jueves, 23 de abril de 2015

El Escudo del Espartano Parte 6 - Batalla en las Puertas del Infierno por Hammer Pain





—Nos estaban esperando —Cleon escupió al suelo con desprecio y maldijo a los Dioses—. ¿Cómo es posible que hayan descubierto nuestra posición? Nos hemos movido como sombras durante la noche y permanecido ocultos mientras lucía el sol, y nuestros exploradores no han hallado ni rastro de ponzoña ateniense en muchos estadios* de distancia durante estos últimos días.

—Aquí hay en juego fuerzas que trascienden el mundo mortal señor, lo presiento —quien hablaba era Garnicles que se encontraba en la primera línea de hoplitas, justo a la espalda de su mentor.

Cleon se volvió con cara de pocos amigos. No necesitaba palabras para hacer notar cuando quería que sus hombres guardaran silencio. Y así lo hizo Garnicles, con la feroz obediencia de un Espartiata.

—Espartano, cuando quiera que me cuenten historias de espectros y fantasmas incluiré a algún sacerdote en mi falange. Libera la mente de estúpidas fantasías y haz que retorne junto a tus Iguales, o acabarás atravesado por alguna lanza ateniense antes de que te des cuenta.  Las únicas fuerzas que marchan por esta zona son las de nuestro ejército —hizo una pausa y volvió la cabeza hacia el horizonte —o al menos así era hasta hoy. Bien, de todas formas poco importa. De hecho es una verdadera suerte, lleváis varios días sin combatir y seguro que ya estáis más blandos que el caldo negro con el que llenamos nuestras tripas. Os vendrá bien un poco de entrenamiento aunque sea ante esos pusilánimes.

Un coro de brazales y lanzas entrechocando entre si aclamaron esas últimas palabras. La alegría ante la perspectiva de un nuevo combate se palpaba en el ambiente. Garnicles sonrió para sus adentros y cerró los puños, enardecido por el poderoso canto de las armas. No obstante, le gustaría que su mentor tuviera más en cuenta a sus preocupaciones aunque bien es cierto que sonaban un poco a desvaríos de una mente decrépita. Ni él mismo se las terminaba de creer pero su intuición no paraba de repetirle que había algo que no marchaba bien. Desde las ramas de los árboles los pájaros observaban la marcha espartana con inquietante atención, el viento soplaba con pasmoso silencio sin apenas revelar signos de vida, hasta se habría atrevido a afirmar que las aguas de los ríos parecían capturar el reflejo de los hombres cuando las atravesaban. ¿Era acaso su mente hastiada de la tediosa ausencia de combates la que producía todas esas sensaciones? Esperaba sinceramente que fuera así.

Hacía varias semanas que el ejército espartano había desembarcado en la costa de Sicilia al mando del general Gilipo. La información sobre los planes y tácticas del enemigo que el traidor ateniense Alcibíades les había proporcionado había resultado de un inestimable valor y les había ayudado a avanzar con rapidez hasta la capital Siracusa, no sin antes reunir un pequeño ejército proveniente de varias ciudades que apoyaban la rebelión contra los atenienses. La presencia de los aguerridos y temibles lacedemonios entre sus filas elevó la moral de los siracusanos de tal forma que consiguieron evitar la invasión de la ciudad a pesar de estar en franca desventaja numérica. La caballería de Siracusa no tuvo rival en la débil caballería ateniense y la falange espartana arrolló a los más de dos mil hoplitas que osaron hacerles frente.

El general ateniense Nicias enfermó de pura desesperación, pues en un abrir y cerrar de ojos la situación había dado un giro drástico y ahora eran él y su ejército los que se encontraban sitiados. No obstante, sus mensajes a Atenas pidiendo auxilio tuvieron respuesta enseguida y un nuevo ejército al mando de Eurimedonte y Demóstenes zarpó hacia Sicilia. Con ellos viajaba un misterioso hombre al que nadie había visto la cara pero su mera presencia ponía nerviosos a los animales y hacía que hombres se sintieran pequeños y bajaran la cabeza. Muchas eran las historias que circulaban sobre él, algunos decían que era un oráculo que podía invocar a los espíritus del Inframundo, otros que era una aberración fruto de las cópulas de Hades con alguna Heleade de los pantanos.

Nadie sabía su nombre pero Garnicles llegaría a conocerlo... y a temerlo.

