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jueves, 23 de abril de 2015

El Escudo del Espartano Parte 6 - Batalla en las Puertas del Infierno por Hammer Pain





—Nos estaban esperando —Cleon escupió al suelo con desprecio y maldijo a los Dioses—. ¿Cómo es posible que hayan descubierto nuestra posición? Nos hemos movido como sombras durante la noche y permanecido ocultos mientras lucía el sol, y nuestros exploradores no han hallado ni rastro de ponzoña ateniense en muchos estadios* de distancia durante estos últimos días.

—Aquí hay en juego fuerzas que trascienden el mundo mortal señor, lo presiento —quien hablaba era Garnicles que se encontraba en la primera línea de hoplitas, justo a la espalda de su mentor.

Cleon se volvió con cara de pocos amigos. No necesitaba palabras para hacer notar cuando quería que sus hombres guardaran silencio. Y así lo hizo Garnicles, con la feroz obediencia de un Espartiata.

—Espartano, cuando quiera que me cuenten historias de espectros y fantasmas incluiré a algún sacerdote en mi falange. Libera la mente de estúpidas fantasías y haz que retorne junto a tus Iguales, o acabarás atravesado por alguna lanza ateniense antes de que te des cuenta.  Las únicas fuerzas que marchan por esta zona son las de nuestro ejército —hizo una pausa y volvió la cabeza hacia el horizonte —o al menos así era hasta hoy. Bien, de todas formas poco importa. De hecho es una verdadera suerte, lleváis varios días sin combatir y seguro que ya estáis más blandos que el caldo negro con el que llenamos nuestras tripas. Os vendrá bien un poco de entrenamiento aunque sea ante esos pusilánimes.

Un coro de brazales y lanzas entrechocando entre si aclamaron esas últimas palabras. La alegría ante la perspectiva de un nuevo combate se palpaba en el ambiente. Garnicles sonrió para sus adentros y cerró los puños, enardecido por el poderoso canto de las armas. No obstante, le gustaría que su mentor tuviera más en cuenta a sus preocupaciones aunque bien es cierto que sonaban un poco a desvaríos de una mente decrépita. Ni él mismo se las terminaba de creer pero su intuición no paraba de repetirle que había algo que no marchaba bien. Desde las ramas de los árboles los pájaros observaban la marcha espartana con inquietante atención, el viento soplaba con pasmoso silencio sin apenas revelar signos de vida, hasta se habría atrevido a afirmar que las aguas de los ríos parecían capturar el reflejo de los hombres cuando las atravesaban. ¿Era acaso su mente hastiada de la tediosa ausencia de combates la que producía todas esas sensaciones? Esperaba sinceramente que fuera así.

Hacía varias semanas que el ejército espartano había desembarcado en la costa de Sicilia al mando del general Gilipo. La información sobre los planes y tácticas del enemigo que el traidor ateniense Alcibíades les había proporcionado había resultado de un inestimable valor y les había ayudado a avanzar con rapidez hasta la capital Siracusa, no sin antes reunir un pequeño ejército proveniente de varias ciudades que apoyaban la rebelión contra los atenienses. La presencia de los aguerridos y temibles lacedemonios entre sus filas elevó la moral de los siracusanos de tal forma que consiguieron evitar la invasión de la ciudad a pesar de estar en franca desventaja numérica. La caballería de Siracusa no tuvo rival en la débil caballería ateniense y la falange espartana arrolló a los más de dos mil hoplitas que osaron hacerles frente.

El general ateniense Nicias enfermó de pura desesperación, pues en un abrir y cerrar de ojos la situación había dado un giro drástico y ahora eran él y su ejército los que se encontraban sitiados. No obstante, sus mensajes a Atenas pidiendo auxilio tuvieron respuesta enseguida y un nuevo ejército al mando de Eurimedonte y Demóstenes zarpó hacia Sicilia. Con ellos viajaba un misterioso hombre al que nadie había visto la cara pero su mera presencia ponía nerviosos a los animales y hacía que hombres se sintieran pequeños y bajaran la cabeza. Muchas eran las historias que circulaban sobre él, algunos decían que era un oráculo que podía invocar a los espíritus del Inframundo, otros que era una aberración fruto de las cópulas de Hades con alguna Heleade de los pantanos.

Nadie sabía su nombre pero Garnicles llegaría a conocerlo... y a temerlo.

Ante la inminente llegada de refuerzos enemigos, el general Gilipo había decidido destinar parte de su ejército para recibirlos por sorpresa. Por ese motivo había seleccionado a sus guerreros más veloces que no serían acompañados por ilotas para llevar su equipo ya que no harían más que retrasar su ritmo. Encomendó el mando de ese contingente al veterano Cleon y Garnicles fue el primer nombre que acudió a su mente cuando empezó la elección de soldados que le acompañarían.


— ¡En formación! —la autoritaria voz de Cleon era la que correspondía a un líder de hombres. Los soldados espartanos se movieron con una perfecta coordinación y juntaron los escudos de bronce produciendo un estruendo que sacudió el aire. Todos tenían el semblante sereno pero dentro de ellos la adrenalina crecía y preparaba sus cuerpos para dar lo mejor de si mismos en la inminente lucha. Aferraban con fuerza sus lanzas, ansiosos por que llegara el choque contra la infantería enemiga.

Garnicles se encontraba en la vanguardia del flanco derecho, una elección lógica pues era el flanco encargado de iniciar el ataque envolviendo al flanco izquierdo contrario, por lo que debía contar con los guerreros más fuertes y que destacaran especialmente en el combate. Y no había ninguno que superase a Garnicles.

— ¡Iniciad la marcha!

Las filas se abrieron y uno de los soldados salió de la falange portando una flauta. La llevó a sus labios y comenzó a hacer sonar unas hermosas melodías pero para los enemigos de los espartanos nunca resultaban hermosas. Cuando las escuchaban parecía como si un hechizo actuase sobre ellos pero no había nada de magia ni brujería, simplemente se trataba de una sugestión psicológica que los espartanos habían aprendido a utilizar con mucha eficacia y que les había permitido ganar contiendas sin tener que hacer uso de las armas. No pocos eran los ejércitos que se habían rendido o habían salido huyendo por el terror que les producía ver a todos esos altos guerreros con las capas rojas como la sangre ondeando al compás de aquellas notas musicales.

Pero si el ejército ateniense que les esperaba en lo alto de la loma sentía algo de miedo no lo demostró. Permanecían inmóviles sin mover un solo músculo.

Los espartanos iniciaron el avance en un completo silencio como siempre acostumbraban, siguiendo al flautista que los guiaba a la batalla. Varios de los soldados que iban en vanguardia, entre ellos Garnicles, confiaron sus lanzas al soldado que se hallaba a su derecha y sacaron unas pequeñas lámparas a las cuales prendieron fuego. La luz se reflejaba en las "lamdbas" de los escudos, símbolos del Estado Espartano, confiriéndoles una especie de aura mágica digna de un ejército celestial. Los antiguos héroes en honor a los cuales se encendían aquellos fuegos sagrados estarían sin duda contemplándolos con orgullo desde sus hogares en el infinito.

Pero más abajo, en el mundo de los mortales, era la hora para que otros héroes siguieran escribiendo sus hazañas con valentía y sangre.

Seguían avanzando. Sus pasos estaban perfectamente sincronizados, sus lanzas permanecían erguidas y los escudos se mantenían a idéntica altura del suelo, de forma que cada hombre cubría a su compañero desde los hombros a las rodillas. Eran quinientos efectivos pero se movían como si fueran un solo ser, con un solo corazón y una sola mente. Eran los Iguales y hacían honor a ese nombre.

Al otro lado del campo de batalla los atenienses muy a su pesar seguían sin moverse, obedeciendo las instrucciones recibidas. Veían como se acercaban los espartanos bajo los acordes de las flautas de guerra y hacían acopio de toda su voluntad para no reaccionar. Al mando  de ellos se encontraba el veterano general Argyros, un hombre que ya casi alcanzaba los cincuenta años y que, a pesar de ello, era capaz de vencer a varios jóvenes guerreros a la vez. A su lado se encontraba Phaedrias, que ostentaba el rango de capitán. Las pocas cicatrices que presentaba su cuerpo demostraban su escasa experiencia en la batalla. Meneaba la cabeza con intranquilidad mientras observaba el avance de los espartanos.

—Dentro de poco llegarán a tiro de arco —dijo Phaedrias mientras pasaba la mano por sus rizados cabellos.

—Bien. No olvidéis las órdenes. Mantened la posición y no iniciéis el ataque hasta recibir la señal convenida por... —Argyros guardó silencio y dirigió la mirada hacia la figura encapuchada que aguardaba en la posición más elevada del lugar donde se encontraban. —Me pregunto si alguien conoce su nombre.

—No sé si puede haber nombre para un espectro del Inframundo. Y prefiero no saberlo. Hay quien dice que pronunciar ciertos nombres puede traer la desgracia en forma de pestes y enfermedades que pudren la carne del cuerpo. —Phaedrias había bajado el tono de su voz hasta casi susurrar, ya que temía que aquel ser pudiera escucharle aún encontrándose tan lejos.

Argyros no tuvo más remedio que asentir.  Él temía a aquel desconocido al igual que todos los que se cruzaban en su camino y no entendía realmente el motivo de su presencia en la invasión. Pero el consejo dirigente de Atenas había sido muy claro: debían cumplir todas y cada una de las órdenes que les diera aquel extraño.

