El lugar, Croglin; un pequeño, gris y
recóndito pueblo perdido entre montañas y bosques en algún frío lugar del norte
de España.
El año, 1910; un tiempo que las
generaciones venideras recordaron por siempre como la fecha en que el lugar
tuvo que ser abandonado a causa de un mal mayor e imparable. Algo que vino del
infierno y condenó a todos los habitantes a morir o marcharse para siempre,
dejando atrás una tierra maldita y pútrida que jamás volvió a ser pisada por
ningún hombre cuerdo.
El Sr. Azcona, un tipo alto y siempre
bien vestido, afeitado y perfumado, fue un terrateniente que, por razones que
nadie entendió en su momento pero que después se aclararon, decidió abandonar
su acomodada vida de rico y marcharse con su esposa, Aurora, al bosque junto a
Croglin, alejándose así de cualquier vestigio de sociedad. Allí, entre hayas,
robles y el sonido de la fauna local, construyó su retiro espiritual, un
caserón de piedra en el que vivió hasta el día de su muerte… si es que llegó a
morir.
Los habitantes del pueblo no llegaron a
conocerle bien, pues Azcona rehusaba el trato con otras personas más allá de lo
imprescindible, pero sabían que en ese caserón elevado en mitad del bosque se
fraguaba algo oscuro, casi tanto como el terrateniente.
Azcona concibió allí a tres hijos sin
apenas dar tregua a su esposa entre embarazo y embarazo, como si quisiera
tenerlos pronto para formar una familia numerosa y así obtener herederos que se
hicieran cargo de las propiedades de su padre.
Las gentes del lugar hablaban, pues en
las contadas ocasiones que Azcona salía de su vivienda lo hacía en soledad y
era habitual verle dando largos y desconcertantes paseos por el bosque, dejando
en casa a su mujer e hijos. La vida familiar no
parecía interesarle salvo como ornamento, como un mueble bonito que se tiene en
casa acumulando polvo.
La realidad de puertas adentro era que el
terrateniente había tenido a sus hijos con una sola intención: matarlos de
forma ritual en honor a una arcaica y olvidada deidad demoníaca con el
propósito de obtener la vida eterna. De esta forma, una gélida madrugada de
invierno sin luna, Azcona degolló a sus hijos frente al altar blasfemo
construido en el sótano. Entre velas negras, la sangre de los tres inocentes
encharcó el suelo que pisaba Azcona, quien empuñando un cuchillo ceremonial y
ataviado con una túnica negra y una tosca máscara de piel de cordero, aulló una
serie de cánticos e imploraciones indescifrables en un idioma extinto eones atrás.
Aurora, tras descubrir que los niños
habían muerto y que la afilada cuchilla ejecutora apuntaba ahora hacia su
garganta, logró zafarse del desquiciado hombre para no ser la siguiente y
escapó de la sangrienta orgía en que se había convertido su casa.
Por motivos que nunca llegaron a
esclarecerse, el caserón ardió aquella misma noche hasta quedar reducido a
escombros, iluminando el bosque con sus bailarinas lenguas de fuego. Y aunque
un grupo de vecinos intentó sofocar las llamas a base de cubos de agua, éstas
sólo se apagaron cuando no quedó nada por consumir.
Azcona fue capturado por las autoridades
al amanecer. Lo encontraron en estado de catatonía, salpicado de sangre,
desnudo y en posición fetal sobre unas musgosas rocas en el monte. Desde
entonces y hasta el día de su muerte jamás volvió a articular palabra, ni
siquiera un instante antes de que el garrote vil le segara la vida.
Entre los todavía humeantes escombros del
Caserón Azcona, como se le empezó a llamar, del que sólo habían quedado cuatro
carbonizados muros negros y un tejado moribundo, se encontraron unas antiguas
runas y dos tablas de piedra con inscripciones y símbolos que nunca se
descifraron, además de los restos óseos de los niños asesinados.
Los habitantes de Croglin respiraron
tranquilos al saber que se habían librado del monstruo que decidió convertirse
en su vecino, y aunque como buenos seres humanos lamentaron la muerte de los
niños y el incierto paradero de Aurora, quien las malas lenguas aseguraban que
se había ahorcado poco tiempo después de lo sucedido, en su interior sintieron
no poco alivio cuando conocieron la noticia referente a la ejecución de Azcona.