Ante la inminente llegada de refuerzos enemigos, el general Gilipo había decidido destinar parte de su ejército para recibirlos por sorpresa. Por ese motivo había seleccionado a sus guerreros más veloces que no serían acompañados por ilotas para llevar su equipo ya que no harían más que retrasar su ritmo. Encomendó el mando de ese contingente al veterano Cleon y Garnicles fue el primer nombre que acudió a su mente cuando empezó la elección de soldados que le acompañarían.


— ¡En formación! —la autoritaria voz de Cleon era la que correspondía a un líder de hombres. Los soldados espartanos se movieron con una perfecta coordinación y juntaron los escudos de bronce produciendo un estruendo que sacudió el aire. Todos tenían el semblante sereno pero dentro de ellos la adrenalina crecía y preparaba sus cuerpos para dar lo mejor de si mismos en la inminente lucha. Aferraban con fuerza sus lanzas, ansiosos por que llegara el choque contra la infantería enemiga.

Garnicles se encontraba en la vanguardia del flanco derecho, una elección lógica pues era el flanco encargado de iniciar el ataque envolviendo al flanco izquierdo contrario, por lo que debía contar con los guerreros más fuertes y que destacaran especialmente en el combate. Y no había ninguno que superase a Garnicles.

— ¡Iniciad la marcha!

Las filas se abrieron y uno de los soldados salió de la falange portando una flauta. La llevó a sus labios y comenzó a hacer sonar unas hermosas melodías pero para los enemigos de los espartanos nunca resultaban hermosas. Cuando las escuchaban parecía como si un hechizo actuase sobre ellos pero no había nada de magia ni brujería, simplemente se trataba de una sugestión psicológica que los espartanos habían aprendido a utilizar con mucha eficacia y que les había permitido ganar contiendas sin tener que hacer uso de las armas. No pocos eran los ejércitos que se habían rendido o habían salido huyendo por el terror que les producía ver a todos esos altos guerreros con las capas rojas como la sangre ondeando al compás de aquellas notas musicales.

Pero si el ejército ateniense que les esperaba en lo alto de la loma sentía algo de miedo no lo demostró. Permanecían inmóviles sin mover un solo músculo.

Los espartanos iniciaron el avance en un completo silencio como siempre acostumbraban, siguiendo al flautista que los guiaba a la batalla. Varios de los soldados que iban en vanguardia, entre ellos Garnicles, confiaron sus lanzas al soldado que se hallaba a su derecha y sacaron unas pequeñas lámparas a las cuales prendieron fuego. La luz se reflejaba en las "lamdbas" de los escudos, símbolos del Estado Espartano, confiriéndoles una especie de aura mágica digna de un ejército celestial. Los antiguos héroes en honor a los cuales se encendían aquellos fuegos sagrados estarían sin duda contemplándolos con orgullo desde sus hogares en el infinito.

Pero más abajo, en el mundo de los mortales, era la hora para que otros héroes siguieran escribiendo sus hazañas con valentía y sangre.

Seguían avanzando. Sus pasos estaban perfectamente sincronizados, sus lanzas permanecían erguidas y los escudos se mantenían a idéntica altura del suelo, de forma que cada hombre cubría a su compañero desde los hombros a las rodillas. Eran quinientos efectivos pero se movían como si fueran un solo ser, con un solo corazón y una sola mente. Eran los Iguales y hacían honor a ese nombre.

Al otro lado del campo de batalla los atenienses muy a su pesar seguían sin moverse, obedeciendo las instrucciones recibidas. Veían como se acercaban los espartanos bajo los acordes de las flautas de guerra y hacían acopio de toda su voluntad para no reaccionar. Al mando  de ellos se encontraba el veterano general Argyros, un hombre que ya casi alcanzaba los cincuenta años y que, a pesar de ello, era capaz de vencer a varios jóvenes guerreros a la vez. A su lado se encontraba Phaedrias, que ostentaba el rango de capitán. Las pocas cicatrices que presentaba su cuerpo demostraban su escasa experiencia en la batalla. Meneaba la cabeza con intranquilidad mientras observaba el avance de los espartanos.

—Dentro de poco llegarán a tiro de arco —dijo Phaedrias mientras pasaba la mano por sus rizados cabellos.

