lunes, 13 de abril de 2015

El Escudo del Espartano Parte 5 - Vientos de guerra por Hammer Pain


  



   Las estaciones se sucedían siguiendo las inalterables pautas establecidas por los Dioses desde tiempos ya olvidados. Las tierras de la Hélade eran cubiertas con mantos de hojas secas y de brillante nieve que, con el paso de los meses, dejaban su lugar a verdes alfombras de hierba salpicadas con multitud de alegres flores. Sin embargo, las colinas de Laconia, eterno dominio de Esparta, parecían ser un terreno vedado a todo tipo de manifestación artística de la naturaleza, como si la austeridad propia del modo de vida espartano afectara de alguna forma al entorno en el que se desarrollaba. Cada mañana el sol iluminaba por igual tanto los campos donde los ilotas cultivaban como los patios donde los espartiatas se entrenaban y, cuando caía la noche, todo quedaba envuelto por una sepulcral silencio que sólo era roto por el sonido de algún animal que entonaba sus cantos a la luna y las estrellas.

     No obstante, si bien la Tierra Madre danza en el universo al son marcado por la diosa Gea, otros son los fenómenos que rigen la historia de los simples mortales. Las noticias sobre la invasión de Sicilia por parte de Atenas, el principal rival de Esparta en el dominio por el Peloponeso, hacían hervir la sangre de la poderosa ciudad-estado. No había un solo rincón de ella en que no se hablara acerca de la inminente llegada de la flota ateniense al puerto de Siracusa. Muy lejos quedaba ya la Paz de Nicias que ambas polis firmaron, una tregua que no había dejado satisfecho a ninguno de los dos bandos y que no logró hacer desaparecer del todo las hostilidades durante los años que estuvo en vigencia. La guerra había estallado de nuevo y Esparta llevaba la mejor parte gracias a su gran victoria en Mantinea sobre Atenas y sus aliados, Argos y Arcadia. Sin embargo, Atenas se negaba a darse por vencida y ahora se proponía hacerse con el control de Sicilia y sus vastos recursos naturales que, sin duda, le darían alas para reponerse y hacer frente a sus enemigos espartanos.

     Pero los Señores de Laconia no estaban dispuestos a permitir eso. Cortarían rápidamente esas alas, y lo harían con determinación y contundencia, aplastando sin compasión a los enclenques atenienses de tal forma que nunca más osaran volver a alzarse contra ellos. El sentimiento de unidad de todos los ciudadanos libres de Esparta impregnaba la atmósfera hasta hacerse casi palpable y la perspectiva de épicas batallas enardecía el alma de los espartiatas, jóvenes y viejos. El ansia de alcanzar la gloriosa muerte al servicio del Estado multiplicaba la fuerza de los golpes lanzados por los guerreros y aumentaba más si cabe su insensibilidad al dolor físico y mental.

     Garnicles no era ajeno a ese estado de euforia y sus progresos a través del cruel adiestramiento en la Agogé estaban siendo increíbles. Aprendió más rápido que ningún otro a sumergirse en la inmensidad de la naturaleza, a sentir los ritmos que dirigen sus cambiantes ciclos. Se acostumbró a intentar escuchar hasta la más recóndita hoja mecida por el viento y a percibir la vida que se ocultaba en el más ridículo agujero. Entrenó y practicó hasta lograr moverse como un fantasma entre la espesura. La continua exposición a la crueldad de los elementos había dotado a su piel de una tonalidad oscura. Las plantas de sus pies parecían hechas de cuero endurecido, apenas habría sentido dolor al caminar sobre unas zarzas o sobre un brasero. En el aspecto militar demostró ser un excelente soldado, capaz de responder a las órdenes con la velocidad de un pestañeo. No tenía rival en el cuerpo a cuerpo, sus músculos eran duros como el mármol y flexibles como la hierba. La lanza y la espada eran como una extensión de su mente y su cuerpo, con ellas en las manos se convertía en un torbellino de destrucción capaz de atravesar armaduras y escudos. 

    A sus dieciocho años, el espartano había superado duras y terribles pruebas con una habilidad y estoicismo que habían ensombrecido hasta a los más brillantes pupilos de la Agogé. No obstante, no había un sólo día que pasara en que no acudieran a su mente imágenes de su increíble aventura en el bosque de las sombras y en la Cripta de los Caídos ¿Había sido un sueño o realmente había estado allí? El joven no tenía forma de saberlo y no se atrevía a contárselo a nadie, ni siquiera a Cleon, el fiel amigo de su fallecido padre. Su educación estaba enfocada exclusivamente a la guerra y no estaba muy versado en otros asuntos fuera del adiestramiento físico y militar. A pesar de ello, nunca había leído nada ni había oído hablar sobre un lugar semejante a aquel.

