lunes, 24 de octubre de 2016

El Círculo Bendito por Narciso Piñero



      El lugar, Croglin; un pequeño, gris y recóndito pueblo perdido entre montañas y bosques en algún frío lugar del norte de España.
      El año, 1910; un tiempo que las generaciones venideras recordaron por siempre como la fecha en que el lugar tuvo que ser abandonado a causa de un mal mayor e imparable. Algo que vino del infierno y condenó a todos los habitantes a morir o marcharse para siempre, dejando atrás una tierra maldita y pútrida que jamás volvió a ser pisada por ningún hombre cuerdo.
      El Sr. Azcona, un tipo alto y siempre bien vestido, afeitado y perfumado, fue un terrateniente que, por razones que nadie entendió en su momento pero que después se aclararon, decidió abandonar su acomodada vida de rico y marcharse con su esposa, Aurora, al bosque junto a Croglin, alejándose así de cualquier vestigio de sociedad. Allí, entre hayas, robles y el sonido de la fauna local, construyó su retiro espiritual, un caserón de piedra en el que vivió hasta el día de su muerte… si es que llegó a morir.
      Los habitantes del pueblo no llegaron a conocerle bien, pues Azcona rehusaba el trato con otras personas más allá de lo imprescindible, pero sabían que en ese caserón elevado en mitad del bosque se fraguaba algo oscuro, casi tanto como el terrateniente.
      Azcona concibió allí a tres hijos sin apenas dar tregua a su esposa entre embarazo y embarazo, como si quisiera tenerlos pronto para formar una familia numerosa y así obtener herederos que se hicieran cargo de las propiedades de su padre.
      Las gentes del lugar hablaban, pues en las contadas ocasiones que Azcona salía de su vivienda lo hacía en soledad y era habitual verle dando largos y desconcertantes paseos por el bosque, dejando en casa a su mujer e hijos. La vida familiar no parecía interesarle salvo como ornamento, como un mueble bonito que se tiene en casa acumulando polvo.
      La realidad de puertas adentro era que el terrateniente había tenido a sus hijos con una sola intención: matarlos de forma ritual en honor a una arcaica y olvidada deidad demoníaca con el propósito de obtener la vida eterna. De esta forma, una gélida madrugada de invierno sin luna, Azcona degolló a sus hijos frente al altar blasfemo construido en el sótano. Entre velas negras, la sangre de los tres inocentes encharcó el suelo que pisaba Azcona, quien empuñando un cuchillo ceremonial y ataviado con una túnica negra y una tosca máscara de piel de cordero, aulló una serie de cánticos e imploraciones indescifrables en un idioma extinto eones atrás.
      Aurora, tras descubrir que los niños habían muerto y que la afilada cuchilla ejecutora apuntaba ahora hacia su garganta, logró zafarse del desquiciado hombre para no ser la siguiente y escapó de la sangrienta orgía en que se había convertido su casa.
      Por motivos que nunca llegaron a esclarecerse, el caserón ardió aquella misma noche hasta quedar reducido a escombros, iluminando el bosque con sus bailarinas lenguas de fuego. Y aunque un grupo de vecinos intentó sofocar las llamas a base de cubos de agua, éstas sólo se apagaron cuando no quedó nada por consumir.
      Azcona fue capturado por las autoridades al amanecer. Lo encontraron en estado de catatonía, salpicado de sangre, desnudo y en posición fetal sobre unas musgosas rocas en el monte. Desde entonces y hasta el día de su muerte jamás volvió a articular palabra, ni siquiera un instante antes de que el garrote vil le segara la vida. 
      Entre los todavía humeantes escombros del Caserón Azcona, como se le empezó a llamar, del que sólo habían quedado cuatro carbonizados muros negros y un tejado moribundo, se encontraron unas antiguas runas y dos tablas de piedra con inscripciones y símbolos que nunca se descifraron, además de los restos óseos de los niños asesinados.