—Bien. No olvidéis las órdenes. Mantened la posición y no iniciéis el ataque hasta recibir la señal convenida por... —Argyros guardó silencio y dirigió la mirada hacia la figura encapuchada que aguardaba en la posición más elevada del lugar donde se encontraban. —Me pregunto si alguien conoce su nombre.

—No sé si puede haber nombre para un espectro del Inframundo. Y prefiero no saberlo. Hay quien dice que pronunciar ciertos nombres puede traer la desgracia en forma de pestes y enfermedades que pudren la carne del cuerpo. —Phaedrias había bajado el tono de su voz hasta casi susurrar, ya que temía que aquel ser pudiera escucharle aún encontrándose tan lejos.

Argyros no tuvo más remedio que asentir.  Él temía a aquel desconocido al igual que todos los que se cruzaban en su camino y no entendía realmente el motivo de su presencia en la invasión. Pero el consejo dirigente de Atenas había sido muy claro: debían cumplir todas y cada una de las órdenes que les diera aquel extraño.

— ¿Quién puede contemplar a ese hombre sin sentir una sombra cerniéndose sobre su alma? Pero nuestros gobernantes lo han puesto al frente por algún motivo y no tenemos más remedio que aceptarlo.

Phaedrias soltó un bufido y dio una patada a una piedra.

—Estoy cansado de seguir las instrucciones de ese demonio y de tener pesadillas todas las noches sabiendo que se encuentra entre nosotros. ¿Quién dirige esta invasión, él o Atenas? —elevó las manos al cielo como si esperara recibir ayuda divina. —¡Por el Padre de todos los dioses! Les superamos en efectivos y tenemos la ventaja de una posición más elevada. No entiendo porque no caemos sobre ellos y los aplastamos con la simple ventaja numérica.

—Claro que no, eres un estúpido que únicamente llegó al mando de capitán por ser el hijo de un alto dignatario —dijo una voz lúgubre a sus espaldas.

Ambos se volvieron. El encapuchado se dirigía hacía ellos montado en su gigantesco caballo como una visión surgida en el delirio de un moribundo. Vestía una túnica de seda oscura que le cubría de la cabeza a los pies. A través de su capucha no se veía rostro alguno, era como si una sombra habitará bajo aquellos ropajes.

—Los espartanos son unos maestros consumados en moverse con absoluto sigilo. Si no hubiera sido por mis artes jamás habríais sabido de sus maniobras para interceptaros y aún menos hubieseis podido cogerlos por sorpresa. Día y noche los he estado vigilando. La naturaleza puede ser tus ojos si sabes moldearla para tus propósitos, pero no voy a discutir sobre ello con un ignorante como tú, Phaedrias.

—Pe… pero señor, contamos con una posición elevada. Si lanzamos una carga de caballería les pasaremos por encima y...

—Esos hombres que se nos aproximan son la élite de los espartanos, son los mejores soldados elegidos de entre los mejores soldados del mundo, no son aprendices jugando a la guerra. Saben como formar para detener vuestra caballería, ¿has olvidado Siracusa? Muchacho, tú no durarías ni un pestañeo ante cualquiera de ellos.

Phaedrias sintió que le hervía la sangre y se puso rojo como un tomate, pero agachó la cabeza incapaz de responder ante la autoridad de aquella afirmación y ante el temor que le inspiraba aquel jinete. Argyros intercedió por él.

—Debéis disculpar la impetuosidad de mi capitán, señor. Como todos los jóvenes tiende a dejarse llevar por el corazón y sus ansias de grandeza. Cierto es que esta es su primera guerra en firme y no ha visto en acción a los terribles lacedemonios, pero no carece de valor y se desenvuelve bien en el combate

—No es más que un imberbe aprendiz y harás bien en recordarle quién es el que está al mando de este ejército —Argyros apretó los dientes, sabía que no se refería a él. — Gracias a ello saldréis victoriosos y podréis regresar a vuestra patria vanagloriándoos de haber derrotado a los espartanos, aunque la verdad siempre será que fui yo el artífice de tal hazaña. Esta batalla será ganada gracias a la magia negra no a los músculos ni las lanzas.

«Ahora escuchadme bien. Ni por un momento penséis que me importa lo más mínimo vuestra causa ni los objetivos políticos de Atenas. Si he accedido a participar en esta ridícula invasión ha sido por motivos que no podríais ni os interesa comprender. Baste decir que yo y aquellos a los que sirvo únicamente estamos interesados en acabar con los espartanos y, una vez hayan sido destruidos, yo desapareceré y tal vez nunca me volváis a ver o tal vez tenga que destruiros algún día, nunca se sabe».