Sin embargo, sesenta días después de su
muerte, Croglin comenzó a sufrir unos desconcertantes ataques. Noche tras
noche, algo se arrastraba hasta el pueblo y se llevaba consigo una vida,
dejando tras de sí el cuerpo medio comido de un vecino, sin importar edad o
sexo, y un reguero de gotas de sangre en las calles.
Nadie atribuyó los crímenes a un loco
suelto por los alrededores o a un vecino trastornado. No, nada de eso. Desde el
primer asesinato, desde la aparición del primer cadáver, las gentes de Croglin
tuvieron en mente al Sr. Azcona, y poco importó que llevase más de dos meses
muerto y enterrado para sospechar que, de alguna forma, había vuelto.
Los dos o tres escépticos hablaban de un
animal salvaje fugado quizá de un circo, pero incluso ellos se vieron obligados
a convertirse en creyentes cuando una tormentosa noche, algunos vecinos
observaron desde sus ventanas, entre el resplandor de los rayos y el azote de
los truenos, una figura encapuchada cruzando el pueblo hasta salir de él y
adentrarse en el negro bosque. Aquellos que contemplaron la aparición, y no
fueron pocos, juraron haber visto a alguien alto, con una túnica negra y paso
firme pero muy lento. Al alba descubrieron que el hijo de un matrimonio había
sido desangrado en su cama sin que los padres, que dormían en la misma
habitación, se enterasen de nada.
Fue el último asesinato que los
habitantes de Croglin estuvieron dispuestos a soportar, de modo que esa misma
mañana se reunieron en la plaza para llegar a una solución entre todos, siendo
las conclusiones unánimes y resueltas con rapidez. Si el Sr. Azcona había
jugado con la magia negra o el satanismo, cabría esperar que el asesino que los
acosaba fuese algo invocado por el terrateniente, o quizá fuese el mismísimo
Azcona quien hubiera regresado de entre los muertos para alimentarse de los
vivos. Fue Aurora quien contó a las autoridades que su marido había pasado los
últimos años leyendo extraños y viejos libros que versaban, entre otras cosas,
acerca de la inmortalidad, y eso era justo lo que buscaba Azcona.
La decisión final fue bendecir el lugar para
que nada maligno pudiera cruzar sus límites. Convertir Croglin en una isla
segura en mitad de un mar acechado por el tiburón más terrible. Los habitantes
podrían hacer vida normal durante el día, pues el monstruo jamás había atacado
a la luz del sol, pero durante la noche la gente permanecería dentro del
pueblo, y pobre de aquél que decidiera poner un solo pie fuera de ella.
Pasaron ocho años desde que Sebastián
Atienza, el cura de Croglin, bendijera el lugar con oraciones y gotas de agua
bendita. Rodeó el pueblo con un gigantesco muro invisible que sólo un engendro
de origen demoníaco o esculpido en pura maldad podría ver y sufrir. Los
asesinatos cesaron de inmediato y las buenas gentes volvieron a dormir en paz.
Tan sólo un hombre, apodado dundún por motivos que ni él mismo
recordaba, murió a causa de la bestia en ese transcurso de tiempo. Una noche el
muy insensato se hartó de vino en la taberna, armó bronca y terminó dándole un
navajazo al parroquiano a causa de una acequia. Vio que de la herida, más fea
de lo que pretendía que fuese, salía mucha sangre, así que se asustó y, con la
cabeza nublada por el efecto etílico, huyó del lugar pensando que el otro iba a
morirse allí mismo. Huelga decir que osó salir de Croglin en plena madrugada, perdiéndose
en la oscuridad del frío campo, y nadie lo impidió aun sabiéndose que no
volvería a ser visto con vida.
A la mañana siguiente lo encontraron a
medio kilómetro del pueblo, abierto en canal y sin una sola víscera dentro.
La muerte de dundún demostró de forma tajante y definitiva que al ponerse el
sol, el único lugar seguro era Croglin. Mientras esto se respetase, nadie
correría peligro.
Durante ocho años todo marchó bien, el
ambiente se relajó y los adultos comenzaron a contar a los niños malos y
desobedientes historias sobre un hombre del saco que, bajo otras
circunstancias, con la amenaza todavía palpable, jamás habrían narrado por
temor y respeto.