      Los habitantes de Croglin respiraron tranquilos al saber que se habían librado del monstruo que decidió convertirse en su vecino, y aunque como buenos seres humanos lamentaron la muerte de los niños y el incierto paradero de Aurora, quien las malas lenguas aseguraban que se había ahorcado poco tiempo después de lo sucedido, en su interior sintieron no poco alivio cuando conocieron la noticia referente a la ejecución de Azcona.
      Sin embargo, sesenta días después de su muerte, Croglin comenzó a sufrir unos desconcertantes ataques. Noche tras noche, algo se arrastraba hasta el pueblo y se llevaba consigo una vida, dejando tras de sí el cuerpo medio comido de un vecino, sin importar edad o sexo, y un reguero de gotas de sangre en las calles.
      Nadie atribuyó los crímenes a un loco suelto por los alrededores o a un vecino trastornado. No, nada de eso. Desde el primer asesinato, desde la aparición del primer cadáver, las gentes de Croglin tuvieron en mente al Sr. Azcona, y poco importó que llevase más de dos meses muerto y enterrado para sospechar que, de alguna forma, había vuelto.
      Los dos o tres escépticos hablaban de un animal salvaje fugado quizá de un circo, pero incluso ellos se vieron obligados a convertirse en creyentes cuando una tormentosa noche, algunos vecinos observaron desde sus ventanas, entre el resplandor de los rayos y el azote de los truenos, una figura encapuchada cruzando el pueblo hasta salir de él y adentrarse en el negro bosque. Aquellos que contemplaron la aparición, y no fueron pocos, juraron haber visto a alguien alto, con una túnica negra y paso firme pero muy lento. Al alba descubrieron que el hijo de un matrimonio había sido desangrado en su cama sin que los padres, que dormían en la misma habitación, se enterasen de nada.
      Fue el último asesinato que los habitantes de Croglin estuvieron dispuestos a soportar, de modo que esa misma mañana se reunieron en la plaza para llegar a una solución entre todos, siendo las conclusiones unánimes y resueltas con rapidez. Si el Sr. Azcona había jugado con la magia negra o el satanismo, cabría esperar que el asesino que los acosaba fuese algo invocado por el terrateniente, o quizá fuese el mismísimo Azcona quien hubiera regresado de entre los muertos para alimentarse de los vivos. Fue Aurora quien contó a las autoridades que su marido había pasado los últimos años leyendo extraños y viejos libros que versaban, entre otras cosas, acerca de la inmortalidad, y eso era justo lo que buscaba Azcona.
     La decisión final fue bendecir el lugar para que nada maligno pudiera cruzar sus límites. Convertir Croglin en una isla segura en mitad de un mar acechado por el tiburón más terrible. Los habitantes podrían hacer vida normal durante el día, pues el monstruo jamás había atacado a la luz del sol, pero durante la noche la gente permanecería dentro del pueblo, y pobre de aquél que decidiera poner un solo pie fuera de ella.

