Todo cuanto podía oír era el sonido de su propia respiración. Notaba como el aire entraba y salía de sus pulmones mientras sus ojos intentaban penetrar en la dorada oscuridad para percibir cualquier movimiento o signo de vida... ¿Cómo era posible? la lanza que acababa de arrojar con todas sus fuerzas debería haber hecho algún ruido, ya fuera por haber alcanzado un blanco o bien al caer al suelo. Sin embargo, el silencio continuaba reinando en aquel fantasmagórico lugar. La oscuridad había engullido su lanza como el mar engulle al río.
Pero lo que más preocupaba al espartano era la voz que acababa de escuchar surgida de la nada, una voz tan profunda y a la vez suave que no podía haber surgido de ninguna garganta humana... "no necesitarás tu arma en este sagrado lugar"... la frase no paraba de dar vueltas en su cabeza. No obstante, no estaba dispuesto a obedecerla y menos en la situación en que se encontraba. Su mano busco instintivamente el cuchillo que guardaba en su pequeña bolsa pero no la encontró allí donde debería estar, seguramente la había perdido durante su desesperada carrera a través del bosque. Estaba desarmado. Intentó hallar algo con que poder defenderse pero fue en vano.
Finalmente, el joven llegó a la conclusión de que su única opción era intentar encontrar el origen de aquella extraña voz. Tal vez eso significara meterse de lleno en una trampa o encontrarse librando un combate con fuerzas más allá de su comprensión, pero poco le importaba. Si había llegado el momento de morir no se quedaría esperando mansamente a que las tinieblas vinieran a buscarlo. Enfrentaría su destino como un guerrero hasta el final, ya fuera ante hombres o demonios.
Con los sentidos bien alerta comenzó a caminar en la dirección hacia donde había arrojado su lanza. La caverna era aun más grande de lo que parecía pero a Garnicles le daba la sensación de que cambiaba sutilmente de tamaño conforme se movía a través de ella. La suave luz que emanaba del mármol daba en verdad un aspecto irreal e ilusorio a todo el entorno y parecía confundir sus sentidos.
Las estatuas que había a su alrededor lo intranquilizaban pero las encontraba fascinantes a la vez. A pesar de no recibir una esmerada educación en lo que se refería a arte, ni siquiera un espartano podía permanecer indiferente ante el increíble nivel de detalle y la impecable manufactura que se apreciaban en ellas, y que habrían dejado en ridículo al más brillante escultor de Grecia.
Y era precisamente la inhumana perfección de estas estatuas la que despertaba el temor de Garnicles, pues tenía la sensación de que iban a cobrar vida en cualquier momento, seguramente para atacarle. No paraba de apretar sus puños continuamente como si intentara aferrarse a la seguridad de una lanza que ya no tenía y que tampoco encontraba a pesar de que ya llevaba un buen rato andando. Era un gran lanzador sin duda, capaz de mandar una pesada piedra a muchos metros de distancia, pero ni siquiera su enorme fuerza podría haber mandando la lanza a más distancia de la que llevaba recorrida.
Continuó caminando. El temor iba dando paso a la incredulidad y al desconcierto, y estos a su vez, a la monotonía y al tedio. Si hubiera sido otro hombre seguramente no habría podido reaccionar con la rapidez con que lo hizo Garnicles cuando, de repente, sintió que algo se encontraba justo a a su espalda. En la milésima de segundo de que disponía sólo tuvo tiempo de echarse al suelo y dar una voltereta mientras algo pasaba por encima de él con cegadora velocidad. Pero no tuvo tiempo para recapacitar en lo que había pasado, pues mientras se incorporaba volvió a sentir que algo llegaba desde arriba y tuvo que desplazarse hacia un lado como un felino para no ser atravesado por una especie de destello azulado.
Varias veces más tuvo que realizar esquivas y acrobacias desesperadas para salvar su vida sin ver ni oír nada, hasta que cesó por fin aquella danza mortal. El muchacho estaba exhausto, casi más que cuando se había enfrentado a las sombras en el bosque. Jamás había sufrido una prueba tan difícil de superar, ni siquiera con sus mentores. Y no había salido ileso, enseguida reparó en algunas heridas que presentaba allá donde ese destello mortífero había estado a punto de cortarlo por la mitad. Haciendo acopio de toda la voluntad labrada durante sus crueles entrenamientos, serenó los nervios y se dispuso a vendar las heridas arrancando trozos de su escasa ropa...
—Simples arañazos para un espartano.
Al oír la voz, Garnicles levantó inmediatamente la cabeza y el corazón le dio un vuelco. El escenario había cambiado completamente. Se encontraba en una cámara embaldosada de forma circular y parcialmente iluminada por unas antorchas, mucho más pequeña que la gran caverna en la que estaba hacía unos instantes. Ante él se hallaba lo que parecía un altar de forma rectangular, del mismo mármol áureo que había visto pero menos brillante. Estaba adornado con multitud de figuras y grabados que parecían estar vivos, como si flotaran en la oscuridad haciendo un efecto similar a los reflejos en el agua. Detrás del altar se encontraba una misteriosa figura envuelta en una brillante túnica negra, de un tejido que parecía urdido por manos divinas. Su rostro quedaba oculto por una gran capucha que le confería un aspecto inquietante.
Garnicles abría y cerraba los ojos una y otra vez, incapaz de aceptar lo que le estaban mostrando en aquel momento.