Fueron ocho años de tranquilidad, pues
aunque supieran que en la noche eran rondados por un engendro, conocían la
forma de evitarlo y mantenerlo alejado.
Nadie imaginaba que esa tregua iba a
romperse tras casi una década.
Una víspera de
nochebuena, Ada, conocida por ser la dueña de la panadería del lugar, removió
el estofado que burbujeaba en la olla sobre las brasas de la chimenea. Luego
subió al dormitorio para ver si su hijo de diez meses estaba ya dormido en su
cuna junto a la cama de matrimonio, alumbrándose con una oxidada lámpara de
aceite.
Le había dado el pecho hacía un par de
horas, y como la noche anterior la criatura no pegó ojo, decidió acostarlo más
temprano que de costumbre y dejar la cena preparada para cuando llegara su
marido, que a esas horas debía estar terminando de limpiar el horno de la panadería
y dejándolo a punto para la siguiente jornada.
La casa estaba en penumbra salvo por las
velas y la fuente de luz que sostenía Ada, ayudándose de ella para iluminar el
ascenso por las escaleras que llevaban al piso superior, donde se encontraba el
dormitorio.
Agarró el pomo de la puerta y tiró de él.
Pasó al interior de la estancia y la bañó con la triste luz naranja,
descubriendo que, frente a la cuna, una figura enclenque cubierta por una
túnica le daba la espalda.
Por una fracción de segundo, Ada pensó
que podía tratarse de su esposo, pero en realidad eso era imposible. ¿Cómo iba
éste a volver del trabajo y entrar en casa sin que ella se diese cuenta?
Además, la habría avisado.
La mujer, cuya frente se había perlado de
sudor por el miedo, dio un paso hacia el intruso, que permanecía inmóvil y
silencioso junto a la cuna, y levantó la lámpara hacia él. Observó así que los
ropajes que portaba eran decrépitos y polvorientos.
Al sentir la luz, el intruso comenzó a
girarse con lentitud, emitiendo una especie de ronquido áspero, como un
estertor. Poco a poco, conforme se daba la vuelta, fue mostrando su horrorosa
fisionomía: una cara sin carne ni ojos, sólo piel seca y marrón adherida al
hueso; una perpetua sonrisa provocada por la ausencia de labios y provista de
piezas dentales comunes a excepción de los colmillos, mucho más largos de lo
normal, y unas manos esqueléticas provistas de raquíticos dedos que no parecían
lo suficientemente fuertes como para estrangular a alguien pero sí para
sostener a un bebé devorado desde la cabeza hasta el vientre. Sólo quedaban sus
piernas y la sangre que chorreaba por la boca del monstruo, la cual no paraba
de moverse despacio masticando carne y huesos.
<<Azcona>>
–fue lo último que pensó la mujer antes de retroceder horrorizada, perder el
conocimiento y rodar por las escaleras, rompiéndose el cuello a mitad del fatal
trayecto.
A la mañana siguiente, del mismo modo que
hicieron ocho años atrás, convocaron una reunión en la plaza para discutir la
situación, que había pasado de estar controlada y casi olvidada a regresar
derramando más sangre que nunca. Aquella mañana fría e inundada de niebla se
hicieron muchas preguntas, casi todas relacionadas con cómo era posible que el
ser hubiera logrado cruzar la barrera de bendición que rodeaba el pueblo. ¿Por
qué durante ocho años surtió efecto y de repente se volvió inútil? Nadie tenía
una respuesta, como era de esperar, pero se pensó en la posibilidad de que el
monstruo, ante la desesperación por comer, se hubiese hecho más fuerte para
adaptarse al medio. Algo así como una forma de evolución pero a escala
sobrenatural. ¿Podía ser? Nadie lo sabía con certeza, pero era una hipótesis.
En realidad el cómo y el por qué daban
igual, pues lo único que urgía era frenar los asesinatos de una vez por todas.
Mientras los vecinos discutían y trataban
de llegar a algo, el marido de Ada lloraba en casa por la pérdida de toda su
familia, velando con sus allegados los cuerpos sin vida, siendo especialmente
dramático el caso del bebé, pues sólo quedaba de él medio cuerpo al que dar
sepultura. Su pequeño ataúd permanecía cerrado por motivos evidentes.