      Pasaron ocho años desde que Sebastián Atienza, el cura de Croglin, bendijera el lugar con oraciones y gotas de agua bendita. Rodeó el pueblo con un gigantesco muro invisible que sólo un engendro de origen demoníaco o esculpido en pura maldad podría ver y sufrir. Los asesinatos cesaron de inmediato y las buenas gentes volvieron a dormir en paz.
      Tan sólo un hombre, apodado dundún por motivos que ni él mismo recordaba, murió a causa de la bestia en ese transcurso de tiempo. Una noche el muy insensato se hartó de vino en la taberna, armó bronca y terminó dándole un navajazo al parroquiano a causa de una acequia. Vio que de la herida, más fea de lo que pretendía que fuese, salía mucha sangre, así que se asustó y, con la cabeza nublada por el efecto etílico, huyó del lugar pensando que el otro iba a morirse allí mismo. Huelga decir que osó salir de Croglin en plena madrugada, perdiéndose en la oscuridad del frío campo, y nadie lo impidió aun sabiéndose que no volvería a ser visto con vida.
      A la mañana siguiente lo encontraron a medio kilómetro del pueblo, abierto en canal y sin una sola víscera dentro.
      La muerte de dundún demostró de forma tajante y definitiva que al ponerse el sol, el único lugar seguro era Croglin. Mientras esto se respetase, nadie correría peligro.
      Durante ocho años todo marchó bien, el ambiente se relajó y los adultos comenzaron a contar a los niños malos y desobedientes historias sobre un hombre del saco que, bajo otras circunstancias, con la amenaza todavía palpable, jamás habrían narrado por temor y respeto.
      Fueron ocho años de tranquilidad, pues aunque supieran que en la noche eran rondados por un engendro, conocían la forma de evitarlo y mantenerlo alejado.
      Nadie imaginaba que esa tregua iba a romperse tras casi una década.
Una víspera de nochebuena, Ada, conocida por ser la dueña de la panadería del lugar, removió el estofado que burbujeaba en la olla sobre las brasas de la chimenea. Luego subió al dormitorio para ver si su hijo de diez meses estaba ya dormido en su cuna junto a la cama de matrimonio, alumbrándose con una oxidada lámpara de aceite.
      Le había dado el pecho hacía un par de horas, y como la noche anterior la criatura no pegó ojo, decidió acostarlo más temprano que de costumbre y dejar la cena preparada para cuando llegara su marido, que a esas horas debía estar terminando de limpiar el horno de la panadería y dejándolo a punto para la siguiente jornada. 
      La casa estaba en penumbra salvo por las velas y la fuente de luz que sostenía Ada, ayudándose de ella para iluminar el ascenso por las escaleras que llevaban al piso superior, donde se encontraba el dormitorio.
      Agarró el pomo de la puerta y tiró de él. Pasó al interior de la estancia y la bañó con la triste luz naranja, descubriendo que, frente a la cuna, una figura enclenque cubierta por una túnica le daba la espalda.
      Por una fracción de segundo, Ada pensó que podía tratarse de su esposo, pero en realidad eso era imposible. ¿Cómo iba éste a volver del trabajo y entrar en casa sin que ella se diese cuenta? Además, la habría avisado.
      La mujer, cuya frente se había perlado de sudor por el miedo, dio un paso hacia el intruso, que permanecía inmóvil y silencioso junto a la cuna, y levantó la lámpara hacia él. Observó así que los ropajes que portaba eran decrépitos y polvorientos.
      Al sentir la luz, el intruso comenzó a girarse con lentitud, emitiendo una especie de ronquido áspero, como un estertor. Poco a poco, conforme se daba la vuelta, fue mostrando su horrorosa fisionomía: una cara sin carne ni ojos, sólo piel seca y marrón adherida al hueso; una perpetua sonrisa provocada por la ausencia de labios y provista de piezas dentales comunes a excepción de los colmillos, mucho más largos de lo normal, y unas manos esqueléticas provistas de raquíticos dedos que no parecían lo suficientemente fuertes como para estrangular a alguien pero sí para sostener a un bebé devorado desde la cabeza hasta el vientre. Sólo quedaban sus piernas y la sangre que chorreaba por la boca del monstruo, la cual no paraba de moverse despacio masticando carne y huesos.
      <<Azcona>> –fue lo último que pensó la mujer antes de retroceder horrorizada, perder el conocimiento y rodar por las escaleras, rompiéndose el cuello a mitad del fatal trayecto.


