarme a mí también. Una furia empezó a
corroer mis entrañas hasta trepar e invadir todo mi cuerpo. Mientras Randall
corría desesperado con su pala en la mano hacia la criatura, –imagino que en un
loco intento de acabar con ella– yo me adelanté a sus movimientos. Levanté con
fuerza mi pico y con un grito de rabia, lo estrellé contra el lateral de su
cabeza. No hizo falta mucho más. Cayó de lado inerte, con la herramienta
incrustada profundamente en el hueso. No se volvió a mover. El ser ya acaba de
tomar buena cuenta del novato, y un reguero de sangre, como si de un aspersor
se tratara, cayó por encima de nuestros hombros. Sólo quedábamos Randall y yo.
El chaval me miraba como un cervatillo indefenso y acorralado. Me acerqué
lentamente hacia él. Ya no importaba si aquella larva descomunal me devoraba o
no. Tan sólo sentía la necesidad de acabar el trabajo.
–¿Por qué?–
era lo único que repetía una y otra vez aquel infeliz.
Lo miré a los
ojos y saqué un cuchillo oculto en el cinturón. Tras un instante que pudo haber
sido un día completo respondí.
–Porque puedo…
Tres semanas
más tarde, el equipo de rescate consiguió llegar hasta el fondo de la mina.
Apenas tenían esperanzas de rescatar a nadie con vida. Su sorpresa fue
mayúscula cuando encontraron a un hombre semidesnudo y cubierto de la cabeza a
los pies de una sangre que parecía no ser suya.
Mi estado era
deplorable. Pero algo más había cambiado dentro de mí. Ese ser, dios, llamadlo
como queráis, cumplió con su palabra. Pero además me hizo algo más. Algo cambió
en mí. Esa cosa consiguió que sobreviviera, pero a cambio algo mutó en mi
interior.
El resto de la
historia ya la sabéis, o al menos una parte. Tuve tiempo de poner el oro a buen
recaudo antes de que entraran. Cuando me preguntaron, traté de explicar lo
ocurrido. No pintaba nada bien para mí. Por supuesto, no me creyeron. Pero por
otro lado, tampoco encontraron ni a aquel ser ni tampoco a mis compañeros.
Decidieron darme por loco, y me abandonaron aquí sin más.
Esta es mi
historia, y espero que le deis un buen uso.
Por la cuenta
que os trae…
LA ÚLTIMA NOCHE EN CASTLE ROCK ASYLUM.
Joder, ¿Qué ha
sido ese sonido? Estaba a punto de quedarme frito. No veo absolutamente
nada. Cualquiera diría que estoy dentro de la negra y apestosa boca de un lobo.
¿Habéis sido vosotros? No, que tonterías digo. Y para colmo, esos miserables ni
siquiera se molestan ya en encender las luces del pasillo. Si no fuera porque
la luna está llena, no podría distinguir nada. Por suerte, todavía hay
esperanza. Algo de claridad se filtra por el cristal de seguridad instalado en
la puerta. Parece que mi vista comienza a acostumbrarse, pero sigo sin adivinar
que ha podido producir ese ruido. Resultaba extrañamente… metálico.
¿Qué por qué
sonrío ahora como un lunático? Eso me ha dolido. Creía que después de relataros
mi historia, eso último ya no era necesario. Mirad y fijaos bien. ¿No veis nada
raro en la puerta? Exacto. Está abierta. Pero, espera. ¿Y si es una trampa de
esos bastardos para darme otra paliza? Extraña forma de divertirse que tienen
esos hijos de mala madre. Habrá que ir con cuidado. La hoja de metal que
parecía tan pesada en apariencia ha cedido con demasiada facilidad bajo la
palma de mi mano. Me cuesta creer que esa especie de zarpa huesuda y varicosa
que tengo frente a los ojos sea mía. Nada. No se ve a hay nadie en el pasillo.
¿Dónde se habrá metido todo el mundo? Ni siquiera escucho al resto de chiflados
babeando y partiéndose la crisma contra los muros que por seguridad, les
protegen de sí mismos. Parece que hoy es tu día de suerte, Mickey. Te han dado
permiso para abandonar tu lujosa habitación de paredes acolchadas para salir al
patio a jugar con el resto de tus amiguitos.
Pero… ¡Oh! ¿En
serio? Que detalle tan bonito.
Esto sí que no
me lo esperaba. Alguien me ha dejado un regalo apoyado junto al marco de la
puerta. Y hasta sigue conservando ese bonito brillo bermejo en una de sus
afiladas puntas. Igualito que si lo hubieran acabado de usar. Por esta vez,
creo que voy a dejarlo correr. Ahora que la tengo de nuevo entre mis brazos,
parece más ligera. Pero no os equivoquéis, sigue siendo tan robusta y parece
estar igual de sedienta de sangre como el primer día. Quizás debí deciros antes
una cosa, pero no lo creí necesario. Esa cosa es, que siempre pongo nombre a
todas mis herramientas.
Que bien que
lo vamos a pasar ahora que por fin estamos juntos de nuevo, ¿no es cierto, mi
querida Betsie?
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