Al escuchar estas palabras, Argyros se quedó petrificado sin saber como reaccionar. Sentía a la vez un profundo temor y un impulso de desenvainar su espada y decapitar a aquel que osaba lanzar tal amenaza. Phaedrias estaba pálido y era incapaz de articular palabra alguna.

—Una vez aclaradas estas cuestiones, vamos a lo que nos ocupa. Aguardad hasta que oigaís la llamada de mi cuerno y entonces haced buen uso de las armas que os he proporcionado. No se os ocurra entablar combate cuerpo a cuerpo hasta que recibáis mi señal para ello. Reduciré a polvo a aquel que me desobedezca. Y olvidaos de cargas de caballería como la que propone el "sabio" capitán. No debe haber ni un sólo caballo cerca de los espartanos en cuanto dé comienzo a mi plan. ¿Está todo claro?

A regañadientes Argyros se llevo el puño a su pecho cubierto de bronce e inclinó la cabeza.

—Se hará como ordenáis mi señor— se colocó el casco y ajustó el cinto donde reposaba su espada. —Sólo una pregunta, ¿cual será vuestra señal para acometer contra el enemigo?

—Lo sabrás en cuanto la veas— fue la enigmática respuesta del encapuchado mientras tiraba de las riendas de su caballo y les daba la espalda. —Sí, todos la veréis y la recordareis durante el resto de vuestras miserables vidas.

Con una carcajada se alejó al galope ante las miradas atónitas de Argyros y Phaedrias, el cual temblaba tanto que tuvo que ser sujetado por el veterano general.

El fantasmagórico jinete llegó en cuestión de minutos al punto más elevado de una cercana loma, un punto privilegiado desde el cual podía abarcar con la vista la situación de los dos ejércitos. Un cuerno que no podía haber pertenecido a ningún animal sobre la faz de la tierra se materializó de repente en su mano. Lentamente lo aproximó hacia donde debería haber una cara con una boca, pero no la necesitaba para soplar aquel cuerno. Eso si, de haber tenido boca habría esbozado una amplia sonrisa de satisfacción.  Ya saboreaba el sangriento espectáculo que estaba a punto de presenciar.

«Sí, todos la veréis... y su recuerdo os acompañará incluso cuando crucéis las puertas de la muerte antes de que la noche nos alcance».


La marea de capas escarlata se hallaba ya a poca distancia del bando ateniense. Los fuegos que habían encendido antes ya no estaban, era innecesario seguir honrando a los héroes de antaño, ahora les tocaba el turno a los vivos. Todo lo que portaban en estos momentos eran sus herramientas de muerte. Formaban diez filas con cincuenta soldados en cada una pero, en realidad, se asemejaban más a un sólo ser cuyo esqueleto estuviese formado por escudos redondos y lanzas de más de siete pies de longitud. Aquel caparazón de bronce y púas era una máquina perfectamente ensamblada destinada a la destrucción y la matanza que estaba a punto de someterse a una prueba como jamás había conocido.

Garnicles prestaba más atención a la oscura figura que había detectado en una cima cercana que a los soldados atenienses. Su vista era muy aguda pero no acertaba a verle la cara. Únicamente veía una especie de cuerno enorme que llevaba en la mano, aunque no sabía de donde lo había sacado. De nuevo su intuición le advertía de que algo no andaba bien pero tenía que apartar sin demora la vista de aquel jinete y concentrarse en la multitud de lanzas enemigas que le esperaban como serpientes hambrientas.

Entonces un sonido atronador y profundo recorrió todo el paraje transportado en alas de un viento antinatural que presagiaba terribles calamidades. Todos los guerreros que hace un momento solo tenían en su cabeza la batalla se quedaron quietos como estatuas y miraron nerviosos a su alrededor intentando averiguar de donde procedía aquella inquietante llamada. Sabían perfectamente que no era ninguna señal con el objetivo de ejecutar maniobras militares o algo parecido, ningún instrumento creado por el hombre podría emitir un sonido así. Los siniestros ecos que retumbaban en sus oídos parecían proceder de debajo de sus pies, muy por debajo de ellos y de la misma tierra, como si en algún abismo remoto un coro de sombrías trompetas anunciara la llegada de las legiones infernales.