      A la mañana siguiente, del mismo modo que hicieron ocho años atrás, convocaron una reunión en la plaza para discutir la situación, que había pasado de estar controlada y casi olvidada a regresar derramando más sangre que nunca. Aquella mañana fría e inundada de niebla se hicieron muchas preguntas, casi todas relacionadas con cómo era posible que el ser hubiera logrado cruzar la barrera de bendición que rodeaba el pueblo. ¿Por qué durante ocho años surtió efecto y de repente se volvió inútil? Nadie tenía una respuesta, como era de esperar, pero se pensó en la posibilidad de que el monstruo, ante la desesperación por comer, se hubiese hecho más fuerte para adaptarse al medio. Algo así como una forma de evolución pero a escala sobrenatural. ¿Podía ser? Nadie lo sabía con certeza, pero era una hipótesis.
      En realidad el cómo y el por qué daban igual, pues lo único que urgía era frenar los asesinatos de una vez por todas.
      Mientras los vecinos discutían y trataban de llegar a algo, el marido de Ada lloraba en casa por la pérdida de toda su familia, velando con sus allegados los cuerpos sin vida, siendo especialmente dramático el caso del bebé, pues sólo quedaba de él medio cuerpo al que dar sepultura. Su pequeño ataúd permanecía cerrado por motivos evidentes. 
      Tal era el dolor del hombre que ni siquiera deseaba vengarse del monstruo, porque con algo de suerte la próxima víctima sería él y así podría reunirse con los seres queridos que en una noche le habían sido arrebatados.
      —Yo propongo hacer guardia y meterle cuatro tiros nada más asomar el hocico. Me ofrezco voluntario –dijo alguien entre la multitud congregada en la plaza. Se trataba de Dámaso Carpio, un cazador que ganaba algún dinero extra eliminando a las bestias que mataban cabezas de ganado.
      La muchedumbre se volvió hacia la persona que había puesto sobre la mesa semejante locura. ¿Hacer guardia durante toda la noche a sabiendas de que el monstruo aparecería? Era necesario estar mal de la cabeza para ofrecerse a tal menester.
      —¿Por qué? Volvamos a bendecir el pueblo y sa´cabó –graznó un viejo.
      Dámaso caminó despacio hasta situarse en mitad de la congregación. Pensaba que su plan era tan necesario, y no sólo necesario, sino también el único viable si querían vivir con dignidad, que quiso recibir toda la atención.
      —El pueblo está bendecido desde hace mucho y a la vista queda que la magia ya no es efectiva. ¿Por qué antes sí y ahora no? No lo sé, y nadie lo sabe, pero la cuestión es que esa alimaña ha encontrado la forma de volver para alimentarse. Ocho años de hambre es mucha hambre, amigos, así que dad por hecho que esta noche va a volver.
      —A ti te van a matar como te quedes la noche ahí en esas calles –volvió a hablar el viejo de antes, esta vez con tono inquisitorio.
      El cazador se volvió hacia el viejo y contestó:
      —He dicho que me voy a vigilar yo, no que usted tenga que acompañarme. Si lo prefiere quédese en casa comiendo migas junto a la lumbre, que ya me encargo yo de asumir los riesgos. Al menos así, si me matan, será haciendo algo útil. En fin –Dámaso quedó en silencio reflexivo durante un momento, observando las caras de tristeza y agotamiento que le rodeaban-, ¿alguien se ofrece a acompañarme? El pueblo es pequeño, pero yo solo no puedo vigilarlo entero.
      El silencio general dejó constancia de la cobardía allí concentrada. Ni siquiera en una situación tan crítica eran capaces de hacer algo que no fuese vomitar quejas y lloriqueos.
      Tras esperar sin resultado a que algún vecino diese un paso al frente, Dámaso les deseó suerte, se despidió tocando el ala de su sombrero y se marchó a casa para prepararse y descansar de cara a la noche que se le venía encima.
      —Huele bien –comentó el cazador nada más entrar en casa, una humilde y pequeña pero acogedora, decorada con un par de cornamentas de venado y templada gracias al fuego del hogar, que en aquel momento hacía burbujear el guiso que Victoria, su esposa, estaba cocinando. Un estofado con más patatas, nabos y zanahorias que carne, eso sí, pero igualmente reconfortante.
      Su mujer lo recibió con un beso y le preguntó qué tal había ido la reunión, notando Dámaso un comprensible temor y nerviosismo en las palabras de ella. Peor se puso cuando le dijo que él mismo se había ofrecido voluntario para hacer las labores de vigilante y cazador. Victoria no entró en cólera, pero poco le faltó. No entendía cuál era la necesidad de hacerse el héroe ante semejante rebaño de cobardes, a lo que Dámaso respondió que si iba a llevar a cabo aquella osadía no era por la gente del pueblo, sino por ellos dos, que a fin de cuentas también eran víctimas potenciales.
      —Pues iré contigo –advirtió la mujer con tono tajante.
      —Ni lo pienses. No voy a poner en peligro a mí mujer sólo porque ninguno de esos animales de bellota haya tenido un miserable atisbo de valor. Tú te quedas en casa esta noche. Y tranquila, recuerda que no voy a ir solo –respondió Dámaso fijándose en la escopeta que descansaba en una esquina junto a la chimenea.
      Victoria era consciente que de poco servía tratar de variar el rumbo de los pensamientos de Dámaso cuando se trataba de hacer lo que había que hacer –sobre todo si nadie más estaba dispuesto a mover un dedo-, así que rehusó seguir discutiendo porque, bueno, ¿para qué? 
      Comieron en silencio envueltos por el enturbiado ambiente que se había generado por la latente preocupación ante la incertidumbre de no saber, ni él ni ella, qué pasaría esa noche. Victoria detestaba cuando su marido daba más de lo que recibía, y si además ponía su vida en riesgo, entonces hasta perdía las ganas de dirigirle la palabra durante un buen rato o incluso un día entero. Luego se le pasaba el enfado porque recordaba que en realidad era su actitud desinteresada, de dar sin esperar nada a cambio, lo que la había enamorado de él. Un tonto idealista quizá, pero cobarde y sin principios jamás.
      Ese día Victoria contó cada minuto que los separaba de la puesta de sol, y conforme éstos se iban consumiendo, la necesidad de arrodillarse ante su marido y suplicarle que abandonara el plan aumentaba. Gritarle que esos idiotas sin agallas no merecían que se arriesgase por ayudar al pueblo, pero prefirió mantenerse serena y fría aunque sólo fuese superficialmente. No quería transmitirle a Dámaso su nerviosismo; era mejor hacerle creer que estaba más o menos tranquila y confiada porque sabía que lograría su objetivo. Pero el cazador conocía de sobra los miedos que reconcomían a la mujer. Los mismos que a él, en realidad.