Tal era el dolor del hombre que ni
siquiera deseaba vengarse del monstruo, porque con algo de suerte la próxima
víctima sería él y así podría reunirse con los seres queridos que en una noche
le habían sido arrebatados.
—Yo propongo hacer guardia y meterle
cuatro tiros nada más asomar el hocico. Me ofrezco voluntario –dijo alguien entre
la multitud congregada en la plaza. Se trataba de Dámaso Carpio, un cazador que
ganaba algún dinero extra eliminando a las bestias que mataban cabezas de
ganado.
La muchedumbre se volvió hacia la persona
que había puesto sobre la mesa semejante locura. ¿Hacer guardia durante toda la
noche a sabiendas de que el monstruo aparecería? Era necesario estar mal de la
cabeza para ofrecerse a tal menester.
—¿Por qué? Volvamos a bendecir el pueblo
y sa´cabó –graznó un viejo.
Dámaso caminó despacio hasta situarse en
mitad de la congregación. Pensaba que su plan era tan necesario, y no sólo
necesario, sino también el único viable si querían vivir con dignidad, que
quiso recibir toda la atención.
—El pueblo está bendecido desde hace
mucho y a la vista queda que la magia
ya no es efectiva. ¿Por qué antes sí y ahora no? No lo sé, y nadie lo sabe,
pero la cuestión es que esa alimaña ha encontrado la forma de volver para
alimentarse. Ocho años de hambre es mucha hambre, amigos, así que dad por hecho
que esta noche va a volver.
—A ti te van a matar como te quedes tó la noche ahí en esas calles –volvió a
hablar el viejo de antes, esta vez con tono inquisitorio.
El cazador se volvió hacia el viejo y
contestó:
—He dicho que me voy a vigilar yo, no que usted tenga que acompañarme.
Si lo prefiere quédese en casa comiendo migas junto a la lumbre, que ya me
encargo yo de asumir los riesgos. Al menos así, si me matan, será haciendo algo
útil. En fin –Dámaso quedó en silencio reflexivo durante un momento, observando
las caras de tristeza y agotamiento que le rodeaban-, ¿alguien se ofrece a
acompañarme? El pueblo es pequeño, pero yo solo no puedo vigilarlo entero.
El silencio general dejó constancia de la
cobardía allí concentrada. Ni siquiera en una situación tan crítica eran
capaces de hacer algo que no fuese vomitar quejas y lloriqueos.
Tras esperar sin resultado a que algún
vecino diese un paso al frente, Dámaso les deseó suerte, se despidió tocando el
ala de su sombrero y se marchó a casa para prepararse y descansar de cara a la
noche que se le venía encima.
—Huele bien –comentó el cazador nada más
entrar en casa, una humilde y pequeña pero acogedora, decorada con un par de
cornamentas de venado y templada gracias al fuego del hogar, que en aquel
momento hacía burbujear el guiso que Victoria, su esposa, estaba cocinando. Un
estofado con más patatas, nabos y zanahorias que carne, eso sí, pero igualmente
reconfortante.
Su mujer lo recibió con un beso y le
preguntó qué tal había ido la reunión, notando Dámaso un comprensible temor y
nerviosismo en las palabras de ella. Peor se puso cuando le dijo que él mismo
se había ofrecido voluntario para hacer las labores de vigilante y cazador.
Victoria no entró en cólera, pero poco le faltó. No entendía cuál era la
necesidad de hacerse el héroe ante semejante rebaño de cobardes, a lo que
Dámaso respondió que si iba a llevar a cabo aquella osadía no era por la gente
del pueblo, sino por ellos dos, que a fin de cuentas también eran víctimas
potenciales.
—Pues iré contigo –advirtió la mujer con
tono tajante.
—Ni lo pienses. No voy a poner en peligro
a mí mujer sólo porque ninguno de esos animales de bellota haya tenido un
miserable atisbo de valor. Tú te quedas en casa esta noche. Y tranquila,
recuerda que no voy a ir solo –respondió Dámaso fijándose en la escopeta que
descansaba en una esquina junto a la chimenea.
Victoria era consciente que de poco
servía tratar de variar el rumbo de los pensamientos de Dámaso cuando se
trataba de hacer lo que había que hacer –sobre todo si nadie más estaba
dispuesto a mover un dedo-, así que rehusó seguir discutiendo porque, bueno,
¿para qué?