En las filas atenienses Argyros fue el primero en reaccionar ante el desconcierto que reinaba en el campo de batalla. No podía perder ni un segundo.

— ¡La llamada del jinete! ¡En nombre de los dioses, despertad o los espartiatas se nos echarán encima! —recorría veloz la falange junto a Phaedrias empujando a los soldados para que se movieran. — ¡Rápido, primera fila, arrojad las jabalinas! ¡Arqueros de retaguardia, disparad!

La apremiante voz de su general pareció sacar a los soldados de la confusión que enturbiaba sus mentes y se apresuraron a cumplir las órdenes aunque les temblaban tanto las manos que muchos tuvieron que recoger sus armas del suelo más de una vez. A pesar de no tener la valía de los espartanos estaban bien entrenados y pronto comenzaron a hacer buen uso de aquellas extrañas armas que les habían entregado.

En el lado espartano Cleon también había despertado de la negrura. No entendía bien lo que había pasado pero no le dio más importancia. La claridad había vuelto a su mente y su instinto cultivado en cientos de batallas hizo que levantará la vista, justo a tiempo para ver como una lluvia mortal formada por flechas y jabalinas caía del cielo en dirección hacia ellos. Se golpeó el casco con fuerza para quitarse el aturdimiento y empezó a gritar órdenes frenéticamente.

— ¡Alzad escudos, protegeos de las flechas!

Todos los soldados empezaron a formar un muro de bronce por encima de sus cabezas pero Garnicles ya se encontraba guarecido bajo el suyo pues se había recobrado mucho antes que nadie. Echó un vistazo a través de uno de los escasos resquicios que dejaba la pared de escudos y oteó el cielo. Los proyectiles ya estaban a punto de alcanzarles pero algo llamó la atención del joven. Creyó ver como si una especie de halo oscuro empezara a envolver las puntas de las flechas y las jabalinas. Entonces sus sospechas acerca de brujería y poderes no terrenales despertaron al instante. Y algo le decía que todo tenía que ver con aquel extraño jinete que permanecía en las alturas sin moverse.

No fue un proceso lógico el que permitió a Garnicles darse cuenta de la muerte que se cernía sobre ellos en forma de rayos oscuros a los que sus escudos seguramente no podrían detener.

— ¡Esquivadlas, no permitáis que toquen los escudos! —gritó con todas sus fuerzas.

Demasiado tarde. Las puntas envueltas en llamas negras entraron en contacto con el muro defensivo y, al hacerlo, una serie de pequeñas explosiones empezaron a hacerlos añicos como si fueran pergaminos mojados. Muchos soldados cayeron al suelo con quemaduras y contusiones, y de aquellos menos bendecidos por los dioses únicamente quedó un triste recuerdo en forma de humo y huesos carbonizados.

En cualquier otro ejército el caos se habría apoderado de sus integrantes y se habría producido una masacre total en pocos minutos. Pero la disciplina adquirida por los espartanos a través de años de cruel e inhumano entrenamiento se impuso rápidamente al miedo y a la duda. Cleon no paraba de dar órdenes que eran cumplidas casi al instante por sus hombres, estaban programados para ello y lo demostraban con creces. En un abrir y cerrar de ojos habían rehecho las líneas y cerrado los huecos que habían dejado sus compañeros caídos. Su portentosa rapidez les salvó la vida a muchos porque una segunda andanada de proyectiles flamígeros volvió a caer sobre ellos, y luego otra y después otra más.

El plan ateniense, o mejor dicho el plan de su diabólico caudillo, era claro: romper la férrea unidad espartana, eliminar la principal fuerza que les hacía casi invencibles para dejarlos así vulnerables ante un combate cuerpo a cuerpo. Pero las sorpresas no habían acabado.

Porque he aquí que cuando los espartanos estaban recobrándose de la última tormenta surgieron por sus flancos unas llamas tan negras como las que cubrían las flechas que los estaban castigando. Con los brazos elevados en gesto de invocación, el jinete entonaba unos cánticos en una lengua impía que sólo un hijo de las tinieblas podía conocer. Cada frase que pronunciaba era correspondida por terribles relámpagos que azotaban el cielo como látigos. La luz del sol era paulatinamente engullida por una creciente oscuridad.