      Cuando el horizonte se puso rojo y el sol se ocultó, Dámaso, frente a la ventana del salón contemplando cómo el cielo se iba oscureciendo y el canto de los grillos comenzaba a hacer acto de presencia entre la hierba, pensó una vez más en si merecía la pena aquel sacrificio sabiendo que ni siquiera podría hacer gran cosa por defender el lugar. Croglin era pequeño, pero no lo suficiente como para que un único hombre pudiese vigilarlo de punta a punta, pues solo poseía dos ojos, dos piernas y dos brazos, todos ellos insuficientes para la tarea de evitar que un ser sobrenatural engendrado con pura maldad, cruzase los límites del lugar en busca de carne.
      Entonces una estampa grotesca se metió en su cabeza durante unos segundos y todas las dudas se disiparon. Vio a su esposa muerta en la cama sobre las mantas empapadas de sangre y con un ser esquelético y desnudo encima de ella, destrozándola a zarpazos.
      Dámaso cerró los ojos con fuerza para expulsar esos pensamientos que le aterraban y a la vez le daban fuerzas para seguir adelante, encarar a la bestia y destruirla. No por aquellos cobardes que poblaban Croglin, sino por él y Victoria. Nada más le importaba.
      Con las dudas y los miedos encerrados bajo llave, Dámaso se puso un deshilachado abrigo largo y grueso, unos guantes de cuero y un sombrero que se caló hasta las cejas. Ahí afuera no debía haber más de cero grados, y conforme avanzase la noche la temperatura seguiría descendiendo.
      Cogió su escopeta, una canana repleta de cartuchos y el puñal con el que remataba jabalíes. Pensó en llevar otra escopeta y un hacha, pero tantos bártulos serían más un incordio que una ayuda. Con la escopeta y el cuchillo bastaba. Por muy letal que fuese el monstruo, cuando le metiese el cañón en la boca y apretase el gatillo, su cabeza explotaría igual que la de cualquier bicho viviente con una cabeza que se pudiera reventar. Una cosa es que Azcona resultase aterrador, y otra muy distinta que no sucumbiese al plomo.
      Dámaso evitó la despedida emotiva porque si lo hacía parecería que iba directo al matadero, y ni quería dar esa sensación a Victoria ni él deseaba partir con ese temor mordiéndole las tripas. Se limitó a besar a su mujer, volver a rechazar su ayuda –Victoria insistió de nuevo en ir con él- y prometerle que para antes del amanecer estaría en casa, y que un buen desayuno a base de pan tostado, café y chacinas varias sería un gran recibimiento tras la larga y fría noche de cacería.
      Al poner primer pie fuera de casa, Dámaso lanzó un par de miradas a su alrededor. Las calles estaban desiertas, igual que cuando el monstruo atacó por primera vez casi diez años atrás.
      Luego alzó la vista hacia el cielo nocturno en busca de una querida compañera de fatigas: la luna, que lucía llena, espléndida y brillante. Para Dámaso era un alivio que esa noche, precisamente esa noche, la oscuridad no fuera total. El resplandor plateado de la luna serviría para complementar la luz temblorosa y algo triste de su lámpara de aceite.