Comieron en silencio envueltos por el
enturbiado ambiente que se había generado por la latente preocupación ante la
incertidumbre de no saber, ni él ni ella, qué pasaría esa noche. Victoria detestaba
cuando su marido daba más de lo que recibía, y si además ponía su vida en
riesgo, entonces hasta perdía las ganas de dirigirle la palabra durante un buen
rato o incluso un día entero. Luego se le pasaba el enfado porque recordaba que
en realidad era su actitud desinteresada, de dar sin esperar nada a cambio, lo
que la había enamorado de él. Un tonto idealista quizá, pero cobarde y sin principios
jamás.
Ese día Victoria contó cada minuto que
los separaba de la puesta de sol, y conforme éstos se iban consumiendo, la
necesidad de arrodillarse ante su marido y suplicarle que abandonara el plan
aumentaba. Gritarle que esos idiotas sin agallas no merecían que se arriesgase
por ayudar al pueblo, pero prefirió mantenerse serena y fría aunque sólo fuese
superficialmente. No quería transmitirle a Dámaso su nerviosismo; era mejor
hacerle creer que estaba más o menos tranquila y confiada porque sabía que
lograría su objetivo. Pero el cazador conocía de sobra los miedos que
reconcomían a la mujer. Los mismos que a él, en realidad.
Cuando el horizonte se puso rojo y el sol
se ocultó, Dámaso, frente a la ventana del salón contemplando cómo el cielo se
iba oscureciendo y el canto de los grillos comenzaba a hacer acto de presencia
entre la hierba, pensó una vez más en si merecía la pena aquel sacrificio
sabiendo que ni siquiera podría hacer gran cosa por defender el lugar. Croglin
era pequeño, pero no lo suficiente como para que un único hombre pudiese
vigilarlo de punta a punta, pues solo poseía dos ojos, dos piernas y dos
brazos, todos ellos insuficientes para la tarea de evitar que un ser
sobrenatural engendrado con pura maldad, cruzase los límites del lugar en busca
de carne.
Entonces una estampa grotesca se metió en
su cabeza durante unos segundos y todas las dudas se disiparon. Vio a su esposa
muerta en la cama sobre las mantas empapadas de sangre y con un ser esquelético
y desnudo encima de ella, destrozándola a zarpazos.
Dámaso cerró los ojos con fuerza para
expulsar esos pensamientos que le aterraban y a la vez le daban fuerzas para
seguir adelante, encarar a la bestia y destruirla. No por aquellos cobardes que
poblaban Croglin, sino por él y Victoria. Nada más le importaba.
Con las dudas y los miedos encerrados
bajo llave, Dámaso se puso un deshilachado abrigo largo y grueso, unos guantes
de cuero y un sombrero que se caló hasta las cejas. Ahí afuera no debía haber
más de cero grados, y conforme avanzase la noche la temperatura seguiría
descendiendo.
Cogió su escopeta, una canana repleta de
cartuchos y el puñal con el que remataba jabalíes. Pensó en llevar otra
escopeta y un hacha, pero tantos bártulos serían más un incordio que una ayuda.
Con la escopeta y el cuchillo bastaba. Por muy letal que fuese el monstruo,
cuando le metiese el cañón en la boca y apretase el gatillo, su cabeza
explotaría igual que la de cualquier bicho viviente con una cabeza que se pudiera
reventar. Una cosa es que Azcona resultase aterrador, y otra muy distinta que
no sucumbiese al plomo.
Dámaso evitó la despedida emotiva porque
si lo hacía parecería que iba directo al matadero, y ni quería dar esa
sensación a Victoria ni él deseaba partir con ese temor mordiéndole las tripas.
Se limitó a besar a su mujer, volver a rechazar su ayuda –Victoria insistió de
nuevo en ir con él- y prometerle que para antes del amanecer estaría en casa, y
que un buen desayuno a base de pan tostado, café y chacinas varias sería un
gran recibimiento tras la larga y fría noche de cacería.
Al poner primer pie fuera de casa, Dámaso
lanzó un par de miradas a su alrededor. Las calles estaban desiertas, igual que
cuando el monstruo atacó por primera vez casi diez años atrás.
