Al fondo
veo una vieja noria que dejó de girar hace mucho, mucho tiempo, mientras varias
de sus cabinas se mecen lentamente a causa del viento como si una invisible
mano fantasmal la moviera desde el infinito. Los caballitos dejaron su
trepidante cabalgada hace décadas mientras pierden brillo y se desprenden de su
pintura debido a las inclemencias meteorológicas y el peso del tiempo. En la
caseta de tiro, las pelusas se amontonan formando enormes aglomeraciones
cargadas de bacterias devoradoras a la vez que varios peluches olvidados se
pudren después de décadas de abandono.
La hierba,
antaño verde y vivaz, ahora no es más que una parcela de tierra descolorida y
agrietada de la que surgen decenas de hormigas que han encontrado su hogar en
la tierra yerma.
Un carrito
de la montaña rusa yace oxidado en lo más alto de esta, como si hubiera sido
abandonado después de un terrible accidente. Una caseta de palomitas con los
cristales destrozados y ecos de antiguos copos de maíz explotados coronan lo
alto de una pequeña montaña por la cual se accede a la temible casa del terror,
donde decenas de miles de parejas se han abrazado, acurrucado, gritado y metido
mano mientras recorrían los raíles y diversos monstruos tales como
Frankenstein, Drácula, la momia y Jack El Destripador trataban de darles caza a
su paso sin llegar a franquear la valla delimitadora y que ahora permanecen
igual de muertos que el material del que están hechos.
El cartel
de un bar se balancea agarrado únicamente por una pequeña cadena que no tardará
en ceder y este terminará en el suelo.
Dentro de
la caseta, un grifo de cerveza dejó de gotear y varias latas de cerveza llevan
caducadas demasiados años olvidadas como un viejo balón de fútbol pinchado
descansa en el fondo de un oscuro garaje.
Veo ese columpio
balancearse, hacia delante, hacia detrás, mecido por el viento de invierno, que
se lleva el poco calor que queda. Las cadenas chirrían tras años de soportar
lluvias torrenciales, como mis propios huesos, también chirrían.
Un niño
pasa corriendo con un billete en la mano, deseando llegar a la entrada de la
atracción para montarse en ella tras pagar a un tipo gordo, con barba y
diversos tatuajes en el brazo que extiendo la mano para atrapar el dinero del
peaje. Su madre corre detrás, sabiendo que las ansias del pequeño pueden más
que sus propias fuerzas. Curiosamente ese niño se parece a mí a su edad.
Una pareja
pasa a mi lado, casi chocando con mi hombro mientras ríen descaradamente. El
hombre lleva a la joven agarrada por los hombros mientras porta en la mano un
enorme oso de peluche que ha conseguido en el barracón de tiro y regala a la
joven para intentar tener más puntos y ver si pueden pasar a palabras mayores
esa noche. Aunque ya sé el resultado, y es negativo. Tendrán que esperar por lo
menos dos meses más.
Un payaso
cargado de globos de diversos colores que flotan en el aire saluda a la gente
que entra en el parque de atracciones y les ofrece un globo como detalle de la
directiva del propio parque. El hombre que se oculta debajo del traje de payaso
y toneladas de maquillaje se llama Bob y murió hace 15 años de un ataque al
corazón mientras esperaba en la cola del cine. Las ambulancias tardaron casi
tres cuartos de hora en llegar y cuando por fin aparecieron con una camilla con
ruedas, su corazón hacía bastantes minutos que se había detenido como un reloj
al que has olvidado darle cuerda.
Una
muchacha agarra uno de los globos y lo eleva por el aire, flotando, como su
propia juventud. Se siente como si pudiera volar, siente que es libre, siente
que tiene toda una vida por delante, pronto se casará con su novio con el que lleva
dos años de relación, ese novio que le hace tantísimo reír, que es atento,
comprensible, amable y buena persona y la hace sentir viva, ese novio que la
matará de una paliza cuando llegue un día a casa borracho y descubra que no le
ha preparado la cena y ella tratará de excusarse diciendo que su encargada le
había obligado a hacer horas extras.
Él le gritará
enfurecido que no es problema suyo, que era su obligación el tener la cena
preparada para cuando él llegase, que se partía el lomo trabajando en la
fábrica 10 horas al día, y qué menos, que llegar a casa y tener la cena lista. Conozco
la historia porque aquella joven risueña era mi hermana.
Una
hermosa mujer de 27 años pasea con un carrito de niño, del cual se asoman dos
diminutos pies y dos pequeños bracitos que bailan en el aire, mientras la madre
ríe y se dirige a una de las casetas y se para a hablar con el hombre que la
regenta. Le da un beso en la boca y este sale de detrás y comienza a jugar con
el bebé, mientras una gran sonrisa invade su rostro cansado. Unos fuertes
brazos levantan al bebé por el aire mientras ambos ríen. Se les ve felices, la
típica felicidad que arrastran las parejas que han sido padres recientemente.