     Pero si bien la curiosidad acerca de la posible existencia de la Cripta intrigaba sobremanera al espartano, lo que más colmaba los pensamientos de Garnicles era el formidable escudo que había visto flotar entre rayos de luz divina. "El escudo de un Dios, no cabe duda", esa era la única conclusión lógica a la que podía llegar. Pero, ¿por qué no había sido capaz de cogerlo? ¿por qué había retornado de forma tan súbita a su mundo en Laconia desde ese lugar más allá de todo lo que existe y se puede comprender con los sentidos?. Recordaba también con toda claridad lo que aquel extraño encapuchado le había dicho mientras le señalaba con una mano imposible de concebir en un ser humano. El escudo era su recompensa por la increíble hazaña de sobrevivir a los peligros de la Cripta y del Mundo Exterior.

     «Para convertirte en su dueño y ser capaz de liberar todo su poder antes deberás comprender su misterio, su esencia. Sólo tú sabrás cuando ha llegado ese momento, y entonces el escudo cruzará abismos de oscuridad hasta llegar a ti, tal vez para salvarte la vida». 

    Eso había dicho aquel pavoroso guardián pero, ¿qué significado podía tener? ¿cómo se puede "comprender" el misterio de un arma, ya sea escudo, espada o lanza? Aquello no tenía ningún sentido. Lo único que Garnicles sabía es que el escudo, ese fabuloso escudo que le podría haber hecho imbatible en el combate, se le había escapado cuando ya lo estaba rozando con las yemas de los dedos. Por alguna razón no le habían dejado apoderarse de él. Esa era la única realidad, y era una realidad que le atormentaba y le enfurecía.

     Un día, el joven se encontraba entrenando por su cuenta en una arboleda cercana a su barracón. Moviéndose con rapidez y elegancia, asestaba golpes con una espada de madera a enemigos imaginarios. Entonces notó algo a su espalda, una presencia que no era producto de su imaginación como el resto a las que estaba cortando por la mitad. Volvió rápidamente la cabeza.

     —Que los Dioses contemplen esta fuerza de la naturaleza y se maravillen como un artista ante su más preciada obra. He aquí al efebo admirado por Esparta entera, el más aventajado de los cachorros que manchan de sangre los suelos de la mejor escuela de soldados que existirá jamás. Su espada podría partir el ígneo santuario de Apolo cuando se alza en lo más alto del cielo y sus puños echarían abajo las columnas esculpidas por nuestro antepasado Heracles. Mas, ¿qué hará cuando no sean inexistentes ilusiones las que le ataquen?. Cuando sean guerreros de carne y hueso los que te acorralen como lobos a un cervatillo, cuando sientas el ardiente beso del bronce penetrando en tu cuerpo, ¿qué harás entonces, oh invencible guerrero? 

     —¿Por qué no te acercas?, enseguida lo comprobarás —Garnicles esbozó una ligera sonrisa mientras empezaba a mover la espada con vertiginosos giros de muñeca.

     Cleon salió lentamente de detrás de un árbol con el júbilo de la batalla reflejado en su rostro. No era normal que un superior hablara con tanta informalidad a un alumno, pero como ya sabemos, este no era un alumno corriente, y no por su impresionante progreso en las artes de la guerra sino por ser el hijo de su mejor amigo, muerto durante las incursiones espartanas del Ática. El veterano soldado no podía disimular la especial inclinación que sentía por este prometedor guerrero a quien, a su vez, había llegado a apreciar como al hijo que nunca tuvo. Por ello mismo había sido especialmente duro con él durante su adiestramiento en la Agogé, porque conocía las cualidades innatas del muchacho y sabía que podía llegar hasta lo más alto de la sociedad espartana. Y más alto todavía, a las estancias donde los héroes moran por toda la eternidad cuando dejan sus cuerpos inertes en el campo de batalla.

     Ambos combatientes describían círculos mientras se estudiaban mutuamente, sin apartar la vista el uno del otro ni por un momento. Garnicles sabía que este no era un combate como otros que había conocido en la Agogé. No se trataba de ninguna lucha desigual orientada a educar el cuerpo y la mente para aprender a soportar el dolor y el sufrimiento sino que era una prueba de pericia marcial y habilidad técnica. La concentración era absoluta, ambas voluntades llevaban a cabo un duelo que trascendía los límites de la realidad visible, esa lucha que tiene lugar en otro plano de conciencia y que es donde  primero hay que superar al adversario si se quiere obtener la victoria completa.  La tensión en el ambiente casi se podía tocar y fue Cleon quien se encargó de romperla.

    —¿A qué esperas niño? —le retó burlonamente— ¿acaso te has quedado sin fuerzas mientras jugabas a matar fantasmas?  