La tierra comenzó a temblar pero no se trataba de ningún terremoto. Unas grietas comenzaron a aparecer entorno al ejército espartano y de ellas emergía un humo venenoso que hizo que los soldados empezaran a toser y tener arcadas. Se sentían muy mareados y las armaduras les empezaban a pesar. La vista se les nublaba y empezaron a tener alucinaciones, o eso creían ellos. Del fondo de las grietas empezaron a aparecer unos brazos largos y viscosos, tan negros como la noche y con garras más afiladas que la espada de mejor factura. Tras esos brazos aparecieron al momento sus dueños.  Se trataba de unas repulsivas criaturas con las cabezas deformes y los ojos sangrientos. Abrían y cerraban su enorme boca que estaba salpicada de dientes puntiagudos y ponzoñosos. Garnicles contó al menos diez de esos monstruos. Cualquiera de ellos le triplicaba la estatura y parecían tener la fuerza de cien leones.

Habían acudido a la llamada del jinete desde sabe Zeus que región maldita del infierno y estaban ávidos de carne y sangre. Lentamente comenzaron a caminar hacia los jugosos mortales que iban a saciar un hambre que duraba ya siglos.

Garnicles se colocó al lado Cleon y le preguntó entrecortadamente.

—Señor, ¿qué son esas abominaciones?

—No lo sé muchacho— Cleon notaba como aquel aire nauseabundo se le pegaba a los pulmones— pero no pienso convertirme en su desayuno ¿y tú?

Garnicles se hubiera echado a reír si no se hubiera encontrado tan indispuesto. Sólo un espartano podía bromear en aquella situación tan desesperada. Cualquier hombre de otra procedencia estaría encomendando su alma a los dioses entre llantos y maldiciones.

—Desconozco si Atenas ha hecho un pacto con algún poder maligno o si hay otra causa para lo que está ocurriendo en este lugar —continuó Cleon— pero somos hijos de la sagrada Lacedemonia y jamás cederemos ante ningún enemigo por muy horrible que sea. Debía haberte hecho caso amigo mío, tenías razón en tus sospechas. Si salimos de esta... —tosió con fuerza y la sangre manó de su boca— si salimos de esta haré más caso a tu intuición en adelante ¡lo juro por mi vida y mi muerte! Pero no es momento de lamentos sino de actuar. Acabaremos con esos excrementos del Inframundo que vienen a por nosotros. Llamas negras como cuervos nos rodean e impiden la huida, pero… ¿huída? ¿acaso creen que a los espartanos se nos pasa por la cabeza la idea de la retirada alguna vez? ¡Estúpidos! —señaló con el dedo a los seres que se les aproximaban — ¡Queréis nuestra sangre pero serán las lanzas de Esparta las que sacien su sed con la vuestra!

Sin darse cuenta había ido alzando la voz enardecido por sus propias palabras y los soldados a su alrededor le estaban escuchando atentamente. Entre tanto horror y desesperación parecían estar recordando quienes eran ellos y porqué estaban allí. Garnicles sabía que tenía que avivar la llama que Cleon había encendido en sus corazones.

— ¡Soldados, hermanos de guerra, invencibles Iguales! ¡Volved a empuñar vuestras lanzas! ¡Que los escudos vuelvan a brillar en la oscuridad y su luz traiga la gloria de Esparta a nuestros espíritus y destruya las sombras del mal! ¡Combatid con honor! —empezó a lanzar estocadas con la lanza como si quisiera abrir un agujero en el universo para que los dioses pudieran verlo mejor — ¡Luchad con fuerza y valor! ¡Las puertas del infierno se han abierto amigos, y los habitantes del inframundo vienen a visitarnos! ¡Hagámosles pues una demostración de la hospitalidad espartana!

Los espartiatas comenzaron a reír a carcajadas y aquella risa era como un rayo de esperanza en medio del terror y la muerte. Las lanzas de todos los guerreros se elevaban ya hasta los cielos y los escudos volvían a formar un muro que estaba presto para detener la acometida de las hordas del averno. De nuevo eran un sólo ser, de nuevo eran Esparta.