El hombre
deja de nuevo al bebé en el carrito y se dirige a su puesto de trabajo mientras
la mujer se aleja con el carrito decidida a dar un paseo por ese lugar donde
lleva tanto tiempo acudiendo diariamente.
Un grupo
de amigos, de unos 35 años están reunidos alrededor de un banco mientras
diversas latas de cervezas vacías y arrugadas inundan el suelo. Ríen
desmesuradamente, incluso varios curiosos se giran para ver de dónde viene ese
alboroto y ríen al ver al grupo de amigos bebidos, sintiendo cierta vergüenza
ajena; ni que fueran muchachos de 17 años. Más tarde, ese grupo de amigos
saldrán despedidos por un barranco en el camino de vuelta al pueblo, muriendo
todos. Los que no murieron debido a la colisión, fallecieron minutos después
ardiendo entre lastimosos gritos de terror y dolor.
Otro niño
pasa corriendo entre la multitud, casi apartando a los que se ponen en medio
hasta llegar a la barraca de tiro donde salta y abraza al hombre que se le
dibuja una gran sonrisa cansada en su boca. Lo levanta en el aire y le da
varias vueltas mientras un dolor terrible se instala en sus riñones. El hombre
ya comienza a tener canas en su robusto pelo que hasta hace poco había sido
completamente negro. Detrás del niño llegan los padres, riendo y saludan al
hombre con diversos besos mientras señalan la barriga de la joven indicándole
que van a ser padres de nuevo.
Una mujer
pasa a mi lado, empujándome mientras noto que mi corazón comienza a acelerar su
ritmo, como si una descarga eléctrica recorriera mi cuerpo hasta llegar al
motor del cuerpo humano. La mujer luce demasiado delgada, aunque sigue
conservando una belleza inusual, solo propia de diosas, con un pañuelo tapando
su calvicie, no quiere que nadie sepa que está agonizando, que el cáncer ha
ganado la partida y pronto dejará este mundo, pero aún así saca fuerzas de un
lugar que el cáncer no ha conseguido dominar y acude a ver a su esposo como ha
hecho durante los 40 años que llevan de relación. 40 años de amor, alguna que
otra discusión que a punto estuvo a punto de disolver el vínculo entre ambos,
pero al final, el pegamento que se llama amor, puede con las discusiones y las
inclemencias de la vida y los une aún más fuerte.
Me veo a
mí mismo entrar por la puerta desvencijada de la cual cuelga una de las puertas
amarrada a un gozne, símbolo de lo que antaño fue un lugar lleno de vida y
ahora yace tan muerto como un cadáver en descomposición dentro de una
claustrofóbica caja de madera. Me veo viejo, atormentado, indefenso,
arrastrando los pies, sin apenas poder caminar, casi sin fuerzas para nada más
que cumplir una vieja promesa que me hice a mí mismo cuando era joven. Entro al
lugar al que acudí durante casi 40 años de trabajo, el sitio en el que pasé los
mejores momentos de mi vida, exceptuando los momentos junto a mi esposa, mi
hijo y mis nietos. Pero este parque de atracciones me dio la vida y ¿qué mejor
que ir a morir al lugar donde has sido más feliz?
Me duelen
mis viejas manos, mis manos que tantas cosas han tocado y soportado.
Me duelen
todas las articulaciones. Algo habitual en un anciano de casi 97 años.
He visto
amigos, familiares y seres conocidos irse con la muerte. Cogerle de la mano y
no soltarla y adentrarse en el extraño mundo que no tardaré en conocer yo
también.
Sé que
pronto será mi turno, pronto me tocará a mí y abandonaré este diminuto cuerpo
en el que habito.
Estoy
cansado, demasiado cansado ni siquiera para volver a casa. Qué más da, no hay
nadie allí, nadie me espera, solo viejos fantasmas que me recuerdan demasiados
momentos, los fantasmas del pasado, igual que este lugar.
Viejos
fantasmas que te acarician, te arropan por las noches y te besan en los
despertares. Los viejos fantasmas que hacen que la línea de la sonrisa suba tan
rápidamente como baje. Amigos, familiares, hijos, amor.
Todos
acabamos siendo fantasmas atrapados por otros fantasmas.
Los
fantasmas de los recuerdos, y créeme, esos son los peores. Los fantasmas
existen, pero no tal como los conocemos. Los fantasmas son recuerdos de nuestra
vida que se niegan a desaparecer.
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2 comentarios:
Bonita conclusión... "Los fantasmas son recuerdos de nuestra vida que se niegan a desaparecer"... Hay tantos recuerdos que vamos perdiendo por camino que ojalá fuese verdad... Aun así, menudo parque de atracciones, ¡¡¡Cualquiera va!!!
Buen relato...
Muchas gracias, nos alegra que te haya gustado :)
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