     La respuesta de Garnicles fue instantánea. Con la explosividad de una cobra dio varios pasos hacia delante y lanzó una estocada dirigida al estómago de Cleon. Pero este movimiento no era más que una finta que ocultaba su verdadero objetivo, la cabeza. Con una perfecta sincronización Garnicles giró el brazo del arma y dirigió el golpe hacia la frente de su maestro. Pero éste le conocía demasiado bien y, a pesar de la rapidez con que se había ejecutado la técnica, bloqueó la espada de su alumno con otra que había surgido de repente en sus manos.  

     —Demasiado obvio hasta para un ciego, prueba otra vez —le reprochó a la vez que le daba un empujón para mantenerr la distancia.

      Garnicles lanzó entonces un potente tajo dirigido hacia la parte derecha del cuello de Cleon pero éste no volvió a bloquearlo con su espada sino que se valió de su brazalete de cuero. Una decisión acertada ya que había percibido la escasa fuerza que arrastraba el golpe, obviamente con el propósito de enmascarar el verdadero golpe que sin duda sobrevendría por otro lado. Y efectivamente, sus sospechas se confirmaron cuando Garnicles giró su cintura como un resorte y trató de alcanzar el costado izquierdo de su contrincante con un golpe de revés. Pero de nuevo su esfuerzo fue en vano y, tras bloquear su arma, Cleon le propinó una patada en la espalda que le hizo morder el polvo. 

     —¿Estamos peleando o es que quieres que introduzca otra espada por tu sagrado orificio? Si me vuelves a dar la espalda te juró que quebraré tu columna y no te quedarán ganas de tentarme de nuevo. ¡Ataca como un espartano y no como una ramera!  

     El joven notaba hervir la sangre en su interior. Sus ojos, sendos pozos negros como la noche, brillaban con el fuego del infierno y sus dientes rechinaban tanto que parecían piedras rozando unas contra otras. No obstante, respiró hondo y no sucumbió a la ira. Su férrea voluntad se puso en funcionamiento para abatir todo rastro de orgullo herido y  mantener su mente clara como el agua. Se levantó con agilidad felina y empuñó la espada de madera. Cleon le observaba como un halcón mientras se acariciaba la barba. Estaba seguro de que los golpes que había intentado propinarle habrían destrozado a muchos hombres más débiles que él pero no era suficiente con eso, pues sabía del infinito potencial que tenía el muchacho y no estaba dispuesto a que combatiera por debajo de sus posibilidades. 

     Mientras cavilaba sobre estas cuestiones, vio a Garnicles caminando hacia él con pasos lentos y la guardia bajada. En su rostro se reflejaba la inexpresividad más absoluta y nadie podría haber adivinado si estaba triste, alegre, lleno de miedo o con deseos de venganza. Cleon percibió un cambio en esta nueva situación que se presentaba, lo notaba con un instinto que solo puede adquirir alguien que ha vivido en la guerra durante toda su vida y no conoce otro hogar. Garnicles ya estaba casi sobre él pero seguía sin hacer otra cosa que andar, la espada continuaba sin vida en su brazo.

    Una extraña sensación de duda se cernía sobre Cleon, pocas veces había visto que alguien adoptara semejante postura despreocupada durante un combate contra él, normalmente sus contrincantes mantenían una extrema alerta y muchos mostraban nervios e incluso miedo al tener que enfrentarse a un titán de puro músculo y gigantesca estatura. Pero la perplejidad pronto dio paso a la satisfacción, era maravilloso ver tal grado de seguridad y valor en el hijo de su mejor amigo y compañero de armas. Llegaría más lejos de lo que cualquiera de ellos habría llegado nunca, estaba convencido. Ya le tenía a dos pasos de distancia. Sus ojos le miraban como si vieran más allá de él, como si no existiera, como si ya hubiera vencido ¿realmente aquel loco pretendía pasar por encima de él andando tranquilamente?

     «De acuerdo maldito héroe, tú lo has querido», Cleon sentía ganas de reír por primera vez en mucho tiempo mientras se abalanzaba sobre Garnicles.

     Pocos habrían podido captar la totalidad de movimientos que vinieron a continuación, en apenas treinta segundos dignos de ser recordados por las futuras generaciones. Como dos huracanes que chocasen uno contra otro, ambos guerreros iniciaron una danza mortal donde las espadas parecían borrones en el aire y sólo paraban cuando chocaban entre si o con alguna parte de los dos cuerpos. El espectáculo era terrible y asombroso mientras la sangre regaba el suelo bajo sus pies, sin que ello mermara la ferocidad de los golpes en absoluto. Tras aquellos segundos que parecieron durar años, pues en verdad cualquiera que hubiera estado allí habría afirmando que el tiempo se había detenido, sólo uno de los dos colosos permanecía en pie.