Argyros no daba crédito al horrendo espectáculo que estaba presenciando. Si temía antes al jinete ahora sus miedos se habían multiplicado hasta límites inimaginables. No podía tratarse de ningún hombre, ahora estaba plenamente convencido, y no acertaba a comprender como había entrado a formar parte de los planes de Atenas. ¿Acaso sus gobernantes sabían de los terroríficos poderes que albergaba? ¿Eran conscientes de sus verdaderos propósitos? El jinete ya les había dicho a él y a Phaedrias que no estaba interesado en los planes atenienses, por lo que debía de perseguir alguna otra meta, una meta que no deseaba conocer. Lo que deseaba era darse la vuelta y abandonar aquel infierno  con sus hombres pero hacerlo significaría una muerte espantosa para todos ellos, tal y como había prometido el jinete.

El propio Phaedrias estaba ya dando pasos hacia atrás de forma inconsciente y su cara reflejaba unas claras intenciones de huir. Argyros le cogió del brazo y le habló con toda la calma que le era posible reunir.

—Esa es la señal de nuestro líder, no cabe duda —a continuación alzó la voz para que todos no sólo Phaedrias  pudieran escucharle. — ¡Disponeos a la batalla soldados! Olvidaos del terror y del miedo, esas criaturas que han salido arrastrándose desde las profundidades de la tierra sin duda nos ayudarán en nuestra misión —pero al echar un vistazo al campo de batalla se cuestionaba a quién debía temer más, si a los hombres o a los monstruos. — ¡Acabemos con los espartanos, por nuestra gloria y la gloria de Atenas!

Gracias a su arenga los soldados lograron sobreponerse al miedo y rápidamente empezaron a formar preparándose para el cuerpo a cuerpo. Argyros y Phaedrias marcharían al frente para dar ejemplo y alentar a sus hombres. Disimulaban a la perfección el terror que sentían ante la idea de aproximarse a las puertas del infierno.


Los espartanos habían adoptado una formación en forma circular para hacer frente a las criaturas que estaban a punto de llegar al alcance de sus lanzas desde todas las direcciones.

—Mira Garnicles, los atenienses se preparan para iniciar la marcha, ¿crees que vienen a ayudarnos contra esas cosas? —dijo el soldado que se encontraba al lado mismo de Garnicles.

—No lo creo Triopas pero todo es posible— apuntó con la lanza al monstruo que apareció delante de ellos. —Concéntrate de momento en este problema que tenemos aquí mismo.

El soldado asintió y asió la lanza fuertemente preparándose para recibir al monstruo. Este abrió la boca y emitió algo parecido a un chillido. Era tan fuerte que algunos guerreros quedaron atontados por un momento, sólo un momento, el que tardó la criatura en asestar varios golpes con sus musculosos brazos sobre el muro de escudos. Era capaz de alcanzar a diez soldados a la vez y las garras cortaban tanto que el bronce a duras penas podía resistirlas. Era tal la violencia de los golpes que Garnicles sintió como si un toro embistiera contra él una y otra vez, pero logró mantenerse en pie. A su lado pudo ver a Triopas sangrando por un brazo y con su escudo desgarrado por varios sitios.

— ¡Vamos! Ponte detrás de mí —le apremió Garnicles mientras le ayudaba a incorporarse. —Yo pararé sus garras y tú ocúpate de intentar alcanzarle cuando abra su guardia.

La criatura volvió a lanzar una serie de golpes pero esta vez Garnicles y Triopas lo estaban esperando. Garnicles clavó los pies en la tierra y contuvo el golpe como pudo aunque le hizo perder ligeramente el equilibrio. Pero Triopas no tenía necesidad de emplear todas sus fuerzas en protegerse, de eso ya se había encargado su compañero, de modo que puso toda su energía en el golpe y alcanzó al monstruo en un costado logrando abrirle una herida por la que empezó a manar sangre negra, pero no daba la sensación de que aquello hubiera afectado demasiado al monstruo.

—Han de tener algún punto débil sin duda— Triopas se secó el sudor que le caía por los bordes del yelmo.

—Confío en ello— dijo Garnicles sin demasiada convicción.

Justo al otro lado de la falange la situación no era mejor para Cleon. Varios espartanos valientes habían perecido bajo las terribles garras y yacían descuartizados por el suelo. Años más tarde se diría que en esa tierra regada con sangre de guerreros y monstruos nunca podría volver a crecer la hierba, tal era la espantosa visión de los lagos de sangre roja y negra que estaban creciendo en ella. Pero los repugnantes monstruos seguían sin tener heridas lo bastante profundas como para detener sus ataques, Cleon se dio cuenta enseguida de ello.