      El cazador, con las heladas y negras calles de Croglin para él solo, hizo un par de rondas en las que recorrió el pueblo en su totalidad, pensando en la gente que gracias a él dormiría más tranquila esa noche. Y no es que le gustara echarse flores, pero era la realidad. Él fue el único dispuesto a ensuciarse las manos y hacer algo más que quedarse en casa temblando de miedo y rezando para que otro le sacase las castañas del fuego.
      ¿Todo pueblo aterrado por la presencia de un solo asesino? Qué absurdo. Eran muchos contra uno, ¿por qué estar asustado entonces? ¿Por qué no hacer algo?
      Tras patearse las calles dos o tres veces sin hallar nada anómalo, Dámaso se acercó al límite del pueblo, concretamente a la parte que daba al bosque. El cazador se detuvo allí, sujetando la escopeta con firmeza y fijó la mirada en el bosque, separado del pueblo por una llanura no demasiado extensa. Estaba casi convencido de que el monstruo vivía allí, entre las ruinas del Caserón Azcona.
      Todo el mundo evitaba entrar en el bosque, aunque fuese a plena luz del día. Si lo hacían procuraban no adentrarse demasiado y tener siempre una oración en los labios, y desde luego nadie se acercaba a la casa de Azcona.
      Dámaso se quedó un rato observando los árboles, esperando que en algún momento apareciese entre la oscuridad una silueta moviéndose lenta y torpemente en dirección al pueblo, pero no ocurrió nada.
      Echó la vista atrás, hacia el pueblo, y contempló las calles en penumbra, solitarias y silenciosas. De no ser por alguna que otra ventana iluminada, cualquiera pensaría que Croglin estaba abandonado.
      <<Que sea lo que Dios quiera>>, pensó Dámaso, y acto seguido se adentró en la llanura, con el canto de los grillos y el crujir de la hierba bajo sus pies como única compañía.
      Cuando estuvo frente a la entrada del bosque se sintió minúsculo y, por qué no reconocerlo, asustado. No se le ocurría un escenario menos agradable que el que se presentaba ante sus narices.
      Un momento de duda lo asaltó; pensó en dar media vuelta y correr a casa, alejándose lo antes posible de aquel templo del espanto. Él no era ningún héroe, sino un simple cazador haciendo lo que nadie quería hacer, así que podía permitirse el lujo sentir miedo y ser acosado por la duda, pero hizo un esfuerzo por dejar la mente en blanco, vaciar la cabeza de pensamientos y limitarse a comprobar si la escopeta estaba cargada y lista para abrir fuego.
      Tomó una bocanada de aire gélido y cruzó los límites del bosque, ayudándose de su lámpara para dar con las ruinas del Caserón Azcona, el cual no debía estar lejos.
      Dámaso no prestó atención a los lastimeros y ahogados murmullos que se oían en el bosque, cuya explicación carecía de lógica. Tampoco se preguntó –o no quiso preguntarse- por qué de repente varios fuegos fatuos brotaron del suelo, alzándose como difusas lenguas azules que se desvanecían tras una breve y vaporosa danza.
      No quería saber nada de cuanto le rodeaba, pues eso le habría hecho entrar en pánico y abandonar, así que, como un mulo que tira del carro sin cuestionar, siguió adelante deseando dar de una maldita vez con los restos de la casa.
      Y entonces el cazador llegó a su destino. De forma brusca, una ruinosa construcción apareció entre los robles en mitad del bosque, desentonando de manera intrusiva con el resto del paisaje. Ante Dámaso se presentaron cuatro grandes pareces de piedra y un tejado a medio caer, desafiándolo a continuar con su encomiable tarea. La luz de la luna se colaba por las ventanas, dando la sensación de que la casa poseía ojos brillantes que observaban al ridículo hombre que había osado presentarse allí con su escopeta.
      Dámaso mantuvo la distancia y prefirió no acercarse, optando por la más saludable opción de sentarse en una roca y esperar allí, a ver qué pasaba. La luna llena inundaba con su luz el lugar, lo cual tranquilizaba un poco a Dámaso; si algo salía de la casa, podría verlo sin dificultad. Otro punto a su favor era que había tomado una posición lateral en vez de frontal, de modo que si el monstruo decidía hacer acto de presencia no vería al cazador, convirtiéndose así en un objetivo fácil.
      Desde su improvisado y duro asiento, con la escopeta acomodada en el regazo pero sin apartar el dedo del gatillo ni la mano de la empuñadura, observó más fuegos fatuos surgiendo aleatoriamente alrededor de la casa, emitiendo un chasquido apenas perceptible al materializarse y otro al desaparecer. El onírico espectáculo parecía un baile de espectros sin forma ni rostro, tanto que Dámaso pensó que quizá aquellas llamaradas eran en realidad eso, fantasmas que por algún motivo se sentían atraídos hacia la casa de la misma forma que los tiburones acuden a una gota sangre en el mar. Quizá el Caserón Azcona, debido a su pasado de magia negra, estaba impregnado de algo que servía como reclamo para entidades del más allá.