— ¿Quién puede contemplar a ese hombre sin sentir una sombra cerniéndose sobre su alma? Pero nuestros gobernantes lo han puesto al frente por algún motivo y no tenemos más remedio que aceptarlo.

Phaedrias soltó un bufido y dio una patada a una piedra.

—Estoy cansado de seguir las instrucciones de ese demonio y de tener pesadillas todas las noches sabiendo que se encuentra entre nosotros. ¿Quién dirige esta invasión, él o Atenas? —elevó las manos al cielo como si esperara recibir ayuda divina. —¡Por el Padre de todos los dioses! Les superamos en efectivos y tenemos la ventaja de una posición más elevada. No entiendo porque no caemos sobre ellos y los aplastamos con la simple ventaja numérica.

—Claro que no, eres un estúpido que únicamente llegó al mando de capitán por ser el hijo de un alto dignatario —dijo una voz lúgubre a sus espaldas.

Ambos se volvieron. El encapuchado se dirigía hacía ellos montado en su gigantesco caballo como una visión surgida en el delirio de un moribundo. Vestía una túnica de seda oscura que le cubría de la cabeza a los pies. A través de su capucha no se veía rostro alguno, era como si una sombra habitará bajo aquellos ropajes.

—Los espartanos son unos maestros consumados en moverse con absoluto sigilo. Si no hubiera sido por mis artes jamás habríais sabido de sus maniobras para interceptaros y aún menos hubieseis podido cogerlos por sorpresa. Día y noche los he estado vigilando. La naturaleza puede ser tus ojos si sabes moldearla para tus propósitos, pero no voy a discutir sobre ello con un ignorante como tú, Phaedrias.

—Pe… pero señor, contamos con una posición elevada. Si lanzamos una carga de caballería les pasaremos por encima y...

—Esos hombres que se nos aproximan son la élite de los espartanos, son los mejores soldados elegidos de entre los mejores soldados del mundo, no son aprendices jugando a la guerra. Saben como formar para detener vuestra caballería, ¿has olvidado Siracusa? Muchacho, tú no durarías ni un pestañeo ante cualquiera de ellos.

Phaedrias sintió que le hervía la sangre y se puso rojo como un tomate, pero agachó la cabeza incapaz de responder ante la autoridad de aquella afirmación y ante el temor que le inspiraba aquel jinete. Argyros intercedió por él.

—Debéis disculpar la impetuosidad de mi capitán, señor. Como todos los jóvenes tiende a dejarse llevar por el corazón y sus ansias de grandeza. Cierto es que esta es su primera guerra en firme y no ha visto en acción a los terribles lacedemonios, pero no carece de valor y se desenvuelve bien en el combate

—No es más que un imberbe aprendiz y harás bien en recordarle quién es el que está al mando de este ejército —Argyros apretó los dientes, sabía que no se refería a él. — Gracias a ello saldréis victoriosos y podréis regresar a vuestra patria vanagloriándoos de haber derrotado a los espartanos, aunque la verdad siempre será que fui yo el artífice de tal hazaña. Esta batalla será ganada gracias a la magia negra no a los músculos ni las lanzas.

«Ahora escuchadme bien. Ni por un momento penséis que me importa lo más mínimo vuestra causa ni los objetivos políticos de Atenas. Si he accedido a participar en esta ridícula invasión ha sido por motivos que no podríais ni os interesa comprender. Baste decir que yo y aquellos a los que sirvo únicamente estamos interesados en acabar con los espartanos y, una vez hayan sido destruidos, yo desapareceré y tal vez nunca me volváis a ver o tal vez tenga que destruiros algún día, nunca se sabe».

Al escuchar estas palabras, Argyros se quedó petrificado sin saber como reaccionar. Sentía a la vez un profundo temor y un impulso de desenvainar su espada y decapitar a aquel que osaba lanzar tal amenaza. Phaedrias estaba pálido y era incapaz de articular palabra alguna.

—Una vez aclaradas estas cuestiones, vamos a lo que nos ocupa. Aguardad hasta que oigaís la llamada de mi cuerno y entonces haced buen uso de las armas que os he proporcionado. No se os ocurra entablar combate cuerpo a cuerpo hasta que recibáis mi señal para ello. Reduciré a polvo a aquel que me desobedezca. Y olvidaos de cargas de caballería como la que propone el "sabio" capitán. No debe haber ni un sólo caballo cerca de los espartanos en cuanto dé comienzo a mi plan. ¿Está todo claro?

A regañadientes Argyros se llevo el puño a su pecho cubierto de bronce e inclinó la cabeza.

—Se hará como ordenáis mi señor— se colocó el casco y ajustó el cinto donde reposaba su espada. —Sólo una pregunta, ¿cual será vuestra señal para acometer contra el enemigo?

—Lo sabrás en cuanto la veas— fue la enigmática respuesta del encapuchado mientras tiraba de las riendas de su caballo y les daba la espalda. —Sí, todos la veréis y la recordareis durante el resto de vuestras miserables vidas.

Con una carcajada se alejó al galope ante las miradas atónitas de Argyros y Phaedrias, el cual temblaba tanto que tuvo que ser sujetado por el veterano general.

El fantasmagórico jinete llegó en cuestión de minutos al punto más elevado de una cercana loma, un punto privilegiado desde el cual podía abarcar con la vista la situación de los dos ejércitos. Un cuerno que no podía haber pertenecido a ningún animal sobre la faz de la tierra se materializó de repente en su mano. Lentamente lo aproximó hacia donde debería haber una cara con una boca, pero no la necesitaba para soplar aquel cuerno. Eso si, de haber tenido boca habría esbozado una amplia sonrisa de satisfacción.  Ya saboreaba el sangriento espectáculo que estaba a punto de presenciar.

«Sí, todos la veréis... y su recuerdo os acompañará incluso cuando crucéis las puertas de la muerte antes de que la noche nos alcance».


La marea de capas escarlata se hallaba ya a poca distancia del bando ateniense. Los fuegos que habían encendido antes ya no estaban, era innecesario seguir honrando a los héroes de antaño, ahora les tocaba el turno a los vivos. Todo lo que portaban en estos momentos eran sus herramientas de muerte. Formaban diez filas con cincuenta soldados en cada una pero, en realidad, se asemejaban más a un sólo ser cuyo esqueleto estuviese formado por escudos redondos y lanzas de más de siete pies de longitud. Aquel caparazón de bronce y púas era una máquina perfectamente ensamblada destinada a la destrucción y la matanza que estaba a punto de someterse a una prueba como jamás había conocido.

Garnicles prestaba más atención a la oscura figura que había detectado en una cima cercana que a los soldados atenienses. Su vista era muy aguda pero no acertaba a verle la cara. Únicamente veía una especie de cuerno enorme que llevaba en la mano, aunque no sabía de donde lo había sacado. De nuevo su intuición le advertía de que algo no andaba bien pero tenía que apartar sin demora la vista de aquel jinete y concentrarse en la multitud de lanzas enemigas que le esperaban como serpientes hambrientas.

Entonces un sonido atronador y profundo recorrió todo el paraje transportado en alas de un viento antinatural que presagiaba terribles calamidades. Todos los guerreros que hace un momento solo tenían en su cabeza la batalla se quedaron quietos como estatuas y miraron nerviosos a su alrededor intentando averiguar de donde procedía aquella inquietante llamada. Sabían perfectamente que no era ninguna señal con el objetivo de ejecutar maniobras militares o algo parecido, ningún instrumento creado por el hombre podría emitir un sonido así. Los siniestros ecos que retumbaban en sus oídos parecían proceder de debajo de sus pies, muy por debajo de ellos y de la misma tierra, como si en algún abismo remoto un coro de sombrías trompetas anunciara la llegada de las legiones infernales.

En las filas atenienses Argyros fue el primero en reaccionar ante el desconcierto que reinaba en el campo de batalla. No podía perder ni un segundo.

— ¡La llamada del jinete! ¡En nombre de los dioses, despertad o los espartiatas se nos echarán encima! —recorría veloz la falange junto a Phaedrias empujando a los soldados para que se movieran. — ¡Rápido, primera fila, arrojad las jabalinas! ¡Arqueros de retaguardia, disparad!

La apremiante voz de su general pareció sacar a los soldados de la confusión que enturbiaba sus mentes y se apresuraron a cumplir las órdenes aunque les temblaban tanto las manos que muchos tuvieron que recoger sus armas del suelo más de una vez. A pesar de no tener la valía de los espartanos estaban bien entrenados y pronto comenzaron a hacer buen uso de aquellas extrañas armas que les habían entregado.

En el lado espartano Cleon también había despertado de la negrura. No entendía bien lo que había pasado pero no le dio más importancia. La claridad había vuelto a su mente y su instinto cultivado en cientos de batallas hizo que levantará la vista, justo a tiempo para ver como una lluvia mortal formada por flechas y jabalinas caía del cielo en dirección hacia ellos. Se golpeó el casco con fuerza para quitarse el aturdimiento y empezó a gritar órdenes frenéticamente.

— ¡Alzad escudos, protegeos de las flechas!

Todos los soldados empezaron a formar un muro de bronce por encima de sus cabezas pero Garnicles ya se encontraba guarecido bajo el suyo pues se había recobrado mucho antes que nadie. Echó un vistazo a través de uno de los escasos resquicios que dejaba la pared de escudos y oteó el cielo. Los proyectiles ya estaban a punto de alcanzarles pero algo llamó la atención del joven. Creyó ver como si una especie de halo oscuro empezara a envolver las puntas de las flechas y las jabalinas. Entonces sus sospechas acerca de brujería y poderes no terrenales despertaron al instante. Y algo le decía que todo tenía que ver con aquel extraño jinete que permanecía en las alturas sin moverse.

