París, 13 de marzo, Año del Señor de 1314,
La noche había caído sobre la catedral de Notre Damme y también lo había hecho sobre la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, más conocida como la Orden del Temple.
Atrás quedaban casi 2 siglos de intensas Cruzadas en Tierra Santa, acompañadas de numerosas batallas y gestas heroicas. No pocas también eran las leyendas y misterios que habían generado un aura de secretismo y temor alrededor de esta hermética orden. Pero por encima de todo, los Templarios habían crecido increíblemente en poder y riqueza a lo largo de los años que siguieron a la conquista de Tierra Santa durante la Primera Cruzada.
Tan acaudalada y pudiente había llegado a ser la Orden, que el propio rey de Francia, Felipe IV, había llegado a temerla y odiarla. Sin duda alguna, las cuantiosas deudas económicas que tenía con ellos encendían aquellos sentimientos.
Aquel fue el comienzo del fin de Los Templarios, pues el rey inició un complot con el propósito de disolver la Orden. Para ello presionó al Papa Clemente V con el objeto de acusar a los Templarios de herejía y de diversas atrocidades, consiguiendo que todos fueran apresados y torturados sin piedad hasta arrancar de ellos las confesiones deseadas.
Y ahora había llegado el final, allí, a la vista de la imponente catedral y de incontables ojos que rodeaban la dantesca escena en la llamada "Isla de los Judíos". El Maestre Templario, Jacques de Molay, se encontraba atado a una estaca junto a su lugarteniente Geoffroy de Charnay. Ante ellos se encontraban los principales miembros del mezquino complot: el rey Felipe IV con su canciller Guillermo de Nogaret, ambos con aire de triunfo en sus semblantes, y más apartado de ellos, el Papa Clemente V, con una sombra de pesar en su rostro (pues nunca había creído en realidad las infames acusaciones y continuamente había absuelto a la Orden, hasta que su debilidad permitió al rey lograr su propósito).
Felipe IV se adelantó con amplias zancadas y gritó sin volverse hacia el vociferante gentío:
—He aquí los últimos integrantes de una maléfica secta que nos ha estado engañando durante tantos años. Se decían pobres siervos de Cristo, cuando en realidad han practicado las más aberrantes artes en nombre de malignos dioses y horribles demonios. Y con ayuda de quién sabe qué oscuros poderes infernales, han obtenido una riqueza que los ha ayudado en tan perverso propósito y los ha protegido de ser descubiertos. Pero sus depravados actos han llegado a su fin, hoy, aquí, a la vista de Dios y de toda la Cristiandad. Pues yo, Felipe IV, rey de Francia y proclamado como bien sabéis Campeón y Defensor de la Fe, he conseguido detenerlos a todos y arrancarles la confesión de...
—Calla maldito mentiroso —gritó el anciano Maestre con las pocas fuerzas que le quedaban —tú mismo lo acabas de decir. Todas las confesiones que has obtenido de mis caballeros y de mí mismo no son más que el resultado de unas torturas tan horrendas que ni siquiera el mismo Diablo podría infligirlas en el Infierno. Sin duda merezco arder, pues he sido un débil al proclamar unas terribles calumnias contra mi bienamada Orden. Mi cuerpo y mi mente no pudieron soportar el terrible padecimiento en las mazmorras de París, pero ello no es excusa y ahora he de pagar por ello.
«Pero quiero decir una cosa aquí, a la vista de Dios y de toda la Cristiandad: la Orden del Temple no morirá como es vuestro propósito, nunca vuestras ensangrentadas manos tocarán su Tesoro pues yo os conmino a vosotros traidores, antes de que pase un año, a comparecer ante el Tribunal Divino para ser juzgados por Dios Nuestro Señor ¡Malditos seáis, yo os maldigo a vosotros y a vuestra estirpe durante 13 generaciones.»
Aquellas fueron las últimas palabras del último Maestre del Temple. El fuego de la hoguera consumió a aquel valiente hombre que murió sin emitir un quejido, con los ojos cerrados, implorando en silencio el perdón de Dios, pero sobre todo, el de sus hermanos del Temple.
Antes de que pasara un año, Felipe IV murió en extrañas circunstancias durante una cacería, al igual que lo hicieron Clemente V y Guillermo de Nogaret, ambos presuntamente envenenados.
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