Alone in the dark by darkness1
Miedo. Otra película de miedo. Como cualquier niña de ocho años, Miranda no podía soportar ese tipo de películas. A parte de lo desagradable que resultaban, llenaban su mente de un horror indescriptible y hacían que todo tipo de pensamientos aterradores emergieran de los rincones más oscuros de su imaginación. Desgraciadamente, a su padre le encantaba verlas todas las noches mientras se emborrachaba a la vez que consumía todo tipo de drogas. Eso hacía que, poco a poco, el hombre se evadiera cada vez más y más de la realidad hasta bordear los abismos de la locura. Y lo que era peor, la gran maldad y la vileza que habitaban en su negro corazón aumentaban hasta cotas insospechadas.
Dormir por las noches era una verdadera tortura para Miranda. Encerrada por su despiadado padre en su pequeña habitación, se enterraba bajo las sábanas de su cama y se tapaba los oídos para intentar no escuchar nada de aquellas horribles películas, pero era muy difícil debido al elevado volumen al que siempre estaban puestas. Conforme avanzaba la noche, una vez que su padre se quedaba dormido vencido por el alcohol y los narcóticos y finalizaba la sesión de cine, otra pesadilla comenzaba para Miranda. La que le brindaba su trastocada imaginación, que convertía su cuarto en un lugar donde horrendos fantasmas acechaban en cada oscuro rincón y donde seres monstruosos habitaban bajo su cama esperando a que se durmiera para salir y devorarla. Sus juguetes, sus muñecas, sus dibujos... tenía la sensación de que todo parecía observarla con malignas intenciones. Todo parecía que le hablaba con amenazadores susurros que se perdían en la oscuridad.
Y ya hacía unas cuantas noches que hasta había creído distinguir unas palabras flotando entre esos imaginarios susurros.
«Puedo verte, puedo sentirte, te acompaño en tus desconsolados sueños y un día te llevaré conmigo».
—¡Eso son imaginaciones niña estúpida! Desde que la zorra de tu madre se largó no dejas de lloriquear y de inventarte cosas ¡Estoy harto de ti! —le gritaba su padre cada vez que le contaba sus temores por la mañana. Por supuesto, cualquier sugerencia de que dejara de ver películas de miedo era acompañada de una rotunda negativa y, en caso de insistir, de alguna sonora bofetada.
¿Acaso era real? ¿Provenía esa frase de alguna parte? No. Era imposible. Sin duda las películas de miedo la estaban trastornando. Eran todo imaginaciones, seguro.
Pero cada noche, en el silencio sepulcral de su habitación, volvía a escucharla. Una y otra vez. «Puedo verte, puedo sentirte, te acompaño en tus desconsolados sueños y un día te llevaré conmigo». Y cada vez que la escuchaba no podía evitar pensar en lo que oía en las películas de terror, sobre todo en las escenas de niños solos en sus habitaciones que eran atacados o secuestrados por todo tipo de horrores. Llegó a convencerse de que algo se ocultaba en su habitación y que planeaba llevársela para hacer con ella quien sabe que terroríficas cosas una vez que se cansara de asustarla por las noches. Entre llantos y muecas de desasosiego se abrazaba a su osito en un vano intento de aliviar el insoportable miedo que sentía. Pero no podía dejar de oír esa frase que se repetía constantemente en su cabeza incluso cuando el sueño y el cansancio lograban hacerla dormir. Se abrazaba y se abrazaba a su osito, su osito de ojos negros como la noche. El único consuelo que tenía.
Hasta que una noche, con los ojos desencajados por el horror y mordiéndose el puño hasta dejarlo morado, lo vio. Allí estaba, siempre había estado allí, con ella.
Pasos. De repente se oyeron unos pasos que hacían crujir siniestramente la escalera que llevaba directa a su cuarto. No eran imaginaciones. En la oscuridad se adivinaban dos grandes ojos inyectados en sangre y una boca sonriente que chorreaba baba. Un ser maligno y repugnante subía lentamente hacia la habitación de Miranda con un macabro propósito para el que no había castigo ni en el peor de los infiernos. Avanzaba en silencio como una sombra con sus ojos rojos fijos en la puerta de la habitación. Su respiración era cada vez más y más intensa, parecía un volcán a punto de entrar en erupción. Las ansías de matar que tenía eran tan grandes que el corazón estaba a punto de estallarle. Llegó por fin hasta la puerta... y escuchó una voz que venía de detrás de ella, una voz que no era de una niña, ni tan siquiera humana.
—Es la hora, debemos irnos antes de que sea tarde —fue lo que dijo la voz.
No le hacía ninguna falta la llave. El padre de Miranda derribó la puerta con toda la fuerza que le daba su alterado estado y entró en el cuarto gritando como un animal enloquecido y con un cuchillo enorme en la mano. Escudriñó toda la estancia con sus ojos empapados en sangre pero allí no había nadie. Profiriendo alaridos y completamente fuera de si destrozó todos los muebles y acuchilló los juguetes y los dibujos de la pared.
—¿Dónde estás maldita? ¿Dónde te escondes? Estoy harto de ti y de tu dulce inocencia, quiero acabar con ella, quiero acabar con todo lo bueno de esta mierda de mundo —gritaba entre desquiciadas carcajadas. Él era quien en verdad había acabado totalmente desequilibrado tras incontables noches de drogas y películas de miedo. Se había convertido en aquello que veía en ellas—. No puedes haber desaparecido. Te encontraré, y cuando lo haga te rajaré de arriba a abajo para sacarte las tripas. Te arrancaré tus sucias entrañas ¡Así!
En pleno delirio homicida se hundió el cuchillo hasta el mango en la garganta y cayó al suelo entre brutales convulsiones. La sangre manaba a borbotones y corría por entre los restos de los juguetes destrozados en el suelo, hasta que por fin se llevó la vida de aquel demente que nunca más podría hacer daño a nadie.
Pero hasta que no llegó su final no dejo de mover los ojos intentando encontrar a Miranda. Y nunca la encontraría. Había escapado a tiempo de sus garras esfumándose como por arte de magia. Ella... y su osito de peluche, su osito de ojos negros como la noche. El ángel que velaba siempre por ella.
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