     —Te haces viejo para esto amigo mío ¿te ayudo a levantarte o prefieres que me ponga de espaldas otra vez a ver si eso te anima? —le ofreció Garnicles mientras escupía restos de sangre con desdén.  

     —Eres un mocoso, ¿cómo te atreves a hablarle así a un superior? —bramó Cleon mientras se levantaba con el semblante furibundo y dispuesto a reanudar la contienda.

    —Es bien conocido el sarcasmo espartano, tú mismo eres un maestro en la materia como has demostrado pero yo no me quedo atrás —. Ambos rieron como pocas veces se había visto y se vería en el mismo corazón de Esparta.

    —Bien, desde luego eres hijo de tu padre y parece como si hubiera combatido con él otra vez como tantas veces hice en el pasado —reconoció Cleon mientras limpiaba la sangre de su rostro —. Hacía mucho que nadie me hacía morder el polvo así y me alegró que al menos hayas sido tú. Pero no creas que me has vencido con la espada sino que lo has hecho con el arma más poderosa que tenemos, la mente. No has sido tan necio como para dejarte arrastrar por mis hirientes palabras como harían muchos otros. En cambio a mí me has obligado a dudar cuando te has acercado de esa forma tan temeraria y esa ha sido tu verdadera victoria. Los dioses te han bendecido desde luego, tienes tu fama bien ganada, incluso más de lo que crees—. Cleon se lo quedó mirando fijamente. 

     —¿Señor? —Garnicles pestañeó totalmente desconcertado. Si le hubieran dicho que habían encontrado un cíclope borracho en el Senado le habría resultado algo más creíble que aquella noticia. 

     —Tus impresionantes habilidades, al igual que para mí, no han pasado desapercibidas para el consejo supremo de los Éforos. Han tomado una decisión sin precedentes. A pesar de no haber cumplido los veinte años, han ordenado que pases a formar parte de los periecos. Pronto se te comunicará la unidad militar a la que te incorporarás de inmediato.  

      —¿Es acaso otra broma? —. Garnicles seguía sin dar crédito a lo que estaba oyendo—La ley es la ley para todos, sin excepciones. Esa es una de las bases de la grandeza de nuestro Estado. 

     —Las decisiones de los sumos sacerdotes son inapelables, pues es la que nos hacen llegar los mismísimos Dioses a través de ellos. En su infinita sabiduría saben que un soldado como tú no puede permanecer más tiempo sin abrazar la verdadera batalla, deben estar verdaderamente ansiosos de ver como te desenvuelves en ella —Cleon esbozó una sonrisa—. Soplan vientos de guerra mi joven amigo y juntos dejaremos que nos lleven hasta nuestro destino. Casi puedo ver a esos afeminados atenienses, paralizados presas del terror mientras nos contemplan a nosotros dos junto a nuestros hermanos, con las capas ondeando rojas como la sangre y los yelmos inundados de luz dorada. Derrotaremos a esos desgraciados y la supremacía de Esparta no conocerá fín.

     —Si es esa la voluntad de los Dioses y de Esparta cumpliré con mi sagrado deber. Me siento orgulloso de poder combatir junto a los más grandes soldados que existen y, sobre todo, de poder luchar a tu lado como antaño hizo mi padre, lanza con lanza, escudo con escudo. Juró hoy y aquí mismo que no decepcionaré la sangre que corre por mis venas.

     —Por supuesto que no lo harás, si no yo mismo te perseguiré hasta el Inframundo para castigar tu incompetencia —le susurró Cleon mientras le amenazaba con su puño de hierro. 

     Así pues, por fin había llegado el momento, y lo hacía mucho antes de lo que estaba establecido según marcaba la ley. Garnicles casi no podía creerlo. ¿Realmente era posible que fuera una especie de "elegido de los Dioses"? no, aquello era inconcebible. Desde siempre le habían enseñado a dejar de lado su propia individualidad para formar parte de un todo completo que hacía funcionar su querida patria. El no era más que una pieza de ese perfecto engranaje, sin embargo, no podía evitar sentir un cierto deseo de que aquella fábula se hiciese real. Mientras estos sueños de grandeza flotaban dispersos en su mente, su mirada se perdió hacia el horizonte, en dirección al mar. Lejos de allí, en el puerto, numerosos barcos se encontraban ya cargados con armas y víveres, preparados para zarpar con cientos de espartanos a bordo. 

     Con el nacer de un nuevo día, Garnicles y Cleon se dirigían hacia Sicilia. El barco surcaba el mar con gran rapidez gracias al fuerte viento que soplaba. Un viento que, como había dicho Cleon, prometía guerra y gloria.

     Garnicles contempló el sol alzándose sereno en el horizonte y no pudo evitar recordar cierto escudo que, igual de brillante e inalcanzable, había visto una vez en un... ¿sueño?.

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