Luego alzó la vista hacia el cielo
nocturno en busca de una querida compañera de fatigas: la luna, que lucía
llena, espléndida y brillante. Para Dámaso era un alivio que esa noche,
precisamente esa noche, la oscuridad no fuera total. El resplandor plateado de
la luna serviría para complementar la luz temblorosa y algo triste de su
lámpara de aceite.
El cazador, con las heladas y negras
calles de Croglin para él solo, hizo un par de rondas en las que recorrió el
pueblo en su totalidad, pensando en la gente que gracias a él dormiría más
tranquila esa noche. Y no es que le gustara echarse flores, pero era la
realidad. Él fue el único dispuesto a ensuciarse las manos y hacer algo más que
quedarse en casa temblando de miedo y rezando para que otro le sacase las
castañas del fuego.
¿Todo pueblo aterrado por la presencia de
un solo asesino? Qué absurdo. Eran muchos contra uno, ¿por qué estar asustado
entonces? ¿Por qué no hacer algo?
Tras patearse las calles dos o tres veces
sin hallar nada anómalo, Dámaso se acercó al límite del pueblo, concretamente a
la parte que daba al bosque. El cazador se detuvo allí, sujetando la escopeta
con firmeza y fijó la mirada en el bosque, separado del pueblo por una llanura
no demasiado extensa. Estaba casi convencido de que el monstruo vivía allí,
entre las ruinas del Caserón Azcona.
Todo el mundo evitaba entrar en el
bosque, aunque fuese a plena luz del día. Si lo hacían procuraban no adentrarse
demasiado y tener siempre una oración en los labios, y desde luego nadie se
acercaba a la casa de Azcona.
Dámaso se quedó un rato observando los
árboles, esperando que en algún momento apareciese entre la oscuridad una
silueta moviéndose lenta y torpemente en dirección al pueblo, pero no ocurrió
nada.
Echó la vista atrás, hacia el pueblo, y
contempló las calles en penumbra, solitarias y silenciosas. De no ser por
alguna que otra ventana iluminada, cualquiera pensaría que Croglin estaba
abandonado.
<<Que sea lo que Dios quiera>>,
pensó Dámaso, y acto seguido se adentró en la llanura, con el canto de los
grillos y el crujir de la hierba bajo sus pies como única compañía.
Cuando estuvo frente a la entrada del
bosque se sintió minúsculo y, por qué no reconocerlo, asustado. No se le
ocurría un escenario menos agradable que el que se presentaba ante sus narices.
Un momento de duda lo asaltó; pensó en
dar media vuelta y correr a casa, alejándose lo antes posible de aquel templo
del espanto. Él no era ningún héroe, sino un simple cazador haciendo lo que
nadie quería hacer, así que podía permitirse el lujo sentir miedo y ser acosado
por la duda, pero hizo un esfuerzo por dejar la mente en blanco, vaciar la
cabeza de pensamientos y limitarse a comprobar si la escopeta estaba cargada y
lista para abrir fuego.
Tomó una bocanada de aire gélido y cruzó
los límites del bosque, ayudándose de su lámpara para dar con las ruinas del
Caserón Azcona, el cual no debía estar lejos.
Dámaso no prestó atención a los lastimeros
y ahogados murmullos que se oían en el bosque, cuya explicación carecía de
lógica. Tampoco se preguntó –o no quiso preguntarse- por qué de repente varios
fuegos fatuos brotaron del suelo, alzándose como difusas lenguas azules que se
desvanecían tras una breve y vaporosa danza.
No quería saber nada de cuanto le
rodeaba, pues eso le habría hecho entrar en pánico y abandonar, así que, como
un mulo que tira del carro sin cuestionar, siguió adelante deseando dar de una
maldita vez con los restos de la casa.
Y entonces el cazador llegó a su destino.
De forma brusca, una ruinosa construcción apareció entre los robles en mitad
del bosque, desentonando de manera intrusiva con el resto del paisaje. Ante
Dámaso se presentaron cuatro grandes pareces de piedra y un tejado a medio
caer, desafiándolo a continuar con su encomiable tarea. La luz de la luna se
colaba por las ventanas, dando la sensación de que la casa poseía ojos
brillantes que observaban al ridículo hombre que había osado presentarse allí con
su escopeta.