No fue un proceso lógico el que permitió a Garnicles darse cuenta de la muerte que se cernía sobre ellos en forma de rayos oscuros a los que sus escudos seguramente no podrían detener.

— ¡Esquivadlas, no permitáis que toquen los escudos! —gritó con todas sus fuerzas.

Demasiado tarde. Las puntas envueltas en llamas negras entraron en contacto con el muro defensivo y, al hacerlo, una serie de pequeñas explosiones empezaron a hacerlos añicos como si fueran pergaminos mojados. Muchos soldados cayeron al suelo con quemaduras y contusiones, y de aquellos menos bendecidos por los dioses únicamente quedó un triste recuerdo en forma de humo y huesos carbonizados.

En cualquier otro ejército el caos se habría apoderado de sus integrantes y se habría producido una masacre total en pocos minutos. Pero la disciplina adquirida por los espartanos a través de años de cruel e inhumano entrenamiento se impuso rápidamente al miedo y a la duda. Cleon no paraba de dar órdenes que eran cumplidas casi al instante por sus hombres, estaban programados para ello y lo demostraban con creces. En un abrir y cerrar de ojos habían rehecho las líneas y cerrado los huecos que habían dejado sus compañeros caídos. Su portentosa rapidez les salvó la vida a muchos porque una segunda andanada de proyectiles flamígeros volvió a caer sobre ellos, y luego otra y después otra más.

El plan ateniense, o mejor dicho el plan de su diabólico caudillo, era claro: romper la férrea unidad espartana, eliminar la principal fuerza que les hacía casi invencibles para dejarlos así vulnerables ante un combate cuerpo a cuerpo. Pero las sorpresas no habían acabado.

Porque he aquí que cuando los espartanos estaban recobrándose de la última tormenta surgieron por sus flancos unas llamas tan negras como las que cubrían las flechas que los estaban castigando. Con los brazos elevados en gesto de invocación, el jinete entonaba unos cánticos en una lengua impía que sólo un hijo de las tinieblas podía conocer. Cada frase que pronunciaba era correspondida por terribles relámpagos que azotaban el cielo como látigos. La luz del sol era paulatinamente engullida por una creciente oscuridad.

La tierra comenzó a temblar pero no se trataba de ningún terremoto. Unas grietas comenzaron a aparecer entorno al ejército espartano y de ellas emergía un humo venenoso que hizo que los soldados empezaran a toser y tener arcadas. Se sentían muy mareados y las armaduras les empezaban a pesar. La vista se les nublaba y empezaron a tener alucinaciones, o eso creían ellos. Del fondo de las grietas empezaron a aparecer unos brazos largos y viscosos, tan negros como la noche y con garras más afiladas que la espada de mejor factura. Tras esos brazos aparecieron al momento sus dueños.  Se trataba de unas repulsivas criaturas con las cabezas deformes y los ojos sangrientos. Abrían y cerraban su enorme boca que estaba salpicada de dientes puntiagudos y ponzoñosos. Garnicles contó al menos diez de esos monstruos. Cualquiera de ellos le triplicaba la estatura y parecían tener la fuerza de cien leones.

Habían acudido a la llamada del jinete desde sabe Zeus que región maldita del infierno y estaban ávidos de carne y sangre. Lentamente comenzaron a caminar hacia los jugosos mortales que iban a saciar un hambre que duraba ya siglos.

Garnicles se colocó al lado Cleon y le preguntó entrecortadamente.

—Señor, ¿qué son esas abominaciones?

—No lo sé muchacho— Cleon notaba como aquel aire nauseabundo se le pegaba a los pulmones— pero no pienso convertirme en su desayuno ¿y tú?

Garnicles se hubiera echado a reír si no se hubiera encontrado tan indispuesto. Sólo un espartano podía bromear en aquella situación tan desesperada. Cualquier hombre de otra procedencia estaría encomendando su alma a los dioses entre llantos y maldiciones.

—Desconozco si Atenas ha hecho un pacto con algún poder maligno o si hay otra causa para lo que está ocurriendo en este lugar —continuó Cleon— pero somos hijos de la sagrada Lacedemonia y jamás cederemos ante ningún enemigo por muy horrible que sea. Debía haberte hecho caso amigo mío, tenías razón en tus sospechas. Si salimos de esta... —tosió con fuerza y la sangre manó de su boca— si salimos de esta haré más caso a tu intuición en adelante ¡lo juro por mi vida y mi muerte! Pero no es momento de lamentos sino de actuar. Acabaremos con esos excrementos del Inframundo que vienen a por nosotros. Llamas negras como cuervos nos rodean e impiden la huida, pero… ¿huída? ¿acaso creen que a los espartanos se nos pasa por la cabeza la idea de la retirada alguna vez? ¡Estúpidos! —señaló con el dedo a los seres que se les aproximaban — ¡Queréis nuestra sangre pero serán las lanzas de Esparta las que sacien su sed con la vuestra!

Sin darse cuenta había ido alzando la voz enardecido por sus propias palabras y los soldados a su alrededor le estaban escuchando atentamente. Entre tanto horror y desesperación parecían estar recordando quienes eran ellos y porqué estaban allí. Garnicles sabía que tenía que avivar la llama que Cleon había encendido en sus corazones.

— ¡Soldados, hermanos de guerra, invencibles Iguales! ¡Volved a empuñar vuestras lanzas! ¡Que los escudos vuelvan a brillar en la oscuridad y su luz traiga la gloria de Esparta a nuestros espíritus y destruya las sombras del mal! ¡Combatid con honor! —empezó a lanzar estocadas con la lanza como si quisiera abrir un agujero en el universo para que los dioses pudieran verlo mejor — ¡Luchad con fuerza y valor! ¡Las puertas del infierno se han abierto amigos, y los habitantes del inframundo vienen a visitarnos! ¡Hagámosles pues una demostración de la hospitalidad espartana!

Los espartiatas comenzaron a reír a carcajadas y aquella risa era como un rayo de esperanza en medio del terror y la muerte. Las lanzas de todos los guerreros se elevaban ya hasta los cielos y los escudos volvían a formar un muro que estaba presto para detener la acometida de las hordas del averno. De nuevo eran un sólo ser, de nuevo eran Esparta.

Argyros no daba crédito al horrendo espectáculo que estaba presenciando. Si temía antes al jinete ahora sus miedos se habían multiplicado hasta límites inimaginables. No podía tratarse de ningún hombre, ahora estaba plenamente convencido, y no acertaba a comprender como había entrado a formar parte de los planes de Atenas. ¿Acaso sus gobernantes sabían de los terroríficos poderes que albergaba? ¿Eran conscientes de sus verdaderos propósitos? El jinete ya les había dicho a él y a Phaedrias que no estaba interesado en los planes atenienses, por lo que debía de perseguir alguna otra meta, una meta que no deseaba conocer. Lo que deseaba era darse la vuelta y abandonar aquel infierno  con sus hombres pero hacerlo significaría una muerte espantosa para todos ellos, tal y como había prometido el jinete.

El propio Phaedrias estaba ya dando pasos hacia atrás de forma inconsciente y su cara reflejaba unas claras intenciones de huir. Argyros le cogió del brazo y le habló con toda la calma que le era posible reunir.

—Esa es la señal de nuestro líder, no cabe duda —a continuación alzó la voz para que todos no sólo Phaedrias  pudieran escucharle. — ¡Disponeos a la batalla soldados! Olvidaos del terror y del miedo, esas criaturas que han salido arrastrándose desde las profundidades de la tierra sin duda nos ayudarán en nuestra misión —pero al echar un vistazo al campo de batalla se cuestionaba a quién debía temer más, si a los hombres o a los monstruos. — ¡Acabemos con los espartanos, por nuestra gloria y la gloria de Atenas!

Gracias a su arenga los soldados lograron sobreponerse al miedo y rápidamente empezaron a formar preparándose para el cuerpo a cuerpo. Argyros y Phaedrias marcharían al frente para dar ejemplo y alentar a sus hombres. Disimulaban a la perfección el terror que sentían ante la idea de aproximarse a las puertas del infierno.


Los espartanos habían adoptado una formación en forma circular para hacer frente a las criaturas que estaban a punto de llegar al alcance de sus lanzas desde todas las direcciones.

—Mira Garnicles, los atenienses se preparan para iniciar la marcha, ¿crees que vienen a ayudarnos contra esas cosas? —dijo el soldado que se encontraba al lado mismo de Garnicles.

—No lo creo Triopas pero todo es posible— apuntó con la lanza al monstruo que apareció delante de ellos. —Concéntrate de momento en este problema que tenemos aquí mismo.

El soldado asintió y asió la lanza fuertemente preparándose para recibir al monstruo. Este abrió la boca y emitió algo parecido a un chillido. Era tan fuerte que algunos guerreros quedaron atontados por un momento, sólo un momento, el que tardó la criatura en asestar varios golpes con sus musculosos brazos sobre el muro de escudos. Era capaz de alcanzar a diez soldados a la vez y las garras cortaban tanto que el bronce a duras penas podía resistirlas. Era tal la violencia de los golpes que Garnicles sintió como si un toro embistiera contra él una y otra vez, pero logró mantenerse en pie. A su lado pudo ver a Triopas sangrando por un brazo y con su escudo desgarrado por varios sitios.

— ¡Vamos! Ponte detrás de mí —le apremió Garnicles mientras le ayudaba a incorporarse. —Yo pararé sus garras y tú ocúpate de intentar alcanzarle cuando abra su guardia.