      Entonces, sin que las efímeras danzas fantasmagóricas cesaran, un sonido de bisagras oxidadas como el de una puerta vieja y descuidada que se abre, surgió del interior de la casa. Dámaso, temblando y con la respiración acelerada, se puso en pie de un salto, apuntando con su arma a la entrada. Fue tan rápido y preciso como un acto reflejo, y se mantuvo firme y en silencio mientras trataba de serenarse para no errar el disparo en caso de que tuviese que abrir fuego.
      En cuestión de segundos supo que tendría que disparar.
      Una mano tan delgada y seca que no podía pertenecer a alguien vivo asomó por la puerta, agarrándose al marco de madera carbonizada para ayudarse a arrastrar el resto del cuerpo al exterior. De esa forma, tomándose su tiempo, el ser cruzó la puerta poco a poco, abandonando la negrura del caserón.
      Dámaso observaba boquiabierto desde su posición cómo salía de la casa aquella figura lenta y torpe, vestida con una túnica negra que arrastraba por el suelo, y que con gran parsimonia se encaminaba hacia el pueblo. Al moverse sonaba igual que un saco lleno de ramas, y de su boca brotaba un gorjeo enfermizo propio de alguien que está agonizando.
      El cazador dejó que el monstruo se alejase algunos metros de la casa, así tendría la oportunidad de examinarlo momentáneamente. Pero, por el amor de Dios, aquella cosa parecía poder ser derribada hasta por un niño de seis años. De no ser por el miedo que todo el mundo le tenía, el monstruo no habría logrado ni acercarse al pueblo sin que lo apedrearan hasta machacarlo, y ahí era donde residía su poder.
      Dámaso no se lo pensó más y disparó, pero cometió el error de hacerlo a demasiada distancia, por lo que los perdigones se dispersaron y sólo impactaron en Azcona los justos para tirarlo de rodillas. Mientras recargaba la escopeta se acercó a la criatura con paso decidido; le perdió el miedo y el respeto al ver que aquel montón de huesos y pellejos acartonados no era más que una fachada horrorosa e imponente, pero nada más.
      Cuando estuvo cara a cara frente al engendro, ya con la seguridad que le proporcionaba tener la escopeta cargada de nuevo, se tomó un instante para escudriñar sus rasgos, que no pasaban de ser los de una calavera recubierta de piel seca, con unos colmillos que le otorgaban más fiereza de la que en realidad podía gastar.
      Azcona había conseguido burlar a la muerte, pero no era aquella vida eterna la que esperaba obtener a cambio de sacrificar a sus hijos en nombre de la arcana deidad a la que ofreció sus vidas. Azcona debió pensar que se convertiría en alguien poderoso en vez de en una decrepita criatura con un hilo de vida tan nimio que no se podía permitir nada más allá de su movilidad patética y esa dieta caníbal a la que había sido condenado. ¿El terrateniente creyó que gracias al pacto sería fuerte y joven por toda la eternidad? Iluso.
      La huesuda cabeza del engendró se cubrió por una maya de venas negras y palpitantes, abrió la boca para rugir de rabia y clavó las cuencas vacías de sus ojos en Dámaso, pero al cazador no le impresionó el numerito intimidador. Su respuesta fue encajar el doble cañón de la escopeta entre las mandíbulas de Azcona; el sonido chirriante de los colmillos arañando el metal hizo que a Dámaso se le erizara el vello de los brazos. Luego disparó.  
      El cuerpo decapitado del monstruo cayó hacia atrás, desplomado frente al caserón que le vio nacer. Un par de fuegos fatuos crepitaron junto a él, tan cerca que lo incendiaron y en cuestión de minutos lo redujeron a cenizas. 
      Dámaso observó en cuclillas el espectáculo hasta el final.  Después abandonó el bosque para volver al pueblo y contar que el monstruo ya no existía, aunque no tenía demasiado interés en explicar lo fácil que había sido todo, ni tampoco que el ser resultó ser un pedazo de basura al que cualquiera que albergase un mínimo de valor podría haber encarado. Por un lado, entrar en esos detalles no resultaría beneficioso para Dámaso, puesto que su gesta sería devaluada hasta el extremo; y por otro, los vecinos considerarían que el cazador les estaba llamando cobardes, cosa que en realidad no debería ofenderlos porque eso es justo lo que eran… y lo sabían aunque no hablasen de ello por vergüenza.
      Sea como fuere, Dámaso pensaba adornar los hechos sucedidos. En fin, era un derecho que se había ganado. 