Dámaso mantuvo la distancia y prefirió no
acercarse, optando por la más saludable opción de sentarse en una roca y
esperar allí, a ver qué pasaba. La luna llena inundaba con su luz el lugar, lo
cual tranquilizaba un poco a Dámaso; si algo salía de la casa, podría verlo sin
dificultad. Otro punto a su favor era que había tomado una posición lateral en
vez de frontal, de modo que si el monstruo decidía hacer acto de presencia no
vería al cazador, convirtiéndose así en un objetivo fácil.
Desde su improvisado y duro asiento, con
la escopeta acomodada en el regazo pero sin apartar el dedo del gatillo ni la
mano de la empuñadura, observó más fuegos fatuos surgiendo aleatoriamente
alrededor de la casa, emitiendo un chasquido apenas perceptible al
materializarse y otro al desaparecer. El onírico espectáculo parecía un baile
de espectros sin forma ni rostro, tanto que Dámaso pensó que quizá aquellas
llamaradas eran en realidad eso, fantasmas que por algún motivo se sentían
atraídos hacia la casa de la misma forma que los tiburones acuden a una gota
sangre en el mar. Quizá el Caserón Azcona, debido a su pasado de magia negra,
estaba impregnado de algo que servía como reclamo para entidades del más allá.
Entonces, sin que las efímeras danzas
fantasmagóricas cesaran, un sonido de bisagras oxidadas como el de una puerta
vieja y descuidada que se abre, surgió del interior de la casa. Dámaso,
temblando y con la respiración acelerada, se puso en pie de un salto, apuntando
con su arma a la entrada. Fue tan rápido y preciso como un acto reflejo, y se
mantuvo firme y en silencio mientras trataba de serenarse para no errar el
disparo en caso de que tuviese que abrir fuego.
En cuestión de segundos supo que tendría
que disparar.
Una mano tan delgada y seca que no podía
pertenecer a alguien vivo asomó por la puerta, agarrándose al marco de madera
carbonizada para ayudarse a arrastrar el resto del cuerpo al exterior. De esa
forma, tomándose su tiempo, el ser cruzó la puerta poco a poco, abandonando la
negrura del caserón.
Dámaso observaba boquiabierto desde su
posición cómo salía de la casa aquella figura lenta y torpe, vestida con una
túnica negra que arrastraba por el suelo, y que con gran parsimonia se
encaminaba hacia el pueblo. Al moverse sonaba igual que un saco lleno de ramas,
y de su boca brotaba un gorjeo enfermizo propio de alguien que está agonizando.
El cazador dejó que el monstruo se
alejase algunos metros de la casa, así tendría la oportunidad de examinarlo
momentáneamente. Pero, por el amor de Dios, aquella cosa parecía poder ser
derribada hasta por un niño de seis años. De no ser por el miedo que todo el
mundo le tenía, el monstruo no habría logrado ni acercarse al pueblo sin que lo
apedrearan hasta machacarlo, y ahí era donde residía su poder.
Dámaso no se lo pensó más y disparó, pero
cometió el error de hacerlo a demasiada distancia, por lo que los perdigones se
dispersaron y sólo impactaron en Azcona los justos para tirarlo de rodillas.
Mientras recargaba la escopeta se acercó a la criatura con paso decidido; le
perdió el miedo y el respeto al ver que aquel montón de huesos y pellejos
acartonados no era más que una fachada horrorosa e imponente, pero nada más.
Cuando estuvo cara a cara frente al engendro,
ya con la seguridad que le proporcionaba tener la escopeta cargada de nuevo, se
tomó un instante para escudriñar sus rasgos, que no pasaban de ser los de una
calavera recubierta de piel seca, con unos colmillos que le otorgaban más
fiereza de la que en realidad podía gastar.
Azcona había conseguido burlar a la
muerte, pero no era aquella vida eterna
la que esperaba obtener a cambio de sacrificar a sus hijos en nombre de la
arcana deidad a la que ofreció sus vidas. Azcona debió pensar que se convertiría
en alguien poderoso en vez de en una decrepita criatura con un hilo de vida tan
nimio que no se podía permitir nada más allá de su movilidad patética y esa
dieta caníbal a la que había sido condenado. ¿El terrateniente creyó que
gracias al pacto sería fuerte y joven por toda la eternidad? Iluso.