La criatura volvió a lanzar una serie de golpes pero esta vez Garnicles y Triopas lo estaban esperando. Garnicles clavó los pies en la tierra y contuvo el golpe como pudo aunque le hizo perder ligeramente el equilibrio. Pero Triopas no tenía necesidad de emplear todas sus fuerzas en protegerse, de eso ya se había encargado su compañero, de modo que puso toda su energía en el golpe y alcanzó al monstruo en un costado logrando abrirle una herida por la que empezó a manar sangre negra, pero no daba la sensación de que aquello hubiera afectado demasiado al monstruo.

—Han de tener algún punto débil sin duda— Triopas se secó el sudor que le caía por los bordes del yelmo.

—Confío en ello— dijo Garnicles sin demasiada convicción.

Justo al otro lado de la falange la situación no era mejor para Cleon. Varios espartanos valientes habían perecido bajo las terribles garras y yacían descuartizados por el suelo. Años más tarde se diría que en esa tierra regada con sangre de guerreros y monstruos nunca podría volver a crecer la hierba, tal era la espantosa visión de los lagos de sangre roja y negra que estaban creciendo en ella. Pero los repugnantes monstruos seguían sin tener heridas lo bastante profundas como para detener sus ataques, Cleon se dio cuenta enseguida de ello.

-¡No podemos seguir rodeados por estas cosas, están acabando con nosotros y no les causamos suficiente daño! ¡Atentos, ataque uno a uno!

La estrategia que Cleon pretendía poner en funcionamiento consistía en concentrar todas las lanzas posibles contra una sola criatura mientras los hoplitas no atacantes  se encargaban de mantener a raya con sus escudos a las restantes. De esa forma habría más probabilidades de aumentar las heridas por criatura y así tal vez mandarlas de vuelta a su agujero.

Pero a pesar de que inicialmente la táctica empezó dando buen resultado, ya que consiguieron hacer hincar la rodilla a uno de los monstruos, el cansancio, los vapores tóxicos, los chillidos y los golpes de las garras... todo jugaba en contra de los espartanos que empezaban a tener de nuevo bajas en sus filas. No podían consentir que el combate se alargara por más tiempo pues su enemigo tenía la considerable ventaja de no agotarse y no verse afectado por el humo. No hacía falta ser un general para ver que la única posibilidad que quedaba era una carga total en todas las direcciones aunque eso supusiera romper la formación. Cleon sabía que no le quedaba otra opción pero por nada del mundo querría haber llegado a ella. Romper la formación podía llevar al desastre, así se lo habían enseñado y así había alcanzado tantas victorias ante otras falanges, pero nunca había tenido que afrontar una situación parecida a esta de modo que por una vez tendría que olvidarse de lo que había aprendido.

Garnicles llegó hasta él abriéndose paso entre los soldados. Sangraba por varias heridas y tenía unos cuantos moretones en su cuerpo, aunque presentaba mucho mejor aspecto que la mayoría de sus compañeros.

—Cleon, tenemos que... —empezó la frase pero su mentor ya sabía lo que le iba a decir. Su mejor alumno siempre llegaba a las mismas conclusiones que él.

—Sí, lo sé. No queda otro remedio pero también podría ser que no diera resultado y no quiero sacrificaros inutilmente. No sois un rebaño para mandar al matadero, jamás tendré una infantería como la que formáis vosotros.

—Hay que correr el riesgo. Si continuamos haciéndoles frente así estaremos perdidos de todas formas. Demasiados han muerto ya. Hay que cargar directamente y olvidarse de defender. Quizá sea una locura pero ya sabes lo que dicen de los héroes.

Cleon esbozó una sonrisa y posó su mano en el hombro de Garnicles.

—Es como si combatiese de nuevo al lado de tu padre, le honras a él y a toda tu familia. Sé que tu destino no es morir hoy aquí, los dioses tienen grandes planes de los que sin duda formas parte. Tu padre se sentirá muy orgulloso cuando yo mismo se lo cuente dentro de poco— se llevó la mano al pecho y volvió a toser sangre. —Tenías razón, me hago viejo para esto.

—Eres el mejor guerrero que he conocido y conoceré. Tú nunca serás viejo. Hasta el día en que cruces el río de los muertos seguirás joven y apto para combatir. La vejez solo se encuentra en la mente de los conformistas.

— ¡Vaya! Resulta que además de un excelente soldado eres todo un filósofo. Será mejor que volvamos al combate antes de que te me conviertas en un ateniense.

Ambos rieron y se dieron un fuerte abrazo, como un padre y un hijo que se ven por última vez. Tomaron sus lanzas, que ya estaban totalmente negras por la sangre de las criaturas, y se dirigieron uno a cada extremo de la falange. No necesitaron gritar ninguna orden, sus ojos y su expresión reflejaban claramente  sus intenciones. Todos los espartiatas que quedaban vivos se enderezaron orgullosos olvidando sus heridas y su sufrimiento. Si había llegado la hora de reunirse con sus ancestros que así fuera, lo harían bañados en sangre y gloria. Con alegría y sin ninguna esperanza se dividieron en varios grupos y cargaron sin miedo alguno contra sus sorprendidos enemigos.

El jinete contemplaba la escena y se regocijaba. Su astuto plan se estaba cumpliendo a la perfección y únicamente había tenido que hacer uso de una pequeña parte de su poder.

«Bien, ya se han visto obligados a un ataque desesperado. Aunque logren acabar con los engendros sufrirán tantas bajas que al final solo quedarán unos pocos para enfrentarse al ejército ateniense. Y una vez que esas marionetas cumplan su papel acompañarán a esa basura espartana hacia el olvido».


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lunes, 13 de abril de 2015

El Escudo del Espartano Parte 5 - Vientos de guerra por Hammer Pain


  


   Las estaciones se sucedían siguiendo las inalterables pautas establecidas por los Dioses desde tiempos ya olvidados. Las tierras de la Hélade eran cubiertas con mantos de hojas secas y de brillante nieve que, con el paso de los meses, dejaban su lugar a verdes alfombras de hierba salpicadas con multitud de alegres flores. Sin embargo, las colinas de Laconia, eterno dominio de Esparta, parecían ser un terreno vedado a todo tipo de manifestación artística de la naturaleza, como si la austeridad propia del modo de vida espartano afectara de alguna forma al entorno en el que se desarrollaba. Cada mañana el sol iluminaba por igual tanto los campos donde los ilotas cultivaban como los patios donde los espartiatas se entrenaban y, cuando caía la noche, todo quedaba envuelto por una sepulcral silencio que sólo era roto por el sonido de algún animal que entonaba sus cantos a la luna y las estrellas.

     No obstante, si bien la Tierra Madre danza en el universo al son marcado por la diosa Gea, otros son los fenómenos que rigen la historia de los simples mortales. Las noticias sobre la invasión de Sicilia por parte de Atenas, el principal rival de Esparta en el dominio por el Peloponeso, hacían hervir la sangre de la poderosa ciudad-estado. No había un solo rincón de ella en que no se hablara acerca de la inminente llegada de la flota ateniense al puerto de Siracusa. Muy lejos quedaba ya la Paz de Nicias que ambas polis firmaron, una tregua que no había dejado satisfecho a ninguno de los dos bandos y que no logró hacer desaparecer del todo las hostilidades durante los años que estuvo en vigencia. La guerra había estallado de nuevo y Esparta llevaba la mejor parte gracias a su gran victoria en Mantinea sobre Atenas y sus aliados, Argos y Arcadia. Sin embargo, Atenas se negaba a darse por vencida y ahora se proponía hacerse con el control de Sicilia y sus vastos recursos naturales que, sin duda, le darían alas para reponerse y hacer frente a sus enemigos espartanos.

     Pero los Señores de Laconia no estaban dispuestos a permitir eso. Cortarían rápidamente esas alas, y lo harían con determinación y contundencia, aplastando sin compasión a los enclenques atenienses de tal forma que nunca más osaran volver a alzarse contra ellos. El sentimiento de unidad de todos los ciudadanos libres de Esparta impregnaba la atmósfera hasta hacerse casi palpable y la perspectiva de épicas batallas enardecía el alma de los espartiatas, jóvenes y viejos. El ansia de alcanzar la gloriosa muerte al servicio del Estado multiplicaba la fuerza de los golpes lanzados por los guerreros y aumentaba más si cabe su insensibilidad al dolor físico y mental.

     Garnicles no era ajeno a ese estado de euforia y sus progresos a través del cruel adiestramiento en la Agogé estaban siendo increíbles. Aprendió más rápido que ningún otro a sumergirse en la inmensidad de la naturaleza, a sentir los ritmos que dirigen sus cambiantes ciclos. Se acostumbró a intentar escuchar hasta la más recóndita hoja mecida por el viento y a percibir la vida que se ocultaba en el más ridículo agujero. Entrenó y practicó hasta lograr moverse como un fantasma entre la espesura. La continua exposición a la crueldad de los elementos había dotado a su piel de una tonalidad oscura. Las plantas de sus pies parecían hechas de cuero endurecido, apenas habría sentido dolor al caminar sobre unas zarzas o sobre un brasero. En el aspecto militar demostró ser un excelente soldado, capaz de responder a las órdenes con la velocidad de un pestañeo. No tenía rival en el cuerpo a cuerpo, sus músculos eran duros como el mármol y flexibles como la hierba. La lanza y la espada eran como una extensión de su mente y su cuerpo, con ellas en las manos se convertía en un torbellino de destrucción capaz de atravesar armaduras y escudos. 