      El horizonte empezaba a teñirse con los cálidos colores del alba cuando Dámaso entró en su casa y Victoria, que había pasado la noche en vela junto a la chimenea, lo recibió con un abrazo tan fuerte que sintió cómo las costillas se le hundían en el tórax.
      —Pensaba que el desayuno ya estaría en la mesa –dijo Dámaso con tono burlón.
      Victoria, con los ojos húmedos, lo miró sonriendo, le quitó con el pulgar una mancha negra de tizne en su mejilla y lo besó.

EPÍLOGO

      A pensar de la destrucción del Sr. Azcona –o el engendro demoníaco en que se había transformado-, la calma nunca llegó a Croglin.
      Pocos días después de que Azcona mordiera el polvo, los santos de la iglesia amanecieron cubiertos de sangre. Todo el mundo se extrañó por el macabro incidente pero lo achacaron a un acto vandálico perpetrado por bromistas de dudoso gusto, sin embargo cambiaron de opinión cuando lavaron las tallas y tras unos minutos volvieron a cubrirse de una enigmática sangre sudada por las propias figuras.
      Nadie sabía qué estaba pasando, pero el nombre de Azcona comenzó a estar en boca de todos otra vez.
      Las noches se volvieron insoportables porque a raíz de lo ocurrido en la iglesia, unas abyectas pesadillas de corte blasfemo empezaron a atormentar a las gentes de Croglin de manera generalizada. De repente, buena parte de los vecinos soñaban con aberraciones tales como cruces invertidas en llamas, la Virgen María en actitud lasciva o Cristo retorciéndose y gritando de dolor a causa de sus heridas sangrantes.
      Tal fue la epidemia pesadillesca, que más de uno perdió la cabeza o tomó el camino rápido y se quitó la vida haciendo uso de una soga y un árbol.
      Cuando, sin un motivo lógico, las cabezas de ganado murieron y la tierra dejó de ser fértil, los vecinos de Croglin decidieron que la única manera de huir de Azcona era abandonando el lugar, porque aunque la forma física, la marioneta cuyos hilos manejaba Satán, hubiera sido destruida, la esencia del terrateniente maldito se había incrustado hasta la raíz, enfermando aquellas tierras para siempre.
      Tras analizar la situación como ya hicieron años atrás en la plaza, sólo encontraron una opción razonable: marcharse, dejar Croglin a su suerte y rezar por el alma de los pobres ignorantes que pasasen por allí cerca o se atrevieran a poner un pie dentro del pueblo muerto que una vez fue un remanso de paz entre montañas y bosques.


Para saber más:

2 comentarios:

Siempre es un mini orgasmo ver publicado en una web ajena algo que has escrito.

¡Muchas gracias!

Gracias a ti, esperamos verte más veces por el asilo ;)

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