-¡No podemos seguir rodeados por estas cosas, están acabando con nosotros y no les causamos suficiente daño! ¡Atentos, ataque uno a uno!

La estrategia que Cleon pretendía poner en funcionamiento consistía en concentrar todas las lanzas posibles contra una sola criatura mientras los hoplitas no atacantes  se encargaban de mantener a raya con sus escudos a las restantes. De esa forma habría más probabilidades de aumentar las heridas por criatura y así tal vez mandarlas de vuelta a su agujero.

Pero a pesar de que inicialmente la táctica empezó dando buen resultado, ya que consiguieron hacer hincar la rodilla a uno de los monstruos, el cansancio, los vapores tóxicos, los chillidos y los golpes de las garras... todo jugaba en contra de los espartanos que empezaban a tener de nuevo bajas en sus filas. No podían consentir que el combate se alargara por más tiempo pues su enemigo tenía la considerable ventaja de no agotarse y no verse afectado por el humo. No hacía falta ser un general para ver que la única posibilidad que quedaba era una carga total en todas las direcciones aunque eso supusiera romper la formación. Cleon sabía que no le quedaba otra opción pero por nada del mundo querría haber llegado a ella. Romper la formación podía llevar al desastre, así se lo habían enseñado y así había alcanzado tantas victorias ante otras falanges, pero nunca había tenido que afrontar una situación parecida a esta de modo que por una vez tendría que olvidarse de lo que había aprendido.

Garnicles llegó hasta él abriéndose paso entre los soldados. Sangraba por varias heridas y tenía unos cuantos moretones en su cuerpo, aunque presentaba mucho mejor aspecto que la mayoría de sus compañeros.

—Cleon, tenemos que... —empezó la frase pero su mentor ya sabía lo que le iba a decir. Su mejor alumno siempre llegaba a las mismas conclusiones que él.

—Sí, lo sé. No queda otro remedio pero también podría ser que no diera resultado y no quiero sacrificaros inutilmente. No sois un rebaño para mandar al matadero, jamás tendré una infantería como la que formáis vosotros.

—Hay que correr el riesgo. Si continuamos haciéndoles frente así estaremos perdidos de todas formas. Demasiados han muerto ya. Hay que cargar directamente y olvidarse de defender. Quizá sea una locura pero ya sabes lo que dicen de los héroes.

Cleon esbozó una sonrisa y posó su mano en el hombro de Garnicles.

—Es como si combatiese de nuevo al lado de tu padre, le honras a él y a toda tu familia. Sé que tu destino no es morir hoy aquí, los dioses tienen grandes planes de los que sin duda formas parte. Tu padre se sentirá muy orgulloso cuando yo mismo se lo cuente dentro de poco— se llevó la mano al pecho y volvió a toser sangre. —Tenías razón, me hago viejo para esto.

—Eres el mejor guerrero que he conocido y conoceré. Tú nunca serás viejo. Hasta el día en que cruces el río de los muertos seguirás joven y apto para combatir. La vejez solo se encuentra en la mente de los conformistas.

— ¡Vaya! Resulta que además de un excelente soldado eres todo un filósofo. Será mejor que volvamos al combate antes de que te me conviertas en un ateniense.

Ambos rieron y se dieron un fuerte abrazo, como un padre y un hijo que se ven por última vez. Tomaron sus lanzas, que ya estaban totalmente negras por la sangre de las criaturas, y se dirigieron uno a cada extremo de la falange. No necesitaron gritar ninguna orden, sus ojos y su expresión reflejaban claramente  sus intenciones. Todos los espartiatas que quedaban vivos se enderezaron orgullosos olvidando sus heridas y su sufrimiento. Si había llegado la hora de reunirse con sus ancestros que así fuera, lo harían bañados en sangre y gloria. Con alegría y sin ninguna esperanza se dividieron en varios grupos y cargaron sin miedo alguno contra sus sorprendidos enemigos.

El jinete contemplaba la escena y se regocijaba. Su astuto plan se estaba cumpliendo a la perfección y únicamente había tenido que hacer uso de una pequeña parte de su poder.

«Bien, ya se han visto obligados a un ataque desesperado. Aunque logren acabar con los engendros sufrirán tantas bajas que al final solo quedarán unos pocos para enfrentarse al ejército ateniense. Y una vez que esas marionetas cumplan su papel acompañarán a esa basura espartana hacia el olvido».


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