    A sus dieciocho años, el espartano había superado duras y terribles pruebas con una habilidad y estoicismo que habían ensombrecido hasta a los más brillantes pupilos de la Agogé. No obstante, no había un sólo día que pasara en que no acudieran a su mente imágenes de su increíble aventura en el bosque de las sombras y en la Cripta de los Caídos ¿Había sido un sueño o realmente había estado allí? El joven no tenía forma de saberlo y no se atrevía a contárselo a nadie, ni siquiera a Cleon, el fiel amigo de su fallecido padre. Su educación estaba enfocada exclusivamente a la guerra y no estaba muy versado en otros asuntos fuera del adiestramiento físico y militar. A pesar de ello, nunca había leído nada ni había oído hablar sobre un lugar semejante a aquel.

     Pero si bien la curiosidad acerca de la posible existencia de la Cripta intrigaba sobremanera al espartano, lo que más colmaba los pensamientos de Garnicles era el formidable escudo que había visto flotar entre rayos de luz divina. "El escudo de un Dios, no cabe duda", esa era la única conclusión lógica a la que podía llegar. Pero, ¿por qué no había sido capaz de cogerlo? ¿por qué había retornado de forma tan súbita a su mundo en Laconia desde ese lugar más allá de todo lo que existe y se puede comprender con los sentidos?. Recordaba también con toda claridad lo que aquel extraño encapuchado le había dicho mientras le señalaba con una mano imposible de concebir en un ser humano. El escudo era su recompensa por la increíble hazaña de sobrevivir a los peligros de la Cripta y del Mundo Exterior.

     «Para convertirte en su dueño y ser capaz de liberar todo su poder antes deberás comprender su misterio, su esencia. Sólo tú sabrás cuando ha llegado ese momento, y entonces el escudo cruzará abismos de oscuridad hasta llegar a ti, tal vez para salvarte la vida». 

    Eso había dicho aquel pavoroso guardián pero, ¿qué significado podía tener? ¿cómo se puede "comprender" el misterio de un arma, ya sea escudo, espada o lanza? Aquello no tenía ningún sentido. Lo único que Garnicles sabía es que el escudo, ese fabuloso escudo que le podría haber hecho imbatible en el combate, se le había escapado cuando ya lo estaba rozando con las yemas de los dedos. Por alguna razón no le habían dejado apoderarse de él. Esa era la única realidad, y era una realidad que le atormentaba y le enfurecía.

     Un día, el joven se encontraba entrenando por su cuenta en una arboleda cercana a su barracón. Moviéndose con rapidez y elegancia, asestaba golpes con una espada de madera a enemigos imaginarios. Entonces notó algo a su espalda, una presencia que no era producto de su imaginación como el resto a las que estaba cortando por la mitad. Volvió rápidamente la cabeza.

     —Que los Dioses contemplen esta fuerza de la naturaleza y se maravillen como un artista ante su más preciada obra. He aquí al efebo admirado por Esparta entera, el más aventajado de los cachorros que manchan de sangre los suelos de la mejor escuela de soldados que existirá jamás. Su espada podría partir el ígneo santuario de Apolo cuando se alza en lo más alto del cielo y sus puños echarían abajo las columnas esculpidas por nuestro antepasado Heracles. Mas, ¿qué hará cuando no sean inexistentes ilusiones las que le ataquen?. Cuando sean guerreros de carne y hueso los que te acorralen como lobos a un cervatillo, cuando sientas el ardiente beso del bronce penetrando en tu cuerpo, ¿qué harás entonces, oh invencible guerrero? 

     —¿Por qué no te acercas?, enseguida lo comprobarás —Garnicles esbozó una ligera sonrisa mientras empezaba a mover la espada con vertiginosos giros de muñeca.

     Cleon salió lentamente de detrás de un árbol con el júbilo de la batalla reflejado en su rostro. No era normal que un superior hablara con tanta informalidad a un alumno, pero como ya sabemos, este no era un alumno corriente, y no por su impresionante progreso en las artes de la guerra sino por ser el hijo de su mejor amigo, muerto durante las incursiones espartanas del Ática. El veterano soldado no podía disimular la especial inclinación que sentía por este prometedor guerrero a quien, a su vez, había llegado a apreciar como al hijo que nunca tuvo. Por ello mismo había sido especialmente duro con él durante su adiestramiento en la Agogé, porque conocía las cualidades innatas del muchacho y sabía que podía llegar hasta lo más alto de la sociedad espartana. Y más alto todavía, a las estancias donde los héroes moran por toda la eternidad cuando dejan sus cuerpos inertes en el campo de batalla.

     Ambos combatientes describían círculos mientras se estudiaban mutuamente, sin apartar la vista el uno del otro ni por un momento. Garnicles sabía que este no era un combate como otros que había conocido en la Agogé. No se trataba de ninguna lucha desigual orientada a educar el cuerpo y la mente para aprender a soportar el dolor y el sufrimiento sino que era una prueba de pericia marcial y habilidad técnica. La concentración era absoluta, ambas voluntades llevaban a cabo un duelo que trascendía los límites de la realidad visible, esa lucha que tiene lugar en otro plano de conciencia y que es donde  primero hay que superar al adversario si se quiere obtener la victoria completa.  La tensión en el ambiente casi se podía tocar y fue Cleon quien se encargó de romperla.

    —¿A qué esperas niño? —le retó burlonamente— ¿acaso te has quedado sin fuerzas mientras jugabas a matar fantasmas?  

     La respuesta de Garnicles fue instantánea. Con la explosividad de una cobra dio varios pasos hacia delante y lanzó una estocada dirigida al estómago de Cleon. Pero este movimiento no era más que una finta que ocultaba su verdadero objetivo, la cabeza. Con una perfecta sincronización Garnicles giró el brazo del arma y dirigió el golpe hacia la frente de su maestro. Pero éste le conocía demasiado bien y, a pesar de la rapidez con que se había ejecutado la técnica, bloqueó la espada de su alumno con otra que había surgido de repente en sus manos.  

     —Demasiado obvio hasta para un ciego, prueba otra vez —le reprochó a la vez que le daba un empujón para mantenerr la distancia.

      Garnicles lanzó entonces un potente tajo dirigido hacia la parte derecha del cuello de Cleon pero éste no volvió a bloquearlo con su espada sino que se valió de su brazalete de cuero. Una decisión acertada ya que había percibido la escasa fuerza que arrastraba el golpe, obviamente con el propósito de enmascarar el verdadero golpe que sin duda sobrevendría por otro lado. Y efectivamente, sus sospechas se confirmaron cuando Garnicles giró su cintura como un resorte y trató de alcanzar el costado izquierdo de su contrincante con un golpe de revés. Pero de nuevo su esfuerzo fue en vano y, tras bloquear su arma, Cleon le propinó una patada en la espalda que le hizo morder el polvo. 

     —¿Estamos peleando o es que quieres que introduzca otra espada por tu sagrado orificio? Si me vuelves a dar la espalda te juró que quebraré tu columna y no te quedarán ganas de tentarme de nuevo. ¡Ataca como un espartano y no como una ramera!  

     El joven notaba hervir la sangre en su interior. Sus ojos, sendos pozos negros como la noche, brillaban con el fuego del infierno y sus dientes rechinaban tanto que parecían piedras rozando unas contra otras. No obstante, respiró hondo y no sucumbió a la ira. Su férrea voluntad se puso en funcionamiento para abatir todo rastro de orgullo herido y  mantener su mente clara como el agua. Se levantó con agilidad felina y empuñó la espada de madera. Cleon le observaba como un halcón mientras se acariciaba la barba. Estaba seguro de que los golpes que había intentado propinarle habrían destrozado a muchos hombres más débiles que él pero no era suficiente con eso, pues sabía del infinito potencial que tenía el muchacho y no estaba dispuesto a que combatiera por debajo de sus posibilidades. 

     Mientras cavilaba sobre estas cuestiones, vio a Garnicles caminando hacia él con pasos lentos y la guardia bajada. En su rostro se reflejaba la inexpresividad más absoluta y nadie podría haber adivinado si estaba triste, alegre, lleno de miedo o con deseos de venganza. Cleon percibió un cambio en esta nueva situación que se presentaba, lo notaba con un instinto que solo puede adquirir alguien que ha vivido en la guerra durante toda su vida y no conoce otro hogar. Garnicles ya estaba casi sobre él pero seguía sin hacer otra cosa que andar, la espada continuaba sin vida en su brazo.

    Una extraña sensación de duda se cernía sobre Cleon, pocas veces había visto que alguien adoptara semejante postura despreocupada durante un combate contra él, normalmente sus contrincantes mantenían una extrema alerta y muchos mostraban nervios e incluso miedo al tener que enfrentarse a un titán de puro músculo y gigantesca estatura. Pero la perplejidad pronto dio paso a la satisfacción, era maravilloso ver tal grado de seguridad y valor en el hijo de su mejor amigo y compañero de armas. Llegaría más lejos de lo que cualquiera de ellos habría llegado nunca, estaba convencido. Ya le tenía a dos pasos de distancia. Sus ojos le miraban como si vieran más allá de él, como si no existiera, como si ya hubiera vencido ¿realmente aquel loco pretendía pasar por encima de él andando tranquilamente?

     «De acuerdo maldito héroe, tú lo has querido», Cleon sentía ganas de reír por primera vez en mucho tiempo mientras se abalanzaba sobre Garnicles.