—¿Quién eres? ¿qué es este lugar? ¿por qué quieres matarme? —preguntó el joven mientras ponía todos los músculos de su cuerpo en tensión, preparándose para otro infernal ataque.
—Demasiadas preguntas para un espartano- la voz estaba desprovista de toda emoción y resonaba suavemente por la cámara, como si surgiera de todas partes en vez de salir del propio encapuchado—. Yo no te he atacado, has sido tú mismo al intentar derramar sangre con tu arma en este lugar de paz eterna. Te avisé de que no necesitarías armas, aquí nadie te hará daño. Los Caídos que te atacaron en el Exterior no pueden entrar en el lugar donde reposan sus almas para siempre.
—¿Cómo sabes que...? —empezó a decir Garnicles pero el desconocido alzó la mano indicando que guardara silencio.
—Muchos otros antes que tú han hallado el camino hacia el Exterior y la mayor parte de ellos no pudieron escapar de las garras de los Caídos. Es imposible saber cual fue el origen de esos sórdidos espíritus pero sólo tienen un propósito: perseguir a todo aquel que atraviesa sus dominios hasta atraparlo para devorar sus huesos y su sangre. Cuando eso ocurre, el cuerpo inerte del desventurado pasa a formar parte de su espantoso ejército, pero aun así no todo está perdido para él. Si luchó con valor y fuerza contra los Caídos su alma logra escapar al fatal destino y vaga hasta encontrar esta cripta, donde descansará hasta que se apaguen las estrellas. Por eso yo la llamo la Cripta de los Caídos. Ya has visto todas las tumbas y estatuas que han sido erigidas en su honor.
—¿La Cripta de los Caídos? —el desconcierto se reflejaba en el rostro de Garnicles con total claridad—. Jamás he oído hablar de tal lugar.
—Ni tú ni ningún mortal. Estas estancias no se encuentran en ninguna parte, puede que ni los Dioses sepan de su existencia. Más allá del Exterior que rodea la Cripta no hay nada y, sin embargo, existen senderos desconocidos por los que un mortal puede cruzar los muros invisibles y penetrar en el Exterior. Ni siquiera yo recuerdo cómo llegué aquí ni cuanto tiempo llevo de guardia pero siento que han sido siglos y siglos.
—Todavía no me has dicho quién eres —le recordó Garnicles.
—Sólo soy el fiel siervo de la Cripta y mi único deber es custodiar la recompensa —fue la respuesta del tétrico encapuchado.
—¿La recompensa?
—El premio para aquel que sea digno de recibirlo, el que triunfa ante los Caídos, el que vence su miedo, el que sobrevive a la Cripta. Nunca lo había tenido ante mí, hasta este momento —el extraño alargó el brazo y le señaló con un dedo blanco y huesudo.
—Pero has dicho que algunos consiguieron burlar a esas sombras demoníacas...
—Cierto y lograron bajar hasta lo más profundo de la Cripta. Pero, al igual que tú, no hicieron caso de mi advertencia. Empuñaron sus armas y atacaron a enemigos imaginarios presas del terror y del pánico, así que la Cripta los castigó por perturbar el sueño de los Caídos. Pero tú has conseguido sobrevivir a su terrible venganza, eres digno de recibir la recompensa.
Para asombro del espartano, una forma comenzó a materializarse encima del altar. Mientras lo hacía, muchos rayos de diversas tonalidades empezaron a emerger desde ella, por lo que Garnicles tuvo que taparse momentáneamente los ojos. Cuando las luces y los rayos cesaron, volvió la mirada hacia el altar. Entonces vio que un formidable escudo se hallaba flotando justo delante del encapuchado como por arte de magia. Parecía estar envuelto en llamas pues un halo de color rojizo cubría todo su contorno. Daba la sensación de que cualquiera que portara ese escudo sería imparable en la batalla.
Garnicles todavía se mantenía cauteloso ante todos los acontecimientos pero, poco a poco, fue olvidando sus temores y empezó a sentir un deseo irrefrenable de apoderarse de aquella maravilla. Lentamente comenzó a dar unos pasos hacia el altar.
El siervo de la Cripta habló entonces:
—Contempla espartano, admira tu recompensa. Este escudo ha sido creado en las inalcanzables entrañas de la Cripta, el fuego de sus forjas vive en él e impregna hasta el último de sus poros, ningún arma mortal podrá quebrarlo jamás. Pero hay una última cosa que debes saber. Para convertirte en su dueño y ser capaz de liberar todo su poder antes deberás comprender su misterio, su esencia. Sólo tú sabrás cuando ha llegado ese momento, y entonces el escudo cruzará abismos de oscuridad hasta llegar a ti, tal vez para salvarte la vida.
Garnicles pareció oír estas palabras como si surgieran de un sueño. Su vista y su concentración estaban totalmente enfocadas en el escudo. Ya casi podía tocarlo con sus manos. Cuando lo tuviera en su poder sería invencible, no habría hombre capaz de batirle. Su nombre, el de su familia y el de la propia Esparta crecerían hasta tal magnitud que los propios Dioses los escucharían retumbar en las salas del Olimpo. Unos escasos milímetros le separaban de la gloria suprema.
Entonces, con un gran sobresalto, se encontró de repente en el suelo. No había ni rastro del escudo, del encapuchado ni de la Cripta. Estaba al lado de su cama, el resto de sus compañeros dormían muy cerca. A través de la ventana del barracón la noche permanecía en calma bajo la atenta mirada de la luna.
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