La huesuda cabeza del engendró se cubrió
por una maya de venas negras y palpitantes, abrió la boca para rugir de rabia y
clavó las cuencas vacías de sus ojos en Dámaso, pero al cazador no le impresionó
el numerito intimidador. Su respuesta fue encajar el doble cañón de la escopeta
entre las mandíbulas de Azcona; el sonido chirriante de los colmillos arañando
el metal hizo que a Dámaso se le erizara el vello de los brazos. Luego disparó.
El cuerpo decapitado del monstruo cayó
hacia atrás, desplomado frente al caserón que le vio nacer. Un par de fuegos
fatuos crepitaron junto a él, tan cerca que lo incendiaron y en cuestión de
minutos lo redujeron a cenizas.
Dámaso observó en cuclillas el
espectáculo hasta el final. Después
abandonó el bosque para volver al pueblo y contar que el monstruo ya no
existía, aunque no tenía demasiado interés en explicar lo fácil que había sido
todo, ni tampoco que el ser resultó ser un pedazo de basura al que cualquiera
que albergase un mínimo de valor podría haber encarado. Por un lado, entrar en
esos detalles no resultaría beneficioso para Dámaso, puesto que su gesta sería
devaluada hasta el extremo; y por otro, los vecinos considerarían que el
cazador les estaba llamando cobardes, cosa que en realidad no debería
ofenderlos porque eso es justo lo que eran… y lo sabían aunque no hablasen de
ello por vergüenza.
Sea como fuere, Dámaso pensaba adornar
los hechos sucedidos. En fin, era un derecho que se había ganado.
El horizonte empezaba a teñirse con los
cálidos colores del alba cuando Dámaso entró en su casa y Victoria, que había
pasado la noche en vela junto a la chimenea, lo recibió con un abrazo tan
fuerte que sintió cómo las costillas se le hundían en el tórax.
—Pensaba que el desayuno ya estaría en la
mesa –dijo Dámaso con tono burlón.
Victoria, con los ojos húmedos, lo miró
sonriendo, le quitó con el pulgar una mancha negra de tizne en su mejilla y lo
besó.
EPÍLOGO
A pensar de la destrucción del Sr. Azcona
–o el engendro demoníaco en que se había transformado-, la calma nunca llegó a
Croglin.
Pocos días después de que Azcona mordiera
el polvo, los santos de la iglesia amanecieron cubiertos de sangre. Todo el
mundo se extrañó por el macabro incidente pero lo achacaron a un acto vandálico
perpetrado por bromistas de dudoso gusto, sin embargo cambiaron de opinión
cuando lavaron las tallas y tras unos minutos volvieron a cubrirse de una
enigmática sangre sudada por las propias figuras.
Nadie sabía qué estaba pasando, pero el
nombre de Azcona comenzó a estar en boca de todos otra vez.
Las noches se volvieron insoportables
porque a raíz de lo ocurrido en la iglesia, unas abyectas pesadillas de corte
blasfemo empezaron a atormentar a las gentes de Croglin de manera generalizada.
De repente, buena parte de los vecinos soñaban con aberraciones tales como
cruces invertidas en llamas, la Virgen María en actitud lasciva o Cristo
retorciéndose y gritando de dolor a causa de sus heridas sangrantes.
Tal fue la epidemia pesadillesca, que más
de uno perdió la cabeza o tomó el camino rápido y se quitó la vida haciendo uso
de una soga y un árbol.
Cuando, sin un motivo lógico, las cabezas
de ganado murieron y la tierra dejó de ser fértil, los vecinos de Croglin
decidieron que la única manera de huir de Azcona era abandonando el lugar,
porque aunque la forma física, la marioneta cuyos hilos manejaba Satán, hubiera
sido destruida, la esencia del terrateniente maldito se había incrustado hasta
la raíz, enfermando aquellas tierras para siempre.
Tras analizar la situación como ya
hicieron años atrás en la plaza, sólo encontraron una opción razonable:
marcharse, dejar Croglin a su suerte y rezar por el alma de los pobres
ignorantes que pasasen por allí cerca o se atrevieran a poner un pie dentro del
pueblo muerto que una vez fue un remanso de paz entre montañas y bosques.
Para saber más:
2 comentarios:
Siempre es un mini orgasmo ver publicado en una web ajena algo que has escrito.
¡Muchas gracias!
Gracias a ti, esperamos verte más veces por el asilo ;)
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