     Pocos habrían podido captar la totalidad de movimientos que vinieron a continuación, en apenas treinta segundos dignos de ser recordados por las futuras generaciones. Como dos huracanes que chocasen uno contra otro, ambos guerreros iniciaron una danza mortal donde las espadas parecían borrones en el aire y sólo paraban cuando chocaban entre si o con alguna parte de los dos cuerpos. El espectáculo era terrible y asombroso mientras la sangre regaba el suelo bajo sus pies, sin que ello mermara la ferocidad de los golpes en absoluto. Tras aquellos segundos que parecieron durar años, pues en verdad cualquiera que hubiera estado allí habría afirmando que el tiempo se había detenido, sólo uno de los dos colosos permanecía en pie.

     —Te haces viejo para esto amigo mío ¿te ayudo a levantarte o prefieres que me ponga de espaldas otra vez a ver si eso te anima? —le ofreció Garnicles mientras escupía restos de sangre con desdén.  

     —Eres un mocoso, ¿cómo te atreves a hablarle así a un superior? —bramó Cleon mientras se levantaba con el semblante furibundo y dispuesto a reanudar la contienda.

    —Es bien conocido el sarcasmo espartano, tú mismo eres un maestro en la materia como has demostrado pero yo no me quedo atrás —. Ambos rieron como pocas veces se había visto y se vería en el mismo corazón de Esparta.

    —Bien, desde luego eres hijo de tu padre y parece como si hubiera combatido con él otra vez como tantas veces hice en el pasado —reconoció Cleon mientras limpiaba la sangre de su rostro —. Hacía mucho que nadie me hacía morder el polvo así y me alegró que al menos hayas sido tú. Pero no creas que me has vencido con la espada sino que lo has hecho con el arma más poderosa que tenemos, la mente. No has sido tan necio como para dejarte arrastrar por mis hirientes palabras como harían muchos otros. En cambio a mí me has obligado a dudar cuando te has acercado de esa forma tan temeraria y esa ha sido tu verdadera victoria. Los dioses te han bendecido desde luego, tienes tu fama bien ganada, incluso más de lo que crees—. Cleon se lo quedó mirando fijamente. 

     —¿Señor? —Garnicles pestañeó totalmente desconcertado. Si le hubieran dicho que habían encontrado un cíclope borracho en el Senado le habría resultado algo más creíble que aquella noticia. 

     —Tus impresionantes habilidades, al igual que para mí, no han pasado desapercibidas para el consejo supremo de los Éforos. Han tomado una decisión sin precedentes. A pesar de no haber cumplido los veinte años, han ordenado que pases a formar parte de los periecos. Pronto se te comunicará la unidad militar a la que te incorporarás de inmediato.  

      —¿Es acaso otra broma? —. Garnicles seguía sin dar crédito a lo que estaba oyendo—La ley es la ley para todos, sin excepciones. Esa es una de las bases de la grandeza de nuestro Estado. 

     —Las decisiones de los sumos sacerdotes son inapelables, pues es la que nos hacen llegar los mismísimos Dioses a través de ellos. En su infinita sabiduría saben que un soldado como tú no puede permanecer más tiempo sin abrazar la verdadera batalla, deben estar verdaderamente ansiosos de ver como te desenvuelves en ella —Cleon esbozó una sonrisa—. Soplan vientos de guerra mi joven amigo y juntos dejaremos que nos lleven hasta nuestro destino. Casi puedo ver a esos afeminados atenienses, paralizados presas del terror mientras nos contemplan a nosotros dos junto a nuestros hermanos, con las capas ondeando rojas como la sangre y los yelmos inundados de luz dorada. Derrotaremos a esos desgraciados y la supremacía de Esparta no conocerá fín.

     —Si es esa la voluntad de los Dioses y de Esparta cumpliré con mi sagrado deber. Me siento orgulloso de poder combatir junto a los más grandes soldados que existen y, sobre todo, de poder luchar a tu lado como antaño hizo mi padre, lanza con lanza, escudo con escudo. Juró hoy y aquí mismo que no decepcionaré la sangre que corre por mis venas.

     —Por supuesto que no lo harás, si no yo mismo te perseguiré hasta el Inframundo para castigar tu incompetencia —le susurró Cleon mientras le amenazaba con su puño de hierro. 

     Así pues, por fin había llegado el momento, y lo hacía mucho antes de lo que estaba establecido según marcaba la ley. Garnicles casi no podía creerlo. ¿Realmente era posible que fuera una especie de "elegido de los Dioses"? no, aquello era inconcebible. Desde siempre le habían enseñado a dejar de lado su propia individualidad para formar parte de un todo completo que hacía funcionar su querida patria. El no era más que una pieza de ese perfecto engranaje, sin embargo, no podía evitar sentir un cierto deseo de que aquella fábula se hiciese real. Mientras estos sueños de grandeza flotaban dispersos en su mente, su mirada se perdió hacia el horizonte, en dirección al mar. Lejos de allí, en el puerto, numerosos barcos se encontraban ya cargados con armas y víveres, preparados para zarpar con cientos de espartanos a bordo. 

     Con el nacer de un nuevo día, Garnicles y Cleon se dirigían hacia Sicilia. El barco surcaba el mar con gran rapidez gracias al fuerte viento que soplaba. Un viento que, como había dicho Cleon, prometía guerra y gloria.

     Garnicles contempló el sol alzándose sereno en el horizonte y no pudo evitar recordar cierto escudo que, igual de brillante e inalcanzable, había visto una vez en un... ¿sueño?.

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martes, 7 de abril de 2015

El Escudo del Espartano Parte 4 - La Revelación por Hammer Pain



Todo cuanto podía oír era el sonido de su propia respiración. Notaba como el aire entraba y salía de sus pulmones mientras sus ojos intentaban penetrar en la dorada oscuridad para percibir cualquier movimiento o signo de vida... ¿Cómo era posible? la lanza que acababa de arrojar con todas sus fuerzas debería haber hecho algún ruido, ya fuera por haber alcanzado un blanco o bien al caer al suelo. Sin embargo, el silencio continuaba reinando en aquel fantasmagórico lugar. La oscuridad había engullido su lanza como el mar engulle al río.

     Pero lo que más preocupaba al espartano era la voz que acababa de escuchar surgida de la nada, una voz tan profunda y a la vez suave que no podía haber surgido de ninguna garganta humana... "no necesitarás tu arma en este sagrado lugar"... la frase no paraba de dar vueltas en su cabeza. No obstante, no estaba dispuesto a obedecerla y menos en la situación en que se encontraba. Su mano busco instintivamente el cuchillo que guardaba en su pequeña bolsa pero no la encontró allí donde debería estar, seguramente la había perdido durante su desesperada carrera a través del bosque. Estaba desarmado. Intentó hallar algo con que poder defenderse pero fue en vano.

     Finalmente, el joven llegó a la conclusión de que su única opción era intentar encontrar el origen de aquella extraña voz. Tal vez eso significara meterse de lleno en una trampa o encontrarse librando un combate con fuerzas más allá de su comprensión, pero poco le importaba. Si había llegado el momento de morir no se quedaría esperando mansamente a que las tinieblas vinieran a buscarlo. Enfrentaría su destino como un guerrero hasta el final, ya fuera ante hombres o demonios.

     Con los sentidos bien alerta comenzó a caminar en la dirección hacia donde había arrojado su lanza. La caverna era aun más grande de lo que parecía pero a Garnicles le daba la sensación de que cambiaba sutilmente de tamaño conforme se movía a través de ella. La suave luz que emanaba del mármol daba en verdad un aspecto irreal e ilusorio a todo el entorno y parecía confundir sus sentidos.
Las estatuas que había a su alrededor lo intranquilizaban pero las encontraba fascinantes a la vez. A pesar de no recibir una esmerada educación en lo que se refería a arte, ni siquiera un espartano podía permanecer indiferente ante el increíble nivel de detalle y la impecable manufactura que se apreciaban en ellas, y que habrían dejado en ridículo al más brillante escultor de Grecia. 

     Y era precisamente la inhumana perfección de estas estatuas la que despertaba el temor de Garnicles, pues tenía la sensación de que iban a cobrar vida en cualquier momento, seguramente para atacarle. No paraba de apretar sus puños continuamente como si intentara aferrarse a la seguridad de una lanza que ya no tenía y que tampoco encontraba a pesar de que ya llevaba un buen rato andando. Era un gran lanzador sin duda, capaz de mandar una pesada piedra a muchos metros de distancia, pero ni siquiera su enorme fuerza podría haber mandando la lanza a más distancia de la que llevaba recorrida.

     Continuó caminando. El temor iba dando paso a la incredulidad y al desconcierto, y estos a su vez, a la monotonía y al tedio. Si hubiera sido otro hombre seguramente no habría podido reaccionar con la rapidez con que lo hizo Garnicles cuando, de repente, sintió que algo se encontraba justo a a su espalda. En la milésima de segundo de que disponía sólo tuvo tiempo de echarse al suelo y dar una voltereta mientras algo pasaba por encima de él con cegadora velocidad. Pero no tuvo tiempo para recapacitar en lo que había pasado, pues mientras se incorporaba volvió a sentir que algo llegaba desde arriba y tuvo que desplazarse hacia un lado como un felino para no ser atravesado por una especie de destello azulado.
Varias veces más tuvo que realizar esquivas y acrobacias desesperadas para salvar su vida sin ver ni oír nada, hasta que cesó por fin aquella danza mortal. El muchacho estaba exhausto, casi más que cuando se había enfrentado a las sombras en el bosque. Jamás había sufrido una prueba tan difícil de superar, ni siquiera con sus mentores. Y no había salido ileso, enseguida reparó en algunas heridas que presentaba allá donde ese destello mortífero había estado a punto de cortarlo por la mitad. Haciendo acopio de toda la voluntad labrada durante sus crueles entrenamientos, serenó los nervios y se dispuso a vendar las heridas arrancando trozos de su escasa ropa...

     —Simples arañazos para un espartano.

     Al oír la voz, Garnicles levantó inmediatamente la cabeza y el corazón le dio un vuelco. El escenario había cambiado completamente. Se encontraba en una cámara embaldosada de forma circular y parcialmente iluminada por unas antorchas, mucho más pequeña que la gran caverna  en la que estaba hacía unos instantes. Ante él se hallaba lo que parecía un altar de forma rectangular, del mismo mármol áureo que había visto pero menos brillante. Estaba adornado con multitud de figuras y grabados que parecían estar vivos, como si flotaran en la oscuridad haciendo un efecto similar a los reflejos en el agua. Detrás del altar se encontraba una misteriosa figura envuelta en una brillante túnica negra, de un tejido que parecía urdido por manos divinas. Su rostro quedaba oculto por una gran capucha que le confería un aspecto inquietante.
Garnicles abría y cerraba los ojos una y otra vez, incapaz de aceptar lo que le estaban mostrando en aquel momento.

     —¿Quién eres? ¿qué es este lugar? ¿por qué quieres matarme? —preguntó el joven mientras ponía todos los músculos de su cuerpo en tensión, preparándose para otro infernal ataque.

     —Demasiadas preguntas para un espartano- la voz estaba desprovista de toda emoción y resonaba suavemente por la cámara, como si surgiera de todas partes en vez de salir del propio encapuchado—. Yo no te he atacado, has sido tú mismo al intentar derramar sangre con tu arma en este lugar de paz eterna. Te avisé de que no necesitarías armas, aquí nadie te hará daño. Los Caídos que te atacaron en el Exterior no pueden entrar en el lugar donde reposan sus almas para siempre.

     —¿Cómo sabes que...? —empezó a decir Garnicles pero el desconocido alzó la mano indicando que guardara silencio.

     —Muchos otros antes que tú han hallado el camino hacia el Exterior y la mayor parte de ellos no pudieron escapar de las garras de los Caídos. Es imposible saber cual fue el origen de esos sórdidos espíritus pero sólo tienen un propósito: perseguir a todo aquel que atraviesa sus dominios hasta atraparlo para devorar sus huesos y su sangre. Cuando eso ocurre, el cuerpo inerte del desventurado pasa a formar parte de su espantoso ejército, pero aun así no todo está perdido para él. Si luchó con valor y fuerza contra los Caídos su alma logra escapar al fatal destino y vaga hasta encontrar esta cripta, donde descansará hasta que se apaguen las estrellas. Por eso yo la llamo la Cripta de los Caídos. Ya has visto todas las tumbas y estatuas que han sido erigidas en su honor.

     —¿La Cripta de los Caídos? —el desconcierto se reflejaba en el rostro de Garnicles con total claridad—. Jamás he oído hablar de tal lugar.

     —Ni tú ni ningún mortal. Estas estancias no se encuentran en ninguna parte, puede que ni los Dioses sepan de su existencia. Más allá del Exterior que rodea la Cripta no hay nada y, sin embargo, existen senderos desconocidos por los que un mortal puede cruzar los muros invisibles y penetrar en el Exterior. Ni siquiera yo recuerdo cómo llegué aquí ni cuanto tiempo llevo de guardia pero siento que han sido siglos y siglos. 

     —Todavía no me has dicho quién eres —le recordó Garnicles. 

     —Sólo soy el fiel siervo de la Cripta y mi único deber es custodiar la recompensa —fue la respuesta del tétrico encapuchado.

      —¿La recompensa? 

     —El premio para aquel que sea digno de recibirlo, el que triunfa ante los Caídos, el que vence su miedo, el que sobrevive a la Cripta. Nunca lo había tenido ante mí, hasta este momento —el extraño alargó el brazo y le señaló con un dedo blanco y huesudo.

     —Pero has dicho que algunos consiguieron burlar a esas sombras demoníacas...

     —Cierto y lograron bajar hasta lo más profundo de la Cripta. Pero, al igual que tú, no hicieron caso de mi advertencia. Empuñaron sus armas y atacaron a enemigos imaginarios presas del terror y del pánico, así que la Cripta los castigó por perturbar el sueño de los Caídos. Pero tú has conseguido sobrevivir a su terrible venganza, eres digno de recibir la recompensa.

     Para asombro del espartano, una forma comenzó a materializarse encima del altar. Mientras lo hacía, muchos rayos de diversas tonalidades empezaron a emerger desde ella, por lo que Garnicles tuvo que taparse momentáneamente los ojos. Cuando las luces y los rayos cesaron, volvió la mirada hacia el altar. Entonces vio que un formidable escudo se hallaba flotando justo delante del encapuchado como por arte de magia. Parecía estar envuelto en llamas pues un halo de color rojizo cubría todo su contorno. Daba la sensación de que cualquiera que portara ese escudo sería imparable en la batalla.

     Garnicles todavía se mantenía cauteloso ante todos los acontecimientos pero, poco a poco, fue olvidando sus temores y empezó a sentir un deseo irrefrenable de apoderarse de aquella maravilla. Lentamente comenzó a dar unos pasos hacia el altar. 

     El siervo de la Cripta habló entonces:

     —Contempla espartano, admira tu recompensa. Este escudo ha sido creado en las inalcanzables entrañas de la Cripta, el fuego de sus forjas vive en él e impregna hasta el último de sus poros, ningún arma mortal podrá quebrarlo jamás. Pero hay una última cosa que debes saber. Para convertirte en su dueño y ser capaz de liberar todo su poder antes deberás comprender su misterio, su esencia. Sólo tú sabrás cuando ha llegado ese momento, y entonces el escudo cruzará abismos de oscuridad hasta llegar a ti, tal vez para salvarte la vida.

     Garnicles pareció oír estas palabras como si surgieran de un sueño. Su vista y su concentración estaban totalmente enfocadas en el escudo. Ya casi podía tocarlo con sus manos. Cuando lo tuviera en su poder sería invencible, no habría hombre capaz de batirle. Su nombre, el de su familia y el de la propia Esparta crecerían hasta tal magnitud que los propios Dioses los escucharían retumbar en las salas del Olimpo. Unos escasos milímetros le separaban de la gloria suprema.

     Entonces, con un gran sobresalto, se encontró de repente en el suelo. No había ni rastro del escudo, del encapuchado ni de la Cripta. Estaba al lado de su cama, el resto de sus compañeros dormían muy cerca. A través de la ventana del barracón la noche permanecía en calma bajo la atenta mirada de la luna.

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lunes, 30 de marzo de 2015

El Escudo del Espartano Parte 3 - La Cripta de los Caídos por Hammer Pain




No podía saber los minutos o las horas que llevaba corriendo. El tiempo se había esfumado, había sido engullido por la esfera de oscuridad y lluvia que lo rodeaba sin darle tregua. ¿Qué era lo que los dioses tramaban? Seguía atravesando con su lanza todas las sombras y las formas irreales que salían a su paso pero aquello no parecía tener fin. Cada vez estaba más convencido de que no había forma de salir victorioso de aquella pesadilla.
La desesperación intentaba abrirse paso para conquistar el baluarte donde su voluntad seguía resistiendo con fiera determinación. Más de una vez se sintió tentado a detener sus piernas y sus brazos abandonándose al fatal destino que los dioses, por alguna razón desconocida, le habían preparado. Luchó contra si mismo una y otra vez, llegando hasta las fronteras mismas de su cordura, asomándose a las cornisas de la razón que conducen al abismo sin retorno de la locura.

Entonces, bien fuera por efecto de su cerebro exhausto o por la extraña realidad que lo rodeaba, Garnicles creyó divisar algo a lo lejos entre la lluvia. Y no era uno de los horrores que lo acosaban sin cesar. Parecía como un pequeño portal que rielaba en mitad de la nada, un punto levemente iluminado por una luz anaranjada que salía de su interior. El joven pensó que podría tratarse de un espejismo pero no le importó en absoluto. Aquella diminuta abertura, fuese real o no, estaba cada vez más cerca y se convirtió inmediatamente en la meta final de su frenética carrera.

Con las fuerzas renovadas y el ánimo levantado por aquella pequeña luz de esperanza, Garnicles apretó los dientes hasta casi hacerlos estallar y se obligó a aumentar el ritmo. Al límite de su capacidad física como estaba, no podría mantenerlo durante mucho tiempo. Tenía que llegar lo antes posible o sufriría un desfallecimiento que supondría el final de su vida y de todas las hazañas que estaba llamado a realizar en nombre de Esparta. Viendo lo que el muchacho se proponía, las sombras demoníacas trataron de aferrarse a él como un enjambre de abejas para intentar hacerlo caer al suelo, pero Garnicles no cejó en su empeño y las fue dejando atrás por escasa distancia. Con el último aliento saliendo de la boca, consiguió atravesar aquel umbral que significaba la salvación, o al menos eso necesitaba creer en aquel momento.

Cuando recuperó la respiración y empezó a ver de nuevo con claridad contempló tumbado en el suelo el nuevo lugar donde se encontraba. El techo y las paredes estaban hechos de piedra como en una cueva  natural pero tenían un color extraño, una mezcla de gris y dorado que brillaba con una tenue y casi mágica luminosidad. Al otro lado del portal no se veían formas ni lluvia, ni siquiera oscuridad. Garnicles no habría podido describirlo con palabras. Simplemente era una infinita vastedad donde no había nada, como si se contemplara el reflejo de una noche sin luna, estrellas ni oscuridad.

Lentamente se fue incorporando apoyándose en su lanza. Sentía hambre y frío y le dolía terriblemente todo el cuerpo. El esfuerzo sobrehumano al que había sometido a sus músculos habría podido matar a cualquier otro hombre que no tuviera en su piel las marcas de la enseñanza de la Agojé. Pero estaba contento de haber podido sobrevivir a la infernal carrera. Ahora se trataba de encontrar la salida de aquel lugar para regresar al bosque y ya había adivinado que no podría hacerlo por el mismo lugar por el que había entrado pues no había ningún camino, ni siquiera un suelo en el que pisar, y tampoco tenía la intención de volver a combatir con los horrendos enemigos sin número que casi habían conseguido acabar con él.

Sólo tenía un sendero para continuar. Unos escalones tallados en la piedra que descendían hacia las profundidades, tal vez hasta el mismísimo infierno. Con el corazón palpitando aferró la lanza y comenzó a descender por la escalera. Se había quitado las sandalias, pues su instinto le exhortaba a no hacer el más mínimo ruido en aquel desconocido corredor, y caminaba con el sigilo de un gato callejero. Poco a poco el escenario comenzó a cambiar. La piedra iba desapareciendo para dar paso a mármol pulido con la misma tonalidad dorada. Tallados en él se podían apreciar claramente multitud de símbolos esotéricos e imágenes extrañas que desconcertaron a Garnicles. El alfabeto que había aprendido y las pocas esculturas o los dibujos que había contemplado en su vida no se asemejaban en nada a aquello pero estaba seguro de que, fuera lo que fuera, se trataba de algo muy antiguo, tan antiguo como los propios dioses.

Un miedo irracional empezó a aflorar en el interior de Garnicles conforme se adentraba en lo desconocido. Ese miedo era alimentado por una suave bruma que empezaba a acompañarlo en su pavorosa travesía. Parecía nacer del mármol dorado pero no podía asegurarlo. La luz que brotaba de las paredes empezaba a ser insuficiente para ver con claridad y Garnicles tuvo que empezar a guiarse con la lanza como un ciego con su bastón. Se le empezaba a erizar el pelo de los brazos por el temor a lo que pudiera surgir en cualquier momento de la bruma y estaba intranquilo porque el pasillo era estrecho, lo cual representaría una dificultad si tenía que combatir con su lanza larga.

Pero no fue necesario luchar. El alivio se reflejó en el rostro del espartano cuando la bruma fue desapareciendo y llegó al final del túnel. Sujetó la lanza con ambas manos y avanzó con suma cautela hasta la estancia que se abría ante él. Entonces se quedó petrificado y los ojos se le abrieron de par en par. Había entrado en un amplio recinto totalmente recubierto por el mármol dorado y muy parecido al interior de un templo pero que, a la vez, se asemejaba a una gran caverna. El suelo era de color negro azabache y tenía una textura similar a la arena de playa. Unas enormes columnas surgían de él y llegaban hasta el techo a muchos pies de altura y contenían los mismos grabados que había visto en el túnel por el que había bajado. Imponentes estatuas blancas y doradas representando a héroes antiguos se alzaban sobre las lápidas de numerosas tumbas a lo largo de la caverna y en las paredes se encontraban miles de nichos rellenos de polvorientas calaveras que parecían mirarlo como fantasmas surgidos de tiempos inmemoriales.

Ahora hacía un calor sofocante. Garnicles notaba como el sudor resbalaba por su cara y creía en verdad que se encontraba deambulando por el infierno. Intentaba no hacer ruido al andar pero el silencio que reinaba en aquella cripta era tan terrible que cada pisada sonaba como si una falange entera marchara a la batalla. Recorría con sus ojos nerviosos todo el horizonte que tenía ante él, listo para moverse como un torbellino a la primera sospecha de ataque. La iluminación que irradiaba de las paredes y las columnas era suficiente para ver en un amplio radio pero apenas suponía una pequeña porción de la caverna entera. El muchacho sólo oía el ruido de su respiración mientras avanzaba entre los lechos mortuorios...

—No necesitarás tu arma en este sagrado lugar.

La voz surgió muy cerca de su posición. La reacción de Garnicles fue la de un guerrero nato que se encuentra en un momento de neurótica tensión: con una perfecta sincronía de todo su cuerpo, giró sobre sus tobillos y arrojó la lanza lejos, hacia la oscuridad.


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lunes, 23 de marzo de 2015

El Escudo del Espartano Parte 2 - Sombras en la tormenta por Hammer Pain




Sus pisadas resonaban en la hierba y llegaban a sus oídos con toda claridad. El bosque por el que caminaba se encontraba en el más absoluto silencio, apenas mancillado por alguna ráfaga de viento que agitaba las ramas en las copas de los árboles. No había ni rastro de vida a su alrededor y apenas podía oír algún ruido aparte del que producían sus sandalias. Su única compañía eran una lanza de madera y una pequeña bolsa con algunos utensilios.

Garnicles apenas podía recordar cuando había iniciado aquel viaje, su mente se hallaba ocupada en otros asuntos. Recuerdos de antaño. 

Llevaba ya varias horas caminando por el bosque y comenzó a sentirse hastiado del ruido de sus pasos y de la monótona frondosidad que lo envolvía.  Decidió trepar un árbol para poder emerger por encima del bosque y sentir de nuevo el abrazo del aire. Escogió uno de los árboles más robustos y altos que pudo encontrar y comenzó a subir por su tronco valiéndose de sus ágiles movimientos y su poderosa musculatura. Para él era un juego de niños pero cualquiera que lo hubiera visto trepar habría dudado si estaba viendo a un hombre ó a un mono. Cuando al fin coronó el árbol, pudo contemplar la inmensidad del bosque, una gran sábana verde que cubría muchos kilómetros del territorio de Laconia. A lo lejos más hacia el norte, se alzaban imponentes las montañas de Arcadia. El sur quedaba cubierto totalmente por las aguas del Egeo.

El cielo estaba gris y nuboso, y al sol no le quedaba más remedio que ocultarse tras su velo. Garnicles pudo sentir el contacto del fresco aire y se sintió reconfortado. La naturaleza formaba parte de él. Había sido su nueva madre desde que, al entrar en la Agogé, le separaron de aquella que lo concibió. Se le había obligado a vagar por los campos, los bosques y las montañas en las más pésimas condiciones, sin alimentos, sin agua y sin apenas ropa. Su inteligencia, su disciplina y su fortaleza eran las únicas herramientas de que disponía para sobrevivir. Ello formaba parte de un entrenamiento que sólo tenía dos posibles finales: morir ó llegar a ser uno de los guerreros más fuertes de La Tierra.

Mientras sentía el efecto vigorizante del aire cerró los ojos y alzó los brazos al cielo, como dando las gracias por este precioso regalo a los Anemoi, los Dioses del Viento.

Entonces el silencio sucumbió de repente cuando un rayo cruzó el cielo seguido muy de cerca por el trueno, su eterno perseguidor. Inmediatamente el cielo comenzó a llorar, y sus lágrimas eran muy abundantes. Garnicles decidió bajar del árbol para intentar buscar un refugio donde pasar la noche. Tras llegar al suelo con rapidez, oyó de nuevo otro trueno, esta vez más fuerte, y la lluvia comenzó a intensificarse. «Zeus está especialmente irascible», este pensamiento cruzó la mente del muchacho cuando, de repente, un rayo cayó cerca de su posición e hizo estallar uno los árboles más pequeños del bosque. Las astillas de madera quemada cayeron sobre él pero no le lastimaron ya que se movió con la velocidad de una pantera y consiguió esquivarlas a duras penas.

No esperó a que Zeus le obsequiara con otro de sus regalos. Sujetando bien la lanza y la bolsa, echó a correr por el bosque. No podía ver bien, la lluvia era cada vez más cerrada y la noche estaba arrivando con una rapidez antinatural. Además, el bosque se estaba haciendo más y más frondoso conforme se adentraba en él, y tenía que ir apartando ramas que se le echaban encima sin piedad, como si se encontrara en uno de sus habituales combates en la Agogé. Mientras las esquivaba y las golpeaba, no podía evitar pensar en el gran parecido que tenía esta situación con la que se presentaba habitualmente en las luchas contra sus maestros, peleando medio ciego por la sangre y el sudor, rodeado por sombras mortíferas que amenazaban su vida.

Sombras... había muchas sombras, cada vez podía ver más y más... lo rodeaban por delante, por detrás, a los lados... por más que golpeara con toda su hercúlea fuerza y derribara una sombra siempre surgían otras tres en su lugar para interponerse en su carrera. El agotamiento y la desesperación estaban empezando a hacer mella en Garnicles y ya no podía distinguir bien las formas de esas sombras... a veces le parecían árboles, a veces le parecían instructores ó compañeros de la Agogé, a veces incluso parecían tener siluetas deformes y grotescas, como si se tratara de demonios del Tártaro...

Pero no, un espartano puede morir en combate pero nunca sucumbir al miedo ni a la desesperación. Buscando fuerzas en los rincones más inexplorados de su cuerpo y de su alma, Garnicles apretó los dientes y acometió con la devastadora potencia del mar cuando golpea en los acantilados. Todo su universo se redujo a destrozar y pisotear las oscuras formas que intentaban pararlo, acabar con los enemigos sin vacilación y sin temor alguno. No existía el bosque, ni el aire, ni siquiera Esparta... corría por un vacío de oscuridad que parecía